De todos mis cuentos publicados hasta ahora, "La guagua" es, sin duda, el más conocido y el más apreciado por los lectores. Traducido al francés, al inglés, al búlgaro, al finés y al farsi (lengua autóctona iraní), y antologado en decenas de países, esta guagua cubana ha hecho ya miles de kilómetros, pero, curiosamente, sigue aceptando pasajeros. Así que, "bienvenidos" a bordo.


Calle Monte, llegando a Belascoaín. Sudo en el calor de una 15 que se detiene en el semáforo. Ventanillas cerradas porque afuera llovizna. Sudo por los demás, y ellos por mí. Quizás un solo cuerpo provoca esta asfixia, quizás si hubiera un cuerpo menos dentro de este rectángulo enlatado el aire alcanzaría para refrescarnos. Esa cuota de aire que consume el anónimo pasajero número X, sería suficiente para no respirar el grajo ajeno ni el dióxido carbónico de otros, pero acaso sea yo el que sobra, pienso, y me trago el deseo de culpar a alguien que a su vez piensa que pudiera ser él y se traga el deseo de culparme a mí.
Estoy casi en la puerta, detrás de una muchacha que me roza, un blando nalgatorio que amenaza mi estabilidad sobre el pie izquierdo; me balanceo cuerdaflójicamente, evitando rozarla y que me rocen, porque no puedo voltearme a ver qué tengo atrás, una rodilla, un codo, un portafolios. Comprimido y ahogándome. Hundido aquí el Grenoille de Süiskind se hubiera asfixiado. Y de pronto, un tufillo de comida de ayer, un tufillo sin dueño y silencioso, el colmo, la apoteosis. Hay rabillos de ojos sospechando de todos. Forcejeo enconado por el aire. Vuelvo a culpar a alguien que a su vez culpa a otro que a su vez me culpa. Una nariz golpea a otra. Surgen los primeros codazos, los empujones ex profesos. Ya no es el balanceo de la guagua si no el empuja-empuja.
El chofer tiene un ventilador pequeño. El chofer tiene su ventanilla abierta. El chofer no mira para atrás ni siente peste. El chofer ve mucha gente en Monte y Águila y no para; abre las puertas más allá, pero el tufillo es el único que se apea; los demás aprovechan para «cargarse» de aire, pero no descienden. El chofer cierra la puerta y va a arrancar de nuevo, pero oye un silbido. Claro, como el chofer no está asfixiándose puede oír un silbido; incluso puede identificar al que ha silbado con la lengua doblada entre los dientes, con la mano gritando, ¡espérame, mi socio, dame un chance! El chofer, frente al ventilador de aspas pequeñas, abre la puerta delantera y el silbador se monta. Como está sofocado expira fuerte y el aire cálido choca en nuestras narices. El chofer, con la ventana abierta —la lluvia sabe que es el chofer, por ahí no entra—, dice que si no cierra la puerta ahí nos quedamos. Vuelven a empujar y rozo… bueno, rozo no: aprieto, comprimo, siento las nalgas de la muchacha que tengo delante (¿o será la muchacha quien aprieta, comprime, siente el cuerpo del hombre que tiene detrás?). Es una cadena de empujones. Como el famoso juego de los bolos: tocas a uno y todos se desploman. Desde la última puerta alguien grita, ¡no empujen, no empujen!, y el silbador responde desde la primera, pero caminen, ¿no? Recuerdo que nos comprimimos. Recuerdo que nosapretamosunossobreotros. Recuerdo que el chofer, al fin, cerró la puerta. No había espacio para sacar pañuelos, para agitar periódicos, para estirar los labios y soplarnos mutuamente. Afuera había escampado, ¿pero en qué espacio levantar una mano, llevarla hasta la ventanilla de cristal y abrirla? No había espacio más que para mirarse. Las narices al hincharse chocaban y, lógicamente, al chocar se golpeaban, se mordían, ¡este átomo es mío, es mío, es mío!, y aspiraba cada una con idéntica fuerza, de modo que el átomo de oxígeno se quedaba en el medio. Ya los «sentados» tenían otros sentados en las piernas, y el neutral vacío interasientos, ese huequito entre las rodillas de unos y el espaldar de otros, ya había sido ocupado. Las mujeres ni pensaban en aprovechamientos o rescabucheos pese al contacto directo y forzoso con los hombres, que tenían, como ellas, todas sus partes insensibilizadas. En esta inmovilidad absoluta —seguramente mortal para un claustrófobo— sentí fatiga, escalofríos, ganas de caerme, pero me mantenían en pie los otros cuerpos. El aire estaba en proceso de extinción. Los cuellos, fláccidos, comenzaron ladeándose y luego cayeron las cabezas unas sobre otras, como una gran multitud de borrachos.
Desfallecidos e inmóviles todos supimos a la vez que aquello era una trampa. Todos supimos —instinto de conservación, gravitación del miedo, telepatía del espanto— que en la próxima parada el chofer intentaría abrir las puertas en vano: no habría espacio para que estas se abrieran. En una guagua llena la clave es el empuje: cuando la puerta presiona hacia dentro para abrirse, el más próximo a ella empuja al inmediato, se activa la cadena empujadora y, al final, queda un mínimo espacio para la puerta abierta. Pero en una guagua saturada la presión de la puerta se anula, el pasajero inmediato está anulado y los demás también. Recuerdo que el chofer, frente al ventilador pequeño, ni se dio cuenta. Todos comprobamos que aquello era una trampa. Enmudecidos de terror y asfixia vimos llegar otras paradas. Las puertas gemían intentando abrirse, las puertas lloraban de impotencia. Al chofer le extrañó que nadie las golpeara, que nadie gritara ¡abre atrás, abre atrás! y que no lo ofendieran. Al llegar a la última parada intentó, inútilmente, abrirlas. Sólo entonces miró a su alrededor. Parecíamos maniquíes con la boca abierta. Junto a él vio a dos hombres, frente a frente, sobreviviendo uno del aliento del otro. El chofer sintió que le faltaba el aire. Enloquecido rompió la ventanilla y saltó a tierra. Corrió pidiendo auxilio. Vino gente, demasiada gente. La policía, los bomberos. No sabían qué hacer. Sólo veían una guagua atiborrada de gente, caras aplastadas contra los cristales, ojos abiertísimos, bocas abiertísimas. Empezaron a tironear las puertas intentando arrancarlas. Inútil. Era espantoso el cuadro. Correteo de patrullas y ambulancias. Los bomberos trajeron cizayas de mano y varios oxicortes. ¡Hay que cortar la guagua, hay que cortarla! Balones de oxígeno y de acetileno; mangueras y relojes contadores; llamas azules cercenando el metal. Discutían: hay que tener cuidado de no quemarlos; hay que cortar por esta franja. Hubo un previo cordón policial: ¡para atrás, para atrás todo el mundo! Coro de comentarios, miedo. Seguía llegando gente, crecía el murmullo, la expectación, hasta que el último bombero dio el último corte. La guagua se abrió en dos, se partió al medio. La reacción físico–lógica hubiera sido que ambas partes de la guagua cayeran contra el suelo y que el personal rodara hacia el vacío. Pero no. La guagua quedó rota, con una cicatriz oscura, pero sobre sus ruedas.
Se movilizaron todos: policías, bomberos, civiles, unos por el frente y otros por detrás., y cada grupo comenzó a halar la guagua. Cada parte de ella rodaría, se separaría de la otra y nosotros caeríamos en el medio. Pero ocurrió algo insólito. La guagua se abría, cada parte de ella rodaba, se separaba de la otra, pero la masa de personas seguía compacta. La guagua había moldeado al grupo, que ahora formaba un rectángulo de caras, espaldas, perfiles; un cuadro tridimensional de ojos y bocas terriblemente abiertos. Parecía la tétrica obra de un artista, tallada en mármol o hielo.

