Para Ana María Velázquez, indagadora de mitologías

 

Los recuerdos están intactos, el tiempo no ha podido tocarlos, son inmunes, son inmortales. Se desplazan por cualquier parte cuando quieren, a veces se ocultan y no escuchan ningún llamado. Es tan difícil hablar de los recuerdos, a pesar de verlos nítidos en la película de mi memoria, cuando intento describirlos, esa selva de rostros y sucesos se vuelve brumosa y desaparece en mis palabras, se van deshaciendo con cada frase que pronuncio o escribo. Quizá por eso me he negado durante tanto tiempo a contar la historia de Sandra, porque escribir, contar historias que ya están muertas, es un trabajo muy arduo. Los recuerdos van desahuciando la esperanza, en mi caso, a lo mejor soy muy cruel conmigo mismo, qué importa. Esta vida es una trama que se desenvuelve como le da la gana, tiene sus misterios y sus mañas, y los recuerdos son parte de ella.

Hace bastante tiempo que la inquietud me acosa, me persigue, se ha vuelto mi sombra y me obliga a caminar de un lugar a otro, no puedo concentrarme en lo que hago, y siempre me lleva hasta la misma encrucijada: contar la historia de Sandra ¿o será mi propia historia? No sé, pero en todo caso es la que prevalece y evita que me concentre en otras, evita que lea alguna clave en este chorizo que se llama mundo. Sin embargo, en medio de esta confusión angustiosa, puedo adivinar la realidad de mis días y mis noches sin nombre, puedo leer en sus líneas cenizosas y avaras. Yo no sé por qué escribo esto, tal vez ni siquiera debería hacerlo, al pasado hay que dejarlo descansar en paz. Pero la necesidad, la urgencia de contar un tramo de la vida de Sandra, ese último tramo que me atormenta, me obliga a ello. ¿Qué puedo contar? Sólo fragmentos, los que atajé en una tarde de sacrificio, una tarde que se niega a marcharse y me acosa con su danza eterna en la calle, en la oficina, en cada segundo de mi vida. Una tarde que me convirtió en una sombra cansada de vagar, que se recuesta en los postes, o en alguna pared. He dormido durante años aterrado y lleno de hastío.

La conocí en el centro comercial Hito, ella estaba comprando una pizza, yo tomaba un refresco, medio distraído, mirando la llovizna pertinaz que caía sobre las calles de Los Teques. Al verla, supe que era la virgen que estaba buscando. No fue difícil conquistarla, ni penetrar en una familia que rápidamente me aceptó como novio oficial de su hija. El matrimonio se celebró pocos meses después ¿para qué esperar tanto? No, yo no podía esperar, es decir, nosotros los hijos de Kernnunos no podíamos esperar, porque el dios estaba hambriento. La noche de la fiesta, Sandra lanzó su ramillete de novia, las chicas aplaudieron y gritaron alborozadas, yo la tomé en brazos y la llevé hasta el auto. Partimos raudos hacia el aeropuerto, en pocas horas estábamos viajando con destino a Portugal. Lo más difícil fue mantenerla virgen una vez casados, le dije que deseaba una noche de bodas inolvidable y por eso quería llevarla a un lugar muy especial para que su entrega estuviera rodeada por la magia. Ella creyó en mi romanticismo y hasta hizo algunas bromas, quizá para espantar sus deseos, o algún recelo inconsciente que le hacía señales desde lejos, pero ese argumento me funcionó hasta el final, siempre me funcionó hasta el final con todas las anteriores.

Necesito vomitar mis recuerdos, o lo que queda de ellos, y la hoja en blanco es el mejor precipicio para abandonar en su blancura de olvido esta memoria mutilada por el tiempo y el pavor de las pesadillas. En mis años como cazador de vírgenes, nunca había sentido miedo, ni culpa, nunca dudé de mi misión en la vida, pero con Sandra ocurrió algo extraordinario, algo que no pude sacarme jamás de la cabeza: su sonrisa final y su puño apretando una castaña asada. Esa sonrisa se convirtió en un triunfo, en una victoria sobre mí, ¡y esa castaña en su mano! ¿Qué quería decir? Aún en la piedra sacrificial, mantuvo la castaña apretada en su mano, y creí que con ese gesto se aferraba a la vida. Desde aquella tarde mi existencia se ha convertido en una garita donde encierro mis días, una garita que me permite ser testigo solitario de la miseria y la locura que imprime con tesón sus trazas en esta ciudad de mendigos y malandros, de dioses y de putas que fornican para atormentarme con sus gritos. La salvación de mi alma, o lo que sea, no está en viejos pergaminos escritos por sabios. Mi salvación, si es que existe alguna, está en la potencia de mis propios actos, en mi locura, en mis dedos torcidos, en mi cabeza llena de recuerdos…

Todo se ha confabulado para que escriba estas líneas dislocadas, quizá sin sentido. Desde hacía unas semanas el fastidio por casi todo lo que me rodea, comenzó a crecer como un monstruo. Las noticias (que en este país se suceden a cada segundo), o bien me rebasan, o me fastidian cuando se ponen machaconamente insulsas, o cuando pasan del efectismo a la estupidez absoluta. En las redes sociales no he dado pie con bola, tal vez por mi propia culpa. La catajarra de escritos no permiten que alguien pueda pensar, hay que responder rápido, decir cualquier disparate, marcar “me gusta”, hacer comentarios ridículos. En un mes tratando de familiarizarme con esa cosa llamada web 2.0, ¿suena horrible verdad?, he leído la mayor cantidad de estupideces desde que aprendí a leer. Uno de esos engendros que se llaman literatos, me atacó porque no compartí su incoherente chiste sobre los “escritores verdaderos”, ¡vaya a saber qué quiso decir! Una mujer se enfureció conmigo porque no respondí a sus ataques amorosos, y dos muchachas dejaron de responderme el saludo, porque me consideraron demasiado viejo para tener el privilegio de su amistad, y conste que sólo deseaba amistad, porque ninguna de ellas era mi tipo. Entonces hice mutis, zape gato, ese espacio puede ser tan agresivo como cualquier calle de esta ciudad.

