Juntos en la eternidad (Cuento)

Por Esteban Herrera Iranzo

Con una caja de madera debajo del brazo y las ropas empapadas por la incesante llovizna de la mañana, Ezequiel Morantes llegó a la vieja estación ferroviaria. El estado del edificio, sin puertas ni ventanas y gran parte del techo y los pañetes hechos migas y esparcidos por el suelo, pareció no interesarle en absoluto. Tampoco el pequeño tren que años atrás había transportado a los turistas hasta la desembocadura del Magdalena en el Mar Caribe -, abandonado ahora al frente, sobre los rieles, y corroído por el óxido y una mugre salina – fue capaz de moverle el menor sentimiento. A él solo le interesaba el plan que llevaba en mente y por nada iba a permitir que se viniera al suelo. Sabía que sería el peor final de aquella desdicha a que la vida lo había empujado desde muy niño.

Con el paso tambaleante por un barro cundido de unas piedrecillas verdosas que la lluvia hacía más resbaladizas cada vez, llegó a la parte trasera del automotor y tomó por entre los rieles hacia la desembocadura. El rio, con unas aguas que parecían ganar mayor velocidad cada vez, de un lado, y del otro un mar cuyo verde de sus olas había comenzado a tomar un color cenizo por la llegada de aquel a menos de una milla, parecían sumarse a un acontecer cuyo desenlace nadie podría imaginar. Tal vez – se había dicho no pocas veces - si no hubiera pedido con tanta insistencia a su madre que lo llevara aquella mañana de hacía treinta años precisamente al lugar en que ahora se encontraba, nunca hubiera conocido tanto odio ni rencor. Ese día, mientras ella se maquillaba en su alcoba, su padre lo había llevado a la sala para decirle unas palabras al oído, a las que él poco valor había dado por considerarlas asociadas con las acaloradas discusiones que estos venían sosteniendo desde hacía unos meses, y que tanto hastío le venían causando -, “por Dios Fermina, te has vuelto loca…”. “El loco eres tú, Federico, te niegas a aceptar que puedo ser tu hija”.

Cuando su madre y él llegaron a la estación, encontraron que, frente a la taquilla, a un lado de la puerta principal de la edificación, un grupo numeroso de hombres se peleaba a codazos para adquirir los boletos, mientras, en la plazoleta, a solo unos cuantos metros, una fila de personas de ambos sexos esperaba a un lado del tren, que el maquinista, un flacuchento de bigotes que se hallaba frente a ellos, diera la orden de abordar este.

Pensó decirle a su madre que sería mejor volver a casa, al fin la estación abría todos los fines de semana y oportunidades para dar el paseo habrían de sobrar, pero en ese momento salió por la puerta aquel hombre robusto y de un cojeado que mostraba el que una de sus piernas era más corta que la otra. Su madre, al verlo, caminó hacia él con un paso tan rápido que lo obligó a correr para no quedarse atrás. Posiblemente se trataba de un empleado y ella iba a pedirle que los ayudara a conseguir los boletos -, pensó. Mas aquel, que también los habia visto, caminó hacia estos con la mirada clavada en ella, como águila que de lejos ha divisado una presa -. ¡Fermina! – gritó al llegar, mientras abría los brazos con una sonrisa que mostraba la inmensa satisfacción que le producía el tenerla al frente. Ella, con una sonrisa apenada, le puso la mano en el pecho para impedir que pudiera abrazarla - “Si que eres imprudente, Teobaldo”, - le dijo entre dientes y con una voz muy baja. - Él es mi hijo Ezequiel”- agregó mientras lo señalaba a él.

Era tal el desconcierto que aquella escena le causaba, que las palabras que su padre le había dicho esa mañana comenzaron a tomar un significado diferente al que él le había dado, y más, aún, cuando oyó la respuesta de aquel: - “Eso no tienes que decírmelo Fermina, es la misma cara de su padre, con la diferencia de que no parece tonto”. Y lo que ella volvió a agregar entre dientes y con la misma vocecilla, mientras lo miraba a él con un disimulado rabo de ojo: “Astuto que es”.

