(Jacobo Borges / Venezuela)

                                                                     

       LA DURA SONRISA DE LA LUZ
A Augusto Germán Oríhuela


«En los espejos ruedan globos de fuego; anillos de humo
los circundan, y giran, velando y descubriendo la dura
sonrisa de la luz»
(Jean-Paul Sartre; La Náusea)


No puedes escuchar el bullicio del salón donde destaca la tertulia en la mesa del fondo, ocupada por cinco mujeres que han venido desde su lugar de trabajo a palpitar con la vida del restaurante español, los chorizos, el Jerez y el colorido que casi suena a grito en este lugar de alborozo. Están solas y parece que se acompañan con las butacas y los adornos de fiesta, tanta es la alegría que aparenta la conversación. Puedes verlas desde tu traje negro invisible, sobre todo a la más hermosa, pero no escuchar la risa explosiva que despierta en las demás reacciones de solidaria picardía; y a la que está a su lado, más calmada en los gestos pero con la misma disposición para la danza de los aromas en el fogón.
En todas hay una solidaridad apretada, un tácito acuerdo de felicidad, Juntas en torno a una emoción que apenas es vislumbre. Nada sabes de su vida, y cuando la puerta les abrió paso hacia la mesa del fondo, tuviste una percepción que hizo nacer duda y luego atracción por el significado de esas existencias solitarias en un salón de tanta alegría.
Ha entrado un hombre que parece dirigirse a la mesa; casi llega a ella pero de pronto vira hacia el lado opuesto y se sienta en otra, frente a la que ocupan las mujeres. Ha pedido una copa de jerez y prueba un sorbo después de saludarlas con un gesto de brindis. Crees observar una respuesta de la más hermosa de ellas, e intuyes que no es para el recién llegado sino para ti el de traje negro que todo lo observa. Los mesoneros están atentos al pedido que harán las cinco mujeres, y también prestan oído al balbuceo que le dices a uno, Llevar un mensaje de hermosura desde tu traje negro invisible es frecuente en estos lugares; ayuda al beneficio del negocio y puede alegrar el ambiente.
El hombre se ha aproximado a la mesa del fondo; tiene una cierta disposición al encuentro con la más hermosa del grupo y pronto es aceptado entre ellas. Se siente mayor el bullicio en el rincón que ocupan, y cruzan las frases y las risas mientras ves desde tu puesto inmóvil que la elegida extiende la mano sobre la mesa y el hombre la toma como al descuido, sin ser rechazado. Quizá te domine la envidia de no estar cerca de la dama. No te das cuenta de que desde tu situación eres dueño de la escena y tienes la libertad de cerrar los ojos y hacer que ella los cierre y que el hombre se retire derrotado. No quieres saberlo.
Ahora miras tenderse en torno a la pareja un vaho de distanciamiento, como una niebla en tanta luz que encandila a las demás mujeres de la mesa del fondo, para que no vean que allí mismo se inicia un encuentro que todavía no puedes describir.
Los cuadros de la pared detrás de la mesa de las mujeres son borrosos; no puede verse qué representan: quizá una corrida de toros, o una bailarina flamenca. Eso no te importa porque sólo miras a la pareja que se ha distanciado del grupo para amarse en la promesa de lo que dicen sin palabras, con ojos tan curiosos como los tuyos. En las demás mujeres también hallas motivos de atención. La mirada que fijas con lentitud en cada rostro descubre alguna huella de tristeza o desilusión, y en el color que has dado a la imagen están la esperanza y la nostalgia. Todas quieren hablar de si mismas, o esperan escuchar comentarios acerca de las impresiones que ha dejado una experiencia de ayer o la expectativa de mañana. A todas darás turno para observarlas con interés y comprensión, no con la dureza que estás delatando; y cuando las bujías de la sala vayan mermando el bullicio para dar lugar a un nuevo escenario, serán otros colores los que pinten los rostros de las cinco mujeres. Comenzará la danza y el visitante irá a la pista de baile llevando de la mano a la más hermosa de la mesa, frente al asedio de tu mirada implacable.
De pronto el salón se ilumina de fogonazos. Sonríen los hombres y se azoran las mujeres, y en la mesa del fondo quedan las compañeras en espera ellas también del calor de una danza estrecha, observando a la más hermosa desvanecida en las sombras de un rincón; y tú, desde la inmovilidad de tu asiento, invisible a la pasión o la curiosidad, sigues atento el paso de la danza, el anhelo de la respiración de la pareja cada vez más enredada en gestos sin sosiego.
