LA CABELLERA DE BERENICE.-

                                    

                                                             José Ignacio Velasco Montes

 

                   “Ya los babilonios ven en esa parte del firmamento algo que les evoca el trigo maduro. Los árabes le dan el nombre de "Espiga" al racimo de estrellas que los griegos llamaron la "Trenza" y que hoy nosotros llamamos "Cabellera de Berenice”

 

                                                   E. J. Webb.-- "Los nombres de las estrellas".

 

 

1

 

Hace calor, un calor sofocante, abrasador, como el qué desde hace mucho tiempo atrás nadie recuerda en Antioquia. Las moscas, zumbonas y pegajosas, sortean hábilmente los mosquiteros de plumas de pavo real e insisten en su reiterado quehacer de chupar el sudor a pesar del continuo esfuerzo de los servidores encargados de espantarlas.

 Berenice, la reina, sentada en un escabel de tijera, se deja abanicar por dos esclavas mientras Zala, su dama y amiga, le cepilla una vez más sus largos cabellos color oro y fuego antes de recogerlos en tres trenzas como es su tocado habitual. Los cabellos de la reina son ya una leyenda en todos los países que contornean el Mar Interior. La mata de pelo, tan espesa como la miel de la que parece haber tomado el color y tan larga que le llega hasta los delicados tobillos, es la envidia de todas las mujeres del reino, y constituye el tema de conversación más duradero de la corte y es la base de los poemas que día tras día obsesiona a los vates y les obliga a escribir y rechazar sus composiciones en busca de más y mejores comparaciones y juegos de palabras para obtener más favores de la Corte.

 La reina se encuentra orgullosa de su pelo pues sabe el atractivo que éste ejerce sobre su esposo Antíoco. Pero se repite una vez más mientras nota los suaves tirones de Zala al cepillarlos, que él no podrá apreciarlo en algún tiempo; al menos mientras dure la guerra en Siria, permanezca ausente y lejos de ella que, ansiosa, le espera.

 Una súbita oleada de fresca brisa inunda la terraza que en voladizo se asoma sobre el río Orontes. Berenice se mueve agradecida ante el respiro que supone el repentino viento y rompe el silencio.

 --Zala, ¿se encuentra preparada la barca para salir?

 --Está dispuesta para cuando digáis..., pero creo que todavía hace demasiado sol.

 --No cepilles más y péiname. Vamos a irnos más temprano. No soporto el calor y en el río hace mejor temperatura. Iremos hacia el mar y pasaremos unos días en aquella playa, "La cala de la Luna" que tanto me gusta.

 --Sí Majestad, pero ese lugar necesita de preparativos especiales. Queda lejos y no llegaremos antes del amanecer e incluso para ello es necesario que los vientos sean favorables.

 --Que nos siga otro barco con todo lo necesario. Quiero quedarme allí hasta que amaine este calor que me mantiene angustiada.

 --Como digáis... pero no es el calor la causa de vuestra ansiedad, aunque colabore a ello. Eres tú misma el motivo. Tú y tu constante añoranza que no te deja comer ni dormir. Debes tranquilizarte y aprender a esperar.

 --Eso es más fácil de decir que de realizar. Mi esposo se encuentra lejos y puede morir.

 --No olvides que el mío le acompaña y está en todo momento a su lado dispuesto a hacer lo que sea por él si fuese necesario, incluso morir.

 --No es lo mismo. Tú llevas desposada mucho tiempo. Yo..., yo apenas le he conocido en el amor.

 Zala no responde. Encogiéndose de hombros ante algo que discuten varias veces cada día y en lo que no logra tranquilizar a la reina, da órdenes

--Lueba, haz venir al intendente.

 La esclava llamada se incorpora y abandona la terraza. Zala termina de cepillar el cabello, divide la brillante mata de pelo en tres partes e inicia el primoroso trenzado de una de ellas. Berenice, con los ojos cerrados, y pensativa, se abandona en manos de su dama y amiga.

 Irup, el intendente, no tarda en llegar. Es un apuesto oficial de aspecto fiero y expresión inteligente. Se acerca a la reina y hace notar su presencia arrastrando los pies durante los últimos pasos antes de detenerse.

 --¿Eres tú, Irup? --pregunta de forma innecesaria Berenice.

 --Sí, Majestad.