Sintió que su sangre comenzaba a hervir, no podía explicarse cómo alguien a quien él jamás había visto, pudiera tener tanta confianza con su madre como para que esta le siguiera la corriente en una chanza que más pesada no podía ser.

- Bueno, Fermina, ustedes han venido a pasear, así que conseguiré boletos para los tres. No quiero que tú, sola, vayas a viajar con un niño en un tren que no es de lo más seguro -, dijo Teobaldo.

Los momentos siguientes fueron los más horrendos que jamás alguien de solo ocho años pudiera haber vivido. Mientras el tren avanzaba y los viajeros observaban maravillados las turbulentas aguas de un río que se acercaba furiosamente a su desembocadura, Teobaldo desbordaba sus instintos hacia su madre con toda clase de sobos y agarrones por todo el cuerpo de ella, y susurrándole al oído frases que él apenas alcanzaba a escuchar. Ella, en tanto, no de buena cara, le respondía con leves codazos y entre dientes muy bajos – ¡Contrólate, Teobaldo! ¡Contrólate!

Volvió a recordar las palabras de su padre y sintió que un sentimiento de impotencia comenzaba a invadirlo hasta lo más profundo de su ser. Sabía, no obstante, que su madre estaba pasando por un peor momento, pues seguramente ella era consciente de que él, con lo que hasta el momento había visto, podía formarse ya un juicio de lo que sucedía entre ella y Teobaldo. Pero lo que más le inquietaba era un interrogante que había comenzado a gestarse en su mente: ¿por qué aquel, durante las caricias que daba a su madre, lo miraba con una sonrisilla perversa, como si tuviese la intensión de confirmarle sus sospechas?

Llevó la mirada a lo lejos y recordó que en uno de los cuentos que su padre solía referirle por las noches, antes de dormir, y que tanto pánico le había causado, cierta noche un ladrón se hallaba en el patio de una casa que tenía en la pared trasera un bombillo que despedía una luz muy débil, en la que vivían dos ancianos que aseguraban las puertas con sendas trancas que impedían el que alguien pudiera abrirlas. Mas, aquel, experto en su oficio, observó que el bombillo recibía la corriente de dos cables que salían del interior de la casa, así que sacó una pinza que llevaba en el bolsillo, cortó estos y unió con sus manos los dos polos, logrando un cortocircuito adentro de ella. Los ancianos, que se hallaban en su alcoba, al ver que la casa ardía en llamas, corrieron hasta la puerta del patio y la abrieron, y el ladrón, que los estaba esperando, aprovechó para amenazarlos con un cuchillo y hacer que lo llevaran hacia un escaparate en el que ellos guardaban algún dinero y otras pertenencias de valor, se apoderó de ellos y se dio a la fuga.

Miró a Teobaldo y le pareció el ser más cínico que pudiera existir. Pretender utilizarlo a él para formar un “cortocircuito” en su propio hogar, sí que era lo más asqueroso que pudiera ocurrírsele a alguien. Se dijo que no hablaría a nadie del tema, mucho menos a su padre; de esta manera evitaría el que aquel pudiera salirse con las suyas.

Habrían pasado unos cinco minutos de la arribada del tren a la desembocadura. Él se hallaba entre un grupo de turistas que desde las enormes piedras del tajamar veían cómo las convulsionadas aguas del Magdalena bañaban las olas de un océano que de no muy buen agrado las recibía, y el espectáculo de unos tiburones que, celosos de su habitad, abrían sus poderosas mandíbulas para tragarse de un tajo a cuanto viviente llegaba en él.

Miró de pronto hacia uno y otro lado y no vio a su madre ni a Teobaldo –. Seguramente estos habían decidido apartarse de la gente para estar solos -, pensó con una angustia que amenazaba con hacerlo estallar a gritos. Así que caminó rápido por entre los turistas, abriéndose paso a empujones, hacia el lado del tajamar que da la vista al río. Allí se detuvo, recorrió de una mirada una fila de rocas de mediano tamaño que habia al frente, y pudo verlos. Estaban de espalda, sentados en una de ellas. Teobaldo pasaba la mano por el cabello de su madre, mientras, esta, con la mirada clavada en la cara de él, y una sonrisa apenada en sus labios, trataba de apartársela con una de las suyas.