Busqué refugio en un libro y resultó ser un bodrio inmamable que cuenta la historia de un escritor, quien sale a buscar a Cristo y se pasa todo el viaje fumando marihuana y hachís, se va a un lupanar hindú para aprender a desarrollar su parte femenina, después que lo sodomizan hasta por las orejas, regresa a escribir. ¡Qué bazofia! Ese estado de decepción comenzaba a indigestarme, estaba a punto del suicidio metafísico, entonces, para distraerme un poco, comencé a limpiar la biblioteca y, entre un montón de libros viejos encontré uno de mitología que me regaló Roque Mijares hace años, y ¡oh sorpresa!, al abrirlo cayeron al suelo unas fotografías de Sandra. Me quedé congelado del horror, mis pesadillas volvían ahora en esas fotos, creía que las había quemado todas, pero no, ahí estaban aquellas que le tomé el día en que arribamos a Lisboa, unas horas antes de partir hacia el norte. Pensé romperlas, volverlas añicos y echarlas por la poceta, pero no tuve valor para hacerlo. Quedé pasmado, viendo su rostro, su sonrisa retozona, sus ojos como almendras, seguí observando cada línea de sus rasgos, su pequeña nariz respingona, su delicada barbilla y de repente, un calorcillo reconfortante desplegó sus alas dentro de mí. Vi su sonrisa espléndida, esa sonrisa viva que me dirigía desde otro mundo y otro tiempo ya tan lejano. Miré las imágenes y sentí que acababa de tomar esas fotografías, sentí que podía acariciar su rostro, y escuché su llamado, de inmediato supe qué debía hacer.

Me dejé arrastrar por esos recuerdos y reviví aquel último día. Al despuntar el alba llegamos a mi aldea, desde que partimos del aeropuerto tuve la sensación de ir desplazándome hacia arriba, un débil aletear zumbaba en mis orejas, pero eso es normal cuando se viaja al norte. El sur se alejaba, se hundía a mis espaldas, qué lejos quedaba el sur allá abajo… Finalmente cruzamos la entrada de la aldea, vimos sus casas de piedra y un sol tristón y macilento resbalando por sus rugosas paredes arcaicas. Sin embargo, a pesar de ese ambiente invernal y solitario, casi muerto, dentro de las casas la vida bullía con los preparativos para la fiesta de la castaña. La gran familia nos recibió, el propio sacerdote de Kernnunos, su esposa y sus hijos, nos saludaron como hijos, Sandra creía que ellos eran mis padres y mis hermanos. Qué lejos estaba de imaginar la fiesta para la cual iba a ser preparada. Mi supuesta madre se encargó de ataviarla como corresponde a una virgen para el dios astado, consorte de la Gran madre y dios de la naturaleza. A media mañana salimos a celebrar la fiesta, compartimos con amigos y vecinos, participamos en el Magusto, y ella saltaba de alegría. Tomamos sorbitos de jiropigo, y me di cuenta de que ya estaba entrando en calor, quienes profesaban nuestra fe, nos siguieron por el camino disimulado que poco a poco se iba alejando de la carretera principal y de la aldea. Sandra estaba maravillada por la belleza del paisaje, por sus riachuelos, por las colinas, por la amabilidad de su gente, por todo lo que veía a su alrededor. Desde lejos escuchamos el rumorear de las aguas deslizándose en su marcha eterna, la hermosa virgen se sorprendió cuando desembocamos en el claro del bosque y apareció ante nosotros la exuberante belleza del río con su turbulencia cristalina. Allí mismo comenzamos el rito, ella no sospechó que aquel ritual no tenía nada que ver con la fiesta de la castaña, ni con el Verano de san Martín como le hizo creer mi supuesto padre, y tomó la copa que puse en sus manos.

Después, después, qué difícil es hablar de ese después… porque el recuerdo se convierte en una daga, en un clavo ardiente que me atraviesa la memoria, se hunde en alguna parte de mi ser y me ahoga de espanto. Fui yo mismo quien la condujo hasta el ara, «este es nuestro lecho nupcial, mi amor, es el lecho más especial del mundo», le dije, y vi sus ojos de animalito asustado, pero ella no podía responder porque el brebaje había paralizado sus músculos y su voz. Hasta ese momento yo creía en lo que estaba haciendo, pero la mirada de ella me arrancó de un tirón el velo que había envuelto a mi razón desde que era un niño, un novicio deslumbrado por el resplandor que oculta al misterio. Mis vísceras temblaron y encubrí mi desconcierto con la máscara neutra del oficiante, entonces emprendí un batalla conmigo mismo, pero fue en vano, cuando la daga atravesó su pecho no pude más y eché a correr con la mente nublada por algo desconocido, me alejé de aquel lugar y jamás volví. Desde ese día ellos me buscan, pero he mantenido una huida enmascarada y constante, huía de ellos y de mí, ahora, mirando las fotografías de Sandra, me acabo de encontrar con mi propio espectro que me mira desde sus ojos de almendras, he visto mi corazón muerto en esa castaña asada que ella aprisiona en su mano, ahora sé que debo quedarme aquí esperando por ellos, sé que vendrán pronto porque hoy es el día, hoy se celebra la fiesta de la castaña.

Lesbia Quintero

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