 --Ocúpate de enviar comida, tiendas, soldados y todo lo necesario hacia la costa. Salgo para la "Cala de la Luna” dentro de un rato y quiero estar allí varios días.

--Nada os faltará, Majestad. Prepararé todo de inmediato.

 Irup sale con paso rápido. Zala continúa trenzando el cabello hasta completar el peinado mientras las esclavas les abanican con renovado vigor.

 Una división más de la clepsidra de palacio y la nave, un bajel egipcio regalo de su hermano y rey de Egipto III, se separa de la orilla y se deja llevar por la corriente hacia el mar. Los remeros bogan con el ritmo pausado que ordena el cómitre con el tambor mientras la vela, apenas combada por el casi inexistente viento, ayuda al avance del navío. En el castillete central, recostada indolentemente sobre varios cojines, Berenice se adormila somnolienta mientras aguarda tiempos mejores como viene haciendo desde hace casi un año.

  

2

 

La nave, impulsada por los remeros y la corriente, lucha contra el viento contrario que sopla desde el mar y lentamente guiña en el estuario del Orontes para colocarse paralelo a la costa. Los remeros bogan con fuerza para salirse del postrero empuje del río y poner rumbo a la recogida caleta que ya se encuentra a escasa distancia y que a la difusa luz del amanecer no es sino un punto escondido en el rocoso litoral

En el castillete Berenice duerme rodeada de damas y esclavas. Detrás de la nave guardando una respetuosa distancia de protección, un barco de guerra de gran tamaño permanece atento a las maniobras que realiza la embarcación de recreo de la reina

Cuando la nave clava su roda en la arena y se detiene, el sol hace rato que brilla e ilumina un nuevo día, Berenice despertada momentos antes, desciende a la playa por una plancha que se apoya en la borda y penetra en el agua.

 --Vanos Zala, quiero empezar la jornada con un baño que nos refresque mientras preparan la comida.

 Detrás de ellas bajan esclavas y soldados que, conscientes de su labor, ocupan los lugares que ya conocen de anteriores ocasiones colocarse en un escaqueo protector.

 Varias tiendas, simples cobertizos de telas sujetas por palos clavados en la arena se montan con rapidez. En un extremo de la breve herradura de playa, un grupo de sirvientes instala la cocina y pronto el humo se eleva hacia el cielo.

 En el exterior de la pequeña bahía el barco de guerra lanza el ancla y permanece en actitud protectora. Mientras, de sus costados descienden varias pequeñas lanchas con soldados y vituallas. La reina y varias damas se bañan durante un largo rato en las frescas aguas. Al cabo, cansadas, regresen a la gran tienda que les sirve de vivienda. En ella, sobre una liviana mesa, humean todavía los volátiles recién asados entre higos cubiertos de miel y nueces de Rodas.

 Es un día feliz para todos. La brisa del mar, aunque templada, mantiene una temperatura muy inferior a la que tendrían que soportar en la corte de Antioquia y la jornada transcurre entre baños, reposo, juegos, paseos y conversaciones a lo largo de la playa.

 Al atardecer, cuando el sol se retira hundiéndose en el mar por Poniente, Berenice acompañada por su inseparable Zala, se encamina hacia el grupo de rocas que hay, no demasiado lejos del borde del mar, haciendo un saliente en el acantilado. Es un punto alto al que se llega por una tortuosa e inclinada vereda que conduce, tras muchas vueltas y revueltas, a una roca en la que los cinceles de los artesanos han terminado lo que la naturaleza dejara sin completar: un asiento largo en el que gusta sentarse la reina para contemplar la puesta del sol y observar como la luna se asoma, tímidamente, y se refleja, arrugada, en el mar.

 --Ya llegamos --informa sin necesidad Zala, rompiendo así el silencio que han mantenido las dos mientras subían.

 --¿Qué te pasa, Berenice? Estás cada día más triste y apenada.

 La reina, que apenas cuenta dieciocho años, el último de ellos desposada pero sin marido, inicia una amarga sonrisa, se detiene y responde:

 --Debías imaginarlo. Mi hermano, cuando aún era una niña, me hizo venir de Cirene a Alejandría para prepararme para mi futura boda. Allí esperé durante dos años recluida en su harén a que me encontrara el esposo adecuado. Cuando me destinó a un príncipe griego, me sentí satisfecha de saber que al fin podría salir de allí y no sentirme sola y prisionera. Mi corazón latía acelerado cada vez que pensaba en aquél Apolo que pronto sería mi esposo. Pero la guerra, esa pérfida amante que tienen todos los hombres, me lo arrebató y pronto supe que había muerto.