Caminó hasta las rocas con un paso muy suave, para evitar que ellos pudieran verlo, inclinó el cuerpo y se agarró con sus manos de una y otra, como mejor pudo, y descendió unos metros, hasta una viga de hierro oxidado que servía entonces de soporte al peso de las piedras, y caminó por ella hasta unas rocas gigantescas y carcomidas por el agua en tal forma, que parecían unos escalones que llevaban a la superficie. Había llegado, sin dudas, a la parte baja del lugar en que había visto a aquellos. Mas, tenía que comprobar que aún permanecían allí, y la única forma era subiendo por las rocas para asomarse luego por encima de estas sin que ellos pudieran verlo. Así que se aferró con sus manos a la que hacía de primer escalón, puso un pie en ella e impulsó el cuerpo con el pie que tenía sobre la viga, pero sus manos resbalaron de pronto y cayó sobre esta, de tal manera, que de no ser porque logró aferrase a ella con sus rodillas, hubiera ido al rio y este seguramente lo habría llevado al mar para que los tiburones dieran cuenta de él. Se levantó, sin embargo, con las mismas ansias y volvió a agarrar la roca, puso un pie en ella e iba a impulsarse con el otro cuando oyó la voz de su madre – ¡No, Teobaldo, no vayas a morderme! ¡Mira que ese desgraciado me revisa toda cuando llego de la calle! Quedó atónito, Teobaldo iba a morder a su madre y a él le constaba que, ciertamente, siempre que ella llegaba de la calle, su padre la encerraba en la alcoba y le gritaba – Me vas a decir ahora mismo con quien estabas. ¿Quién es ese desgraciado que te anda mordiendo el cuerpo? Sí - se dijo -, un solo mordisco y el hogar de los Morantes se vendría al suelo, pues su padre le interrogaría a él por haber estado con ella, y una cosa era el que no pensara decirle lo que sabía, y otra el mentirle –. Por favor Fermina, solo uno. A lo mejor te va a gustar -, suplicó Teobaldo -. ¡Ya te dije que no! -, respondió ella a gritos.

Ahora sabía que permanecían allí, pero, ¿qué tal que su madre echara a correr para librarse del mordisco y él la perdiera de vista? Se dijo que lo mejor era actuar cuanto antes, así que se dejó caer de espaldas sobre la viga, abrió los brazos y pegó un grito muy fuerte -, ¡Maaaamaaaa!

- ¿Ezequiel, hijo, donde estás? -, gritó la mujer con una voz que denotaba un pánico enorme. Pero él no respondió, sino que echó la cara hacia un lado y cerró los ojos.

- ¡Contéstame, Ezequiel, por favor! –, volvió a gritar ella, en tanto que Teobaldo trataba de calmarla - ¡Tranquilízate Fermina, yo iré a buscarlo!

Entreabrió un ojo y miró hacia arriba con mucho disimulo y vio cómo Teobaldo se asomaba por encima de una de las piedras -. ¡Allá está, Fermina, allá está!

- ¿Dónde, Teobaldo, ¿dónde?

- ¡En el fondo!

- Pero, ¿está bien?

- ¡Esperemos que sí! ¡Voy a bajar por él!

Teobaldo abrió los brazos y presionó con sus manos las piedras que había a uno y otro lado de su robusto cuerpo y, apoyándose en estas con el pie de su pierna más larga, comenzó a descender con mucha dificultad.

Él, que observaba impresionado la fortaleza de los movimientos del hombre, recordó una frase que su padre le había dicho el día que él le contó que un niño de su escuela, mucho más desarrollado, lo había amenazado con pegarle: “Entre más corpulento sea tu enemigo, más pesado habrá de caer”.