Algunos, los de la periferia, se veían casi íntegros. Otros eran sólo un brazo o una oreja o el zapato derecho, como yo. Desde arriba, era una vista única de cabellos, calvicies, hombros inacabados y sombras. Desde abajo era un óleo impresionante de zapatos. Cada lado merecía la firma de Velázquez, de Rembrandt, de Picasso: qué rostros, qué contrastes de luz, qué figuras geométricas.
Desalojaron al público como frente a un incendio. Nos tiraron una enorme pollera por encima y nos llevaron, primero, al parqueo del edificio del MITRANS*, y luego aquí, Museo Nacional de Bellas Artes, donde el público pasa de martes a domingo, de 10 de la mañana a 6 de la tarde, y algunos —casi siempre extranjeros— preguntan quién es el autor de tan magnífica obra, o se marchan pensando que es un tal Mitrán, de apellido italiano, porque confunden al autor con el donante.


*MITRANS: Ministerio de Trasporte de Cuba.

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Comentario por Elisa Ballester el noviembre 8, 2013 a las 7:38pm

El cuento tiene un poder descriptivo que nos lleva al sofoco y las vicisitudes de sus pasajeros, muy bien escrito.

Comentario por Holograma Camagueyano el noviembre 5, 2013 a las 3:05pm

En este cuento la realidad supera la ficción.  Es un cuento fotográfico de lo que somos.  El miedo nos ha convertido en esa guagua.  Si todos se bajaran y le pegaran candela a la guagua, todavía quedaba la esperanza de poder montar algún día un transporte público decente sin grajos, sin pedos y sin silencios obligados.

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