 --¿Es eso lo que te preocupa? ¿Es el recuerdo de Ilú, tu prometido muerto en Tracia?

 --No, a Ilú lo olvidé enseguida. Solamente lo conocí por su busto tallado en piedra. Después esperé otro año más a que mi hermano, el gran rey de Egipto III, me comprometiera con otro príncipe que le fuera útil a sus fines políticos. Arístono, mi siguiente prometido, murió igualmente en la guerra antes de que llegara siquiera a conocerlo.

 --Entonces, ¿qué es lo que te preocupa? --pregunta Zala.

--Ahora, cuando mi boda se ha celebrado, cuando he compartido el lecho con Antíoco por unos días y mi cuerpo se ha llenado de él y le deseo cada noche con más y más fuerza, la guerra de nuevo lo aleja de mí y hace un año que sólo sé de él por sus tan ardorosas como escasas cartas.

 --Es una guerra necesaria y tú ya sabías que sería así. Vuestro enlace era precisamente la forma en que tu esposo colaborara con Egipto en la lucha. Tú ya sabías que se tendría que marchar.

 --Sí, no puedo alegar desconocimiento. Pero una cosa es saber y otra muy distinta aceptarlo en lo más profundo de tu corazón. Ahora esa distancia se ha convertido en algo que noto en mi propio cuerpo. Su abandono se hace cada vez más difícil de soportar. En la soledad del lecho, cuando mis manos le buscan trémulas, cuando mis labios ardientes desean refrescarse en los suyos, cuando necesito sus brazos en mi cintura y ardo por notar su cuerpo penetrando en el mío... ¿Qué encuentro? Es por eso que estoy triste, no puedo aceptar que esté lejos. Lo quiero a mi lado, siempre conmigo.

 --Todo llegará pronto; la guerra está, según las noticias que tenemos, próxima a finalizar.

 --¿Próxima...? ¿Qué se encierra en esa palabra tan ambigua?

 --Pueden ser unos meses, unos días quizás --añade piadosa Zala.

 --¡O uno o dos años! ¿Quién puede saberlo? O tal vez no vuelva nunca y me quede sin esposo sin haber conocido la plenitud del amor.

 --Yo podría...--insinúa dubitativa Zala--, yo podría hacer llegar hasta tu lecho...

--¡No! ¡No me entiendes! --grita ofendida Berenice--. No es esa clase de amor el que deseo. Para eso no necesito tu ayuda; me bastaría un gesto, una orden, aceptar cualquiera de las insinuaciones que veo y adivino cada día, y tendría de inmediato todos los hombres que quisiera en mi lecho. ¡No! Es a él al que deseo con todas mis fuerzas, pero... ¿Cuándo vendrá?

 --Pronto, pronto regresará y nada os separará de nuevo.

 Berenice hace un gesto lleno de amargura y reanuda la subida hasta la roca que ya se puede contemplar. Durante un largo rato se sienta en ella y observa en silencio como el mar hacia poniente, teñido de púrpura por un enorme sol que desaparece en lontananza, vira a violeta y después, lentamente, azulea y se obscurece hasta quedar todo sumergido en la negrura del ocaso.

 Su mente, inmersa en tristes pensamientos, alejada de allí hacia tierras babilónicas, busca entre sus recuerdos una figura que el tiempo y la separación han desdibujado. Antíoco, revestido por su armadura tal como le viera partir, es más una mancha metálica, sin rasgos, deshumanizada, que el hombre verdadero que ella trata desesperadamente de revivir en sus sueños. Berenice, trata de recordar su rostro, y buscando sentir unas caricias ya añejas, queda dormida e inicia uno más de sus horribles sueños:

 "...el carro de guerra corre veloz por la llanura. Los corceles, dos onagros oscuros y potentes, galopan obedeciendo el látigo que les acucia. Dentro de la caja, detrás del conductor que maneja las riendas, puede ver con claridad a su esposo. El vehículo marcha a la cabeza de la formación del ejército que se abre amenazador en un extenso frente. Desde dirección contraria se aprecia la gran mancha multicolor de soldados y carros enemigos que avanzan dispuestos para luchar.