Esperó a que Teobaldo descendiera algo más y, justamente cuando este se disponía a poner el pie sobre la última roca, incorporó su cuerpo y se lo haló con tanta fuerza, que aquel, al no poder apoyarse en el otro pie porque era el de su pierna más corta, perdió el equilibrio y cayó brutalmente sobre la viga, y, desde allí, con el cuerpo paralizado por un dolor que amenazaba con hacerle perder el conocimiento, viró torpemente el rostro a él y lo miró con unos ojos que mostraban un gran desconcierto. Él, por su parte, lo miró con una sonrisa de satisfacción.

Los gritos de su madre volvieron a oírse - ¡Sáquenlos, por favor!

Miró hacia arriba y vio que esta y varios hombres los estaban mirando desde la piedra.

Los días siguientes fueron para él una verdadera pesadilla, las discusiones de sus padres comenzaron a tomar más fuerza. – ¡Eres un desastre, Federico; ¡haber escupido la pared cuando yo sola la había pintado, sí que no tiene perdón!

- Pero Fermina, eso fue hace diez años.

- Podrían ser veinte, pero estuvo mal.

- ¡No entiendo Fermina, hemos vivido felices por años después de eso!

- ¿Felices? ¿Has dicho felices? No Federico, que poca cabeza tienes; con alguien como tú nadie sería feliz.

Él los observaba en silencio, las palabras que su padre le había dicho aquella mañana lo hacían sentir el verdadero culpable de la situación. Y muy cierto es, que, el día que aquellos le manifestaron que iban a separarse y que él debía escoger con cuál de ellos quería quedarse, había gritado a todo pulmón: ¡Con mi mamá! Y que su padre, desconcertado por aquella respuesta, habia tenido que salir de la casa cabizbajo, sin pronunciar una palabra. Nadie, sin embargo, podría haber imaginado qué era lo que lo había llevado a tomar tal decisión.

Unos días después Teobaldo llegó a la vivienda con dos maletas y un paso cojo, pero tan firme que hacía pensar que iba posesionarse de cuanto en ella había. Él, que presentía lo que venía, se encerró en su cuarto y esperó por horas, con el oído atento, hasta que oyó el ruido de la cerradura que había en la puerta de la alcoba de sus padres. Unos dos o tres minutos después oyó unas voces: – Ayyy, ayyyyyy Teobaldo, no seas tan brusco. - Eres mía Fermina, míaaa.

Le pareció estar viviendo un sueño de terror ¿Cómo podía ser que su madre estuviera en brazos de un miserable cuya sola presencia podía despertar el rechazo del ser más infeliz que pudiera haber sobre la tierra? -, se preguntaba. – ¿Acaso no era él testigo de que apenas unos meses atrás ella adoraba a su padre como ninguna otra mujer pudiera hacerlo para con su marido? ¿Acaso no la recordaba arreglando con esmero la ropa con la que él iría a trabajar, preparándole el desayuno y despidiéndolo por las mañanas en la puerta de la casa con aquellos besos tan amorosos y sinceros? Por supuesto que él sabía el porqué de ese vuelco tan desconcertante; había oído una vez que su padre, en una discusión con ella, le habia dicho: “Hay hombres que, por su experiencia en amoríos han desarrollado un discurso tan melodioso, que ninguna mujer puede resistir”. Eso es - se decía -, ella era buena y amorosa, pero había caído en manos de un experimentado mujeriego que le había secuestrado la mente para aprovecharse de su belleza y consecuencialmente destruir el hogar de los Morantes y hacerlos sufrir a todos. Y esto, desde luego, no podía quedar así; ahora el corrompido de Teobaldo iba a saber quién era él.

Esperó unos cuantos minutos más, hasta que oyó unos suspiros tan apasionados que le hicieron pensar que por fin aquel momento angustioso se acercaba a su final.