Gira la escena y tus ojos observan otros rincones: una voz sin eco teje la historia que sólo tú puedes narrar desde cualquier lugar, a tu antojo; desde la barra salta una luz y se ilumina por un instante la sala: es un puñal o el reto de la madrugada en el umbrío local prestado a los goces de cinco, diez, mil pasiones guardadas en una sola presencia invisible desde un traje negro e inmóvil, el disfraz que has puesto al capricho de saberlo todo, diseñar la alegría, los celos, el arrojo, para que los labios de la mujer se abran en un beso o un grito, y en un instante todos estén a disposición de tu voluntad. Más tarde se verán como tú has querido.
Así ha sido siempre, en parques y salones: tu capricho domina la escena y ordena una sonrisa y una seducción, o mueve el ánimo de estos actores sin papel para que hagan un personaje que de otra manera quedaría en sombras. Por eso ahora has puesto en acción un reproche y la mujer te mira desde la danza y el abrazo y no es motivo de celos esa mirada que te brinda por encima del hombro de quien no percibe tu curiosa indagación y la aprieta en cada vuelta. A él podrás decirle que no tenga cuidado, que no invadirás su dominio amoroso, que se entregue sin reservas a la pasión que apenas ahora comienzas a descubrir. Y tu observación se hace más atenta cuando reluce el rictus de odio y repulsa en el gesto de la mujer, mientras su compañero explica algo que puede ser una excusa, la justificación de una falta. Se agrandan los ojos de ella, más nítidos para tu observación sagaz, recortados bajo el velo de un cabello obscuro que se ilumina por trazos de lumbre. A cada instante tu percepción es más aguda y la imagen se fragmenta para darte la ilusión de un cuadro cubista en el que la mano se aproxima al cuerpo y los labios ensanchan un llamado de auxilio. Pero nada puedes hacer desde la inmovilidad del traje negro que te ciñe, no porque no lo desees sino porque el destino te ha impuesto la clave de la más firme impasibilidad, y ni siquiera los celos te mueven a prestar el socorro que ella te pide, ante el peligro que sólo tú ves.
El resto del escenario permanece indiferente: los mesoneros hacen su tarea de un lado a otro del local obscurecido y a ratos iluminado por fogonazos; los demás parecen ocupados en secretos que la luz está a punto de develar; pero a ti sólo te inquieta la pareja que salió de la mesa del fondo. A cada destello que irrumpe se acentúa la sorpresa de la mujer y puedes ver la nuca de su compañero, cabeza ladeada en acto de disimulo, violencia en el abrazo que aprisiona, proximidad de los rostros plenos de excitación. Y todo el resto de la sala de baile disminuido en puntos fijos de la estancia, miradas bobaliconas que te observan y nada dicen de la urgencia que delatas y deseas se haga visible en la totalidad del salón. La luz fragmentaria abre surcos en la niebla y puede permitir que todos vean lo que tú señalas con tanto ahínco; pero es tan breve la aparición que la hace casi inexistente. Y todo está igual para el resto, mientras que para ti es el pulso de la angustia, el movimiento de las pasiones estampadas en papel quemado y disperso al viento, temblor de sepia en un espacio cegado.
La luz insiste en abordar la sombra donde la pareja ha hecho refugio. Es breve el estallido pero permite que veas estupor en el rostro de la mujer. Los ojos están desencajados y la boca semeja el grito de desesperación y miedo. Sus cabellos, antes bien arreglados, están en desorden, y sobre ellos, entre ellos, se entrelazan los dedos que sujetan la cabeza con fuerza, hacia atrás. La luz encandiló la sorpresa y es ahora otro puñal encendido en la escena que concluyó en el golpe y el grito.
Luego el movimiento de la muchedumbre toma presencia: se han movido sillas y se levantan todos en carrera hasta el rincón donde una cabeza de mujer derrama sus cabellos y el cuerpo es un ángulo quebrado que cae despacio sobre una mesa para rodar hasta el suelo y quedar inerte, inerte en el papel.
El acontecimiento te tomó desprevenido. Adornas siempre tus acciones con indiferencia y nada conmueve la decisión, que no quebrantas, de observar con fijeza de ciego, con obsesiva penetración de vida, la pasión o la alegría de un hombre, el salto de un niño sobre la cuerda, el llanto de un duelo, la ceremonia de la muerte. Todo es indiferente para ti, y no pudiste evitar la tragedia que ha afligido a cuatro mujeres y ha roto la vida del hombre que inició la danza final.
Ahora sólo quedas tú en el salón vacio de curiosos y policías. Queda tu armazón de hierro y tela, la inmovilidad de la caja negra vestida de traje invisible, sobre un viejo trípode: una simple cámara fotográfica que deja en el suelo dispersas manchas de un papel satinado con arrugas y tiempo, donde queda grabada para el olvido la cita sangrienta que sólo tú pudiste ver.

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Comentario por MARGARIDA MARIA MADRUGA el enero 27, 2020 a las 8:37pm

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