Antíoco hace una señal con el brazo y una nube de flechas surge a su espalda, vuela en una larga parábola y se abate sobre los que se preparan para detener la carga. Los escudos, dirigidos en la dirección de la que desciende una granizada de varillas emplumadas, las detienen y las hace rebotar logrando que éstas causen un mínimo de desconcierto. Pero para entonces una segunda descarga ya se encuentra a mitad de camino y una tercera nube de flechas se está tensando en los arcos.

 Mientras, la gran formación de carros y caballería continua avanzando contra un ejército que no logra cerrar sus líneas por estar más atento a las constantes lluvias de flechas que a formar una muralla defensiva que detenga la ingente formación que se les echa encima.

Berenice ve con claridad, en su sueño, como las distancias entre ambos grupos disminuyen y en qué forma, intrépidamente, el carro de su esposo es el primero en entrar en contacto con las tropas sumerias. Una larga lanza, surgida entre un compacto grupo de hombres, se alza sujeta por varios y es apoyada en el suelo. Puede ver con toda claridad y detalle como la metálica punta queda en dirección al carro del rey, atraviesa al conductor y al salir por la espalda de éste, penetra en el pecho de Antíoco y saca a ambos, enhebrados hacia arriba y fuera del vehículo...

  Y Berenice grita en su sueño...

 ...el alarido de la reina se escucha en toda la playa. Los soldados que la escoltan y que se encuentran disimulados a escasa distancia, surgen de sus escondites y el chirriar de las espadas al ser desenvainadas rompe por segunda vez el silencio de la noche.

 Zala, que ha estado vigilando el sueño de la muchacha, interviene de inmediato.

 --¡Quietos! Ha sido una pesadilla de la reina. ¡Retiraos!

 Los soldados desaparecen con la misma rapidez con la que se han hecho presentes.

 --¿Qué te ha ocurrido? --pregunta llena de inquietud al tiempo que la acaricia tratando de tranquilizarla.

 Pero Berenice tiembla y se estremece llena de temor. Pasados los primeros instantes y cuando ha logrado despertarse por completo, la reina trata de hablar entre balbuceos y sollozos.

 --Otra vez..., otra vez..., ese maldito sueño en el que veo morir a mi esposo...

 --Tranquilízate, es sólo un sueño y éstos no son nunca una realidad. Los vaticinios son buenos; los augures han dicho con seguridad que regresará victorioso. Se hacen a diario sacrificios para que vuelvan vivos y vencedores. Nada podrá ocurrirles.

 Pero la reina no escucha: sólo llora entrecortadamente llena de zozobra. De repente queda callada, seca las lágrimas y en su rostro aparece una expresión diferente, plena de decisión.

 --Regresamos --dice con aplomo-- Saldremos mañana al amanecer en dirección a Antioquia. Tengo que ir al Templo de Afrodita. Sé lo que tengo que hacer para que mi esposo regrese.

 Zala no responde. Lanza una orden con voz potente y momentos después varias antorchas iluminan el camino de bajada hacia la playa.

 3

 El templo de Afrodita se alza lejos de la ciudad, en la margen opuesta del río, en medio de un bosque de densos cedros y rodeado de altas montañas. Es un lugar temido e ignorado por todos. Terribles historias y numerosas desapariciones se le achacan. Para llegar hasta él es necesario recabar el permiso del oráculo que mantiene cerrado con su magia el único paso accesible: un desfiladero de altas paredes, a cuyo otro lado se encuentra la vieja reliquia del paso, siglos atrás, de los griegos que lo erigieron.

 Cuando el reducido grupo que acompaña la reina se acerca al punto en el que se inicia el estrechamiento y que está claramente marcado por los restos de animales y hombres que yacen desparramados por el suelo y blanqueados por el sol, Berenice ordena que nadie la acompañe. Zala protesta, pero la reina hace días que ha cambiado de conducta e impone su voluntad.

 Envuelta en un largo manto blanco que la cubre de pies a cabeza, avanza entre las rocas y penetra en el cañón. Dos farallones de piedra se alzan amenazadores a ambos lados. Berenice, llena de seguridad en sí misma, consciente que cumple con algo que se encuentra por encima de su voluntad y que le han ordenado los dioses avanza sin titubeos.