Ahora Teobaldo saldría de la alcoba e iría al baño a darse una ducha, como solía hacerlo su padre después de encerrarse en la alcoba con su madre -, se dijo. Así que salió de su cuarto caminando sobre la punta de los pies, para no hacer algún ruido que pudiera alertar a aquellos, y llegó hasta el baño, entreabrió la puerta y se escondió detrás de ella. Segundos después oyó el ruido de una cerradura, que venía de la puerta de la alcoba de su madre, y enseguida unos golpes sobre el piso que le erizaron los vellos: Ton, tin, ton, tin. Eran los pasos de Teobaldo -, se dijo, pues los de su madre eran más suaves y tan parejos como los de su padre: tan, tan, tan…

Los pasos se oyeron más fuertes cada vez, luego hubo un silencio muy corto, quizás de unos dos segundos, y enseguida se oyó el ruidillo que hacía la cerradura del baño cuando alguien la hacía girar. Vio entonces un pie que salia de atrás de la puerta. Se dijo que era el momento preciso para actuar, así que, sin salir de su escondite, metió su pie con mucha fuerza entre los de este, ocasionando en ellos un enredo que lo llevó de cabeza contra el bacín. Un grito desgarrador se oyó entonces – Ayyy mi madreee.

- ¿Qué pasó, Teobaldo? - gritó Fermina, en tanto corría al baño con el cuerpo envuelto en una toalla.

- Nada, Fermina, nada - respondió este, mientras se incorporaba para luego quedar sentado en el piso. - Je, je, ha sido solo un accidente. Me tropecé con el niño, que salía del baño, y me di de cabeza contra el bacín -, agregó, sobándose la frente con una de sus manos.

Su madre vio cómo él, en tanto, soltaba una sonrisilla de satisfacción –. Ven hijo – le dijo -, ayúdame a levantarlo para llevarlo a mi alcoba y ponerle unos trapos de agua tibia en esa frente.

Teobaldo movió la cara hacia uno y otro lado, e iba a decir algo, pero él lo tomó por un brazo y se lo haló con fuerza, como para ayudarlo a levantar.

- Te lo dije, Teobaldo, Ezequiel es muy noble y seguramente se van a llevar bien -, dijo ella, tomándolo por el otro brazo.

- Así es, mija, es un chico maravilloso – respondió él con una sonrisa a medias, mientras estos lograban ponerlo en pie>>

Había caminado más de una hora sobre los rieles y su cuerpo comenzaba a dar síntomas de cansancio, así que puso la caja sobre estos, se sentó en ella con el cuerpo mirando hacia el rio, y, con un rostro que mostraba que más amargura no podía haber vivido nadie jamás, miró al horizonte y recordó las palabras de su padre aquella mañana: “Ayúdame a cuidar a tu madre, que de ti depende el que nos veas siempre juntos”, y cómo Teobaldo había salido airoso de todas las trampas que él le había puesto. Ni las zancadillas, ni las conchas de plátano que él le ponía por las mañanas, muy temprano, en la puerta de la alcoba, ni el aceite que por las noches derramaba en el baño para que se reventara contra el piso, habían servido de nada. Para remate aquel no se inmutaba siquiera, ni le contaba a su madre sobre los impases que había entre ellos, sino que, por el contrario, no dejaba de alabarlo “por su inteligencia” delante de ella, con aquella sonrisa cínica que utilizaba Incluso cuando le compraba juguetes finos a sabiendas de que él los echaría a la basura el mismo día. Y, por encima de todo, lo que más le había enardecido era que sabía que lo que aquel pretendía era ganárselo para que olvidara a su padre y lo aceptara a él como tal. Y es que hasta su madre se lo había dicho un sin número de veces: “Ezequiel, ya es hora de que veas a Teobaldo como a un padre”. “Él es tu papá, grábatelo”.

