¡La pérdida!

[2ª Parte de: Una leve silueta de opacidad.]

Por José Ignacio Velasco Montes.

“Bien está lo que bien acaba.”

Me levanto relativamente temprano, como cada día. Tengo sueño, pues desde siempre he necesitado dormir poco y casi cada noche me acuesto más tarde, demasiado tarde. Lo sé, pero es inherente y una más de mis malas costumbres. Mientras inicio los preparativos del afeitado, con el spray de jabón en la mano, me miro al espejo para llenarme de crema y poner cuidado en no cortarme, pues lo hago demasiado rápido, como todo. Con estupor, me quedo asombrado, mientras me mantengo, por un rato, con la mirada fija, sin entender nada de lo que veo. --¿Qué me ocurre? ¿Qué es eso que me cuelga de la barbilla? --me digo entre dientes, sorprendido y confuso.-- Parece una estalactita facial. Es una suave y delicada telilla, transparente, arrugada, y colgante. --Debe ser un resto de la crema “after shave” del último afeitado --insisto en un circunloquio, a media voz, mientras me comunico con mi imagen devuelta por el espejo. --No, no puede ser. --Añado-- Si te lavaste antes de ir a la cama. --Sí, --pienso recordando el día anterior-- pero después te diste “baba de caracol” para las arrugas. --¡Ya! --acepto-- es la dichosa baba. Ha hecho una máscara durante la noche y se ha descolgado después. Cojo lo que pende y lo despego del punto en el que se sujeta. Lo miro, lo palpo, lo huelo, y pruebo su sabor. Pero no tiene ninguna cualidad organoléptica. Es tan etéreo, tan inconsútil, como el famoso manto de Clío. Es como una densa y bien enmarañada tela de araña, hecha con una densa urdimbre de sedas. Al menos es lo que parece. Lo echo al inodoro y pulso el botón de vaciado. Y la telilla, suave e incorpórea casi, desaparece llevada por una catarata ruidosa de agua, ligeramente teñida de azul por el aditivo desodorante. Extiendo la crema de afeitar y cojo mi nueva maquinilla, de cinco hojas súper afiladas; es la última novedad en el marketing del afeitado. Recorro la cara y las cuchillas resbalan suavemente y van cortando la recia barba que resuena, al avanzar, como si fuera una pequeña segadora en el jardín de mi rostro. Y fue entonces, mientras repasaba una y otra vez la barba para lograr un perfecto afeitado, cuando me di cuenta: --¿Qué es lo que me falta? --me interrogo casi en un grito estentóreo. La falta es una variación muy sutil, casi inapreciable. En realidad soy consciente por una verdadera casualidad. Pero algo falta y de ello no tengo la menor duda. Pero ¿qué es, qué era lo que existía hasta este momento en el que lo descubro? Noto su falta, pero no localizo cuál es la falla. Alzo las cejas con sorpresa y las mantengo altas por un tiempo con una expresión de pasmo e incertidumbre clara. --¡No es posible! ¿O sí lo es? Me observo, me miro, gesticulo, pero en vano, pues no logro que ese fallo, esa falta, se decante y sepa lo que me ocurre. Pero sé que me pasa algo; aunque sigo sin saber el qué. --¿Qué me ha ocurrido? Me pregunto, machacón e insistente, como siempre, en averiguar las últimas causas, los más intrincados motivos, la teleología más profunda de cualquier cosa de la que no capte su más abrupta razón de ser. Pero finalmente renuncio a ello. Soy consciente que no sé lo que me ocurre. Lo que sí aprecio es que no soy yo la imagen que refleja la azogada superficie del espejo. --¿Será posible --me digo en el análisis de una estúpida posibilidad tan imposible como inverosímil-- que la mezcla de mercurio y estaño del espejo, por alguna causalidad refracten mal mi imagen? --No, --me contesto de inmediato-- no es una idea aceptable. Preocupado, triste por algo que no entiendo y que ni siquiera sé qué es lo que ocurre, pero que busco desesperadamente. Quizás lo que tiré sea la clave de lo que noto. Pero ya no tiene remedio, estará lejos, muy lejos, por las cloacas. --Busca en la cama, en la almohada. ¡Es posible que quede un resto! --me digo ilusionado. --Serás inocente --me dice mi sardónico otro Yo, mi otra personalidad, mi conciencia práctica, menos ingenua, pero siempre impertinente en sus intentos de variar mi conducta. --¡Calla!, estúpido! --Le grito como siempre hacemos en un duelo en el que nos enfrentamos con mucha frecuencia, en un pulso endógeno en el que solemos empatar. --¡Busca, busca! --Me responde de inmediato, con cruel decisión, en un comentario burlón y malvado como hace siempre.-- ¡Busca, busca! Ingenuo, que eres más tonto que el último que sale del cine. Me olvido de mi Yo negativo, de la empreñadora parte de mi personalidad que no sabe de poesía, de sueños, de amor y de ternura. Para él todo es mecánico, exacto. Sólo sabe de lo real, de lo práctico. Es un yo que no sueña, que no ama, que nunca ha sabido de flores, de cariño, de la bondad de los animales o de contemplar el maravilloso vuelo de un pájaro. Es mi otro Yo, odioso y repugnante, como todos lo tenemos. No le respondo. Le