 Durante varios días, en Antioquia, ha escuchado todas las leyendas y rumores que se conocen sobre el lugar. Las historias que se cuentan sobre el cancerbero se han ido deformando a lo largo del tiempo y en su opinión nada de cierto queda en ellas. Pero la reina ha sabido leer entre líneas, adivinar lo que no se dice y espera estar en lo cierto cuando llegue el momento de enfrentarse con él.

 Cuando el monstruoso ser se hace presente de forma súbita y estremecedora, ella lo está esperando y no se asusta. Impávida, le saluda.

 --Al fin te encuentro, guardián. Hace días que deseaba verte.

 El custodio y cancerbero, una enorme águila con cabeza de serpiente, cesa en su avance y queda mirándola de hito en hito y la interroga.

 --Lo sabía, pero dime: ¿no te asustas de mí?

 --¿Puede una reina temblar ante algo que sólo es una quimera? Vuelve a tu apariencia. Yo sé que no eres lo que parece.

 --¿Y qué soy entonces?

 --Eres un inmortal que impide el paso a aquellos que van al templo por curiosidad.

 --Y tú, ¿a qué vas?

 --Debo hacer una promesa a Afrodita.

 --¿Qué interés te guía en ese voto?

 --¡El amor!

 --¿Amor...? ¡Amor… ja, ja, ja! --Interroga sorprendido al tiempo que se ríe con sonoras y placenteras carcajadas.

 --.El humano nunca siente amor. Utiliza esa palabra para encubrir sus deseos carnales, u otras pasiones o distintos sentimiento aún menos nobles. Pero... ¿Amor? El amor murió hace mucho tiempo.

 --No es verdad. Si acaso murió, ha renacido en mí con tal fuerza que estoy henchida de él.

 --¿Debo creerte y dejarte pasar? Mas no, no es posible; he de someterte a una prueba que no ofrezca dudas.

 --Nada me echará atrás de lo que es mi destino.

 --Tú serás quien lo resuelva con la seguridad de tus convicciones.

 El cancerbero hace un gesto y el suelo se abre delante de Berenice. Los dos labios de la ingente brecha se separan en medio de temblores, aludes de tierra y horrísono ruido. La muchacha se siente aterrorizada ante la descomunal fuerza de la naturaleza y retrocede un paso para separarse del borde por el que sobresalen las punteras de sus sandalias.

 --¿Tienes miedo? ¿No estás segura de tu amor?

 --¡No tengo miedo! --Responde sobreponiéndose al terror que la invade.

 --Entonces pasa al otro lado. Afrodita te espera si tu amor es verdadero.

 Berenice mira la profunda sima que se abre ante ella. Contempla desolada las masas incandescentes que se arremolinan, giran y humean, muy profundas, bajo sus pies. Hasta ella llega el calor y los olores que proceden del fondo del abismo. El miedo, un temor físico que la paraliza, la invade impidiéndola pensar. Por la expresión de sorna que adivina en la serpiente alada, se obliga a controlar sus impulsos y detener la loca carrera que instintivamente va a emprender. Haciendo un esfuerzo, pregunta:

 --¿Cómo puedo pasar?

 --Si estás llena de amor como dices, ese sentimiento tenderá un puente que te permitirá cruzar. Pero si el amor flaquea, si es falso como supongo, el suelo se hará deleznable y te hundirás en las profundidades.

 Berenice piensa en Antíoco; lo recuerda a su lado lleno de cariño y atenciones, lo vuelve a ver en el momento en el que la lanza le penetra por el pecho y grita, y su corazón se agita de dolor y avanza hacia el vacío que se abre ante ella. Con pasos seguros, recordando a su esposo, repleta de él, camina sobre el abismo con pasos firmes hasta alcanzar el otro lado.

 Cuando se vuelve el guardián ha desaparecido. El abismo se ha cerrado y delante de ella, a escasa distancia, entre naranjos y flores, contempla las columnas de un templo tan bello como nunca ha visto ni soñado.

 Llena de alegría, convencida de que Afrodita comprenderá y les será fácil el hablar de mujer a mujer, Berenice se adelanta y penetra entre las esculpidas columnas.

 4

 

El final de la guerra, victoriosa para Antíoco y provechosa para la alianza, sorprende a todos menos a Berenice.