Bajó la cabeza, llevó la mirada a los rieles y pensó en unas palabras que su padre le había dicho la vez que él fue a visitarlo y lo encontró en su lecho de muerte: “No te culpo Ezequiel, si no pudiste volver a Fermina a mis brazos, yo la esperaré en el cielo”. Él había pensado que con esta nueva frase su vida iba a cambiar, pues no tendría ya que seguir ideando día y noche la forma de desprender a Teobaldo de su madre, al fin aquel había demostrado no ser un mal hombre para con ella ni para con él, pues hasta un moderno sepulcro, compuesto de tres bóvedas, una para cada uno, había hecho construir en el Universal, uno de los Cementerios de máyor categoria entonces en la ciudad. Mas el haber ejercido por tantos años un desmesurado odio contra aquel, lo había convertido ya en alguien tan resentido que ni amigos tenía. De modo que cuando ese día llegó a casa y vio a Teobaldo sentado en una butaca con su madre en las piernas, la idea que le vino fue que no iba a permitir que este muriera de viejo, pues antes le mataría, y que lo haría con sus propias manos. Al fin, él era ya un hombre de unos ventiocho años, en tanto aquel no era entonces más que un mequetrefe cuyas piernas apenas le permitían caminar. Sí, ¿y qué tal si lo hacía ese mismo día, y de esta manera él podría traer a su padre a casa para que muriera en brazos de su madre? – Se preguntó.

Esperó a que su madre se retirara hacia la cocina y caminó hacia él, y sin decirle una palabra lo tomó por el brazo con una mano y por la oreja con la otra, lo levantó luego de la butaca y le dio un empellón que lo llevó de bocas contra piso, y, allí, sin prestar la menor atención a las súplicas que este, con una voz muy baja, le hacía: -. ¡Por favor Ezequiel, mira que tu madre puede enterarse de esto! -, inclinó el cuerpo, lo agarró por los pocos pelos que aún le quedaban en la cabeza, y lo arrastró de un tirón hasta un rincón; se le echó encima, y, con aquella furia de quien está dispuesto a acabar ya mismo con su peor enemigo…, lo tomó por el cuello con ambas manos, apretó estas, más y más cada vez, hasta impedir por completo que el aire entrara a sus pulmones –. Así me las tenías que pagar, viejo asqueroso -, le dijo entre dientes, mientras veía cómo, la cara y el cuerpo de este, que apenas pataleaba de una manera instintiva, comenzaban a tomar un color morado, tétrico.

- ¿Qué está pasando? ¿Por qué tanto alboroto? - gritó de pronto su madre desde la cocina.

- Maldita sea -, se dijo en tanto retiraba las manos de Teobaldo.

Inclinó su cuerpo rápidamente, le dio unos golpecitos en la espalda con la mano, que lo hicieron toser de una manera espantosa, y enseguida lo tomó por el brazo, como si quisiera ayudarlo a levantar. De modo que cuando su madre llegó corriendo a la sala y los vio, hizo en su rostro una expresión de confusión -. ¿Qué es lo que sucede? -, preguntó de un grito.

- Nada Fermina, nada - contestó Teobaldo con una voz ronca y tosiendo a montones, con la cara aún morada -. Iba a asomarme por la ventana para mirar hacia la calle y me resbalé. Tu sabes que los años no pasan en vano. Por fortuna Ezequiel estaba en la sala y pudo evitar que el golpe hubiera sido peor.

- Ayy Ezequiel, que noble eres – dijo ella, mirándolo con una sonrisa que mostraba que estaba creyendo lo que Teobaldo acababa de decir -. Ya te ayudo a levantarlo.

Pero él no pensaba igual - Otra vez aquel se había salido con las suyas. Pero si de algo estaba seguro -, se decía mientras él y su madre lograban ponerlo en pie, era que sus horas estaban contadas.

Mas él no contaba con que, un rato después, recibiría la noticia de que su padre había muerto.

Fue el día más oscuro de su vida. Sintió que su paso por este mundo había sido el mayor fracaso que pudiera haber tenido alguien, que no había sido más que un cero a la izquierda, pues su padre había muerto en la frustración más grande que hubiera podido suceder a humano alguno, y él no había podido evitarlo. Sabía que aquello de que: “No te culpo Ezequiel, si no pudiste volver a Fermina a mis brazos, yo la esperaré en el cielo”, no era más que una frase que este se habia ideado para hacerlo olvidar el que era un inepto que no habia sabido hacer las cosas.

Dio media vuelta al cuerpo y miró hacia el mar. Vio unas cuantas aves pescadoras que, aprovechando la ligera mejora que el tiempo quería darles, lo sobrevolaban, en busca de algún pez que pudiera calmar su apetito. – ¡No hay derecho! -, se dijo al pasarse la mano por los ojos para retirar dos lágrimas que escaparon súbitamente de ellos.

Se levantó, tomó la caja y continuó con ella hacia la desembocadura.

- Por eso -, recordaba -, el día que el médico diagnosticó a su madre un cáncer del colon avanzado, él había sentido una enorme alegría -. Ahora ella y mi padre se reunirán en el cielo -, se había dicho. Y, por lo mismo, el día del sepelio, cuando Teobaldo, llorando como un niño, empujaba suavemente el féretro hacia el interior de la bóveda, él, bajo la mirada confusa de los asistentes, lo había apartado de un tirón, para empujarlo él con su pie hasta donde aquel no volviera a verlo.

Ese día, al llegar a casa, mientras Teobaldo, sentado en su butaca de la sala, lloraba a gritos, él se había ido a su alcoba, y allí, acostado en la cama, se había preguntado, que, ¿cómo podía ser que la providencia hubiera tenido que manifestarse para que sus padres estuvieran juntos, solo porque él no era más que un papanatas?

Pensó que el matar a Teobaldo ya no tenía sentido, pues asi lo había querido el creador. Además, ¿con quién iba a discutir entonces? ¿Quién lo iba a mantener si él nunca había aprendido a trabajar? Resultaba mejor tenerlo vivo, y aprovechar de paso el tiempo que a aun le quedaba, para él desquitarse con ansias todo el sufrimiento que le había ocasionado.

Sí, eso era lo mejor, así que se levantó de la cama, fue hasta la sala y se detuvo frente a Teobaldo, que seguía llorando en la mecedora -. “Ahora mis padres están juntos en el cielo”, le gritó con los dientes pelados, para respaldar con ellos la sevicia de sus palabras.

Teobaldo alzó el rostro y lo miró con unos ojos rojos e hinchados por el llanto.

- Así como lo oye. ¡Están juntos en el cielo! -, volvió a gritarle.

Sin pronunciar una palabra Teobaldo se levantó de la mecedora, caminó pesadamente hasta la puerta de la calle, la abrió y salió por ella>>

Sintió que las fuerzas le flaqueaban, así que se detuvo, volvió a poner la caja sobre los rieles y se sentó en ella.

Ese día Teobaldo había vuelto con una bolsa en las manos y, con aquella sonrisilla que solía utilizar cuando burlaba sus infructuosos intentos de acabar con su vida, se encerró en la habitación. De modo que, al día siguiente, cuando él abrió la puerta en vista de que ya era de medio día y no había sabido nada de él, lo encontró muerto. Un frasco matarratas, al lado de la cama, hablaba de por sí.

Otra vez Teobaldo se había salido con la suya. Se había suicidado y el no terminaría de hacerle pagar lo que le había hecho a su familia -, se decía a gritos.

Dos años habían pasado, Teobaldo se hallaba en su bóveda, al lado de la de Fermina, cuando una idea se le vino a la cabeza ¿cómo podía justificarse el que sus padres estuvieran juntos en el cielo, cuando era un hecho innegable que el cuerpo de su madre seguía estando junto al de Teobaldo en la tierra?

Sí, las cosas no podían seguir así. Él tendría que arreglarlas, y para ello debía hacer algo que borrara la más insignificante huella de la unión de estos -, se decía. Así que ese mismo día fue al cementerio con una sábana y un saco de fique, llegó hasta la bóveda de Teobaldo y extrajo su cadáver, y, después de cubrirlo con la sabana, cargó con él hasta la bóveda en que se hallaba su padre, la abrió y extrajo los restos de este, los llevó al saco, y metió en ella el cadáver de Teobaldo. Y Luego, con los restos de su padre en el saco y los ojos empapados de lágrimas, caminó hasta la que había sido la bóveda de Teobaldo, y, entre llantos y gemidos, como los de un niño, los colocó suavemente en ella. De modo que ahora sus padres estarían juntos en el cielo e igualmente en la tierra. El, en tanto, se encargaría del resto, no pagaría al cementerio los derechos mortuorios de la bóveda de su padre durante algún tiempo y la dirección de éste votaría los huesos de Teobaldo, o los regalaría a alguna universidad que estuviera necesitándolos para sus clases de medicina.

No contaba, sin embargo, con la gentiliza del Sacerdote director del cementerio, que le hizo llegar a casa una carta en la que le ofrecía un plan de pagos…y la promesa de que, si lo cumplía, los restos de “su padre” pasarían a uno de los modernos nichos que el cementerio había comenzado a construir como parte de un proyecto que pretendía una mejor prestación de los servicios mortuorios.

- ¿Pagar yo para que una mierda que debiera estar en una poza séptica descanse en un nicho de lujo? -, se había dicho ese día.

Así que tomó una pala y una caja de madera que encontró en un rincón…, se fue con ellos al cementerio, sacó lo restos de Teobaldo y los metió en ella >>

Se levantó de la caja, tomó esta y con ella debajo del brazo, continuó caminando por un rato hasta la desembocadura, justamente hasta donde había llegado el tren aquel día, de hacía treinta años, puso la caja en el suelo y se sentó en ella, mirando al mar. Llevó la vista al horizonte por un rato y luego la bajó hasta dos tiburones que asomaban unas mandíbulas repletas de dientes dispuestos a devorar cualquier cuanto habia a su vista. Miró hacia un lado de ellos, quizás a unos diez metros, y vio a otro tiburón que asomaba una mandíbula mucho más grande.

Se levantó, tomó la caja en sus manos y caminó hacia él, y con una decisión que le hizo enrojecer de pies a cabeza, la arrojó al animal.

Sintió un placer morboso al ver como aquel, con la caja en la boca, huía de los otros dos tiburones, que comenzaron a perseguirle.

Respiró con un aire de tranquilidad -, por fin había borrado de la faz de la tierra cualquier vestigio de aquella relación tan asquerosa -. Ahora sus padres yacían juntos en el cielo, en la tierra, y a Teobaldo no se le vería mas nunca por ninguna parte

Con una sonrisa que mostraba una gran satisfacción, viró su cuerpo y echó a caminar hacia la estación, pero, había dado apenas unos pasos cuando una idea lo hizo detener:

¿Cómo era posible que en dos años que tenía Teobaldo de muerto no se le había ocurrido -, se dijo -? El viejo había ingerido el veneno porque él le había gritado en la cara que su madre había ido al cielo a reunirse con su padre -, pero, ¿qué tal que este hubiera ido al cielo también? -, se preguntó con los pelos de punta -. Él, al fin, no había sido un mal hombre. Su padre, además, había llegado muy viejo al cielo y, quien viejo llega al cielo, viejo vivirá eternamente en él. Teobaldo, por su parte era mucho menor, y podría volver a ganarle allá la disputa que seguramente ya estaban sosteniendo por ella.

Otra vez aquella incertidumbre que lo consumía hasta el espinazo. Volvió a mirar al mar y vio cómo los dos tiburones, que habían regresado hasta el tajamar, asomaban la cabeza para mirarlo con la mandíbula abierta. Caminó entonces hacia ellos, pensando en la frase que su padre le había dicho aquella mañana, “Ayúdame a cuidar a tu madre, que de ti depende el que nos veas siempre juntos”. Precisó al que habia devorado los huesos de Teobaldo, alzó los brazos y saltó hacia él.

FIN

 

 

 

 

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Ismael Lorenzo

‘Años de sobrevivencia’, es la continuación de las memorias comenzadas en ‘Una historia que no tiene fin', y donde se agregan relatos relacionados a su vida de escritor y a su obra 

Años de sobrevivencia

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Madame Carranza

Renée Pietracconi

La novela basada en hechos reales relatados por Josefina, tía abuela de Renée y añadiendo un poco de ficción para atraparnos en historias dentro de historia

Madame Carranza

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Casa Azul Ediciones

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