 Desde su vuelta del templo ha cambiado notablemente y su conducta, tan diferente de la anterior, ha sido bien recibida por todos excepto por Zala que no ha logrado saber nada de lo ocurrido en ese fragmento de tiempo durante el cual ambas se han separado un poco. Pero Berenice se muestra reticente sobre el tema y no responde a sus preguntas. Sin embargo, cada día, inútilmente, Zala trata de sonsacarla y, en cada ocasión, sólo obtiene unas palabras sonrientes que todavía la vuelven más curiosa y desconcertada.

 --Dime, Berenice, ¿qué ocurrió allí?

 --Otra vez, Zala. ¿Es que todos los días me has de preguntar lo mismo?

 --Me muero de curiosidad por saberlo.

 --No puedo decírtelo, pero lo sabrás llegado el momento. Ya faltan pocos días para que nuestros esposos regresen y entonces tendrás esa respuesta que tanto ansías.

 Y, como en cada ocasión, Zala queda pensativa tratando de adivinar el secreto que hace afirmar a su reina y amiga un pronto y feliz regreso de los hombres que marcharon a la guerra.

 La llegada de Antíoco y su ejército es un glorioso e inesperado suceso. Miles de prisioneros encadenados les preceden. Cientos de carros cargados con el botín desfilan durante un largo rato ante la terraza en la que, Berenice y sus damas, esperan la llegada de sus esposos.

 Cuando el rey aparece rodeado de sus oficiales, la reina no puede por menos que salir a su encuentro, subir al carro triunfal y caer en sus brazos. Radiante en su ropaje recién terminado de confeccionar; con la cabellera suelta en forma de cascada que cubre la espalda y los costados, Berenice se ofrece dichosa a las caricias de su esposo. Antíoco hunde sus manos entre el pelo que tanto le atrae y besa los labios ansiosos que se le ofrecen.

 Entonces, un rayo desciende del cielo y golpea con el fragoroso trueno y el estallido de luz que lo acompaña a cada uno de los presentes. Al lado del carro del rey un hombre de estatura prodigiosa, luenga barba, alta y despejada frente, envuelto en un brillante manto, se materializa y les tranquiliza con la expresión de su bondadosa faz. Cada una de las personas que ocupan la plaza sabe quién es sin necesidad de palabras, tal es la dignidad y el poder que se desprende de él, al igual que el buen olor siempre surge del perfume. Todo queda detenido, y el lugar, hasta entonces lleno de vítores y ruido, se sumerge en el más absoluto silencio.

 Berenice se desprende del abrazo, se vuelve hacia Júpiter e inquiere con voz trémula, cariñosa y sumisa.

 --¿La quieres ya?

 --Ese fue vuestro acuerdo. Dámela para que la ponga donde por todos los tiempos pueda ser vista. Así tu nombre se hará inmortal en el pensamiento y en el recuerdo de los humanos.

 --Vuestra es.

 Júpiter extiende el brazo; la cabellera de la reina se desprende y colma la mano del dios cual gavilla de mies recién cortada. La figura se lanza hacia lo alto cabalgando en un refulgente rayo que se introduce entre las nubes haciéndolas desaparecer. A pesar de ser mediodía; incluso por el radiante Sol que ha surgido al quedar el cielo limpio, millones de estrellas se hacen presentes cubriendo el firmamento que se muestra de un azul oscuro como si fuera la noche.

 Todos le ven subir hasta alcanzar regiones boreales y sembrar un sector vacío del espacio con el manojo de dorados cabellos que lleva en la mano.

Entre Boyero, Virgen, León y los Perros de Caza, surge una nueva constelación, un incomparable cúmulo de luz y que brilla dorado como millones de soles de sin par belleza.

 --¡Mirad! --dice Antíoco señalando algo que todos ven con claridad-- ¡Mira! --dice en voz más baja a su esposa--. Allí está tu cabellera, Berenice.

  

5

 

Y desde entonces, una extensa zona de cielo brilla con luz dorada y recibe el nombre de "Cabellera de Berenice" en honor de una reina que:

 

                      De amores loca

                       perdió el cabello

                       y ahora nos toca

                       mirar al cielo.

                       Así se dice

                       mi Berenice

                       y a ti te digo

                       baila conmigo.

 

 

                           Canción popular Armenia.

 

 

F I N

 

 

             Marbella. - Julio. -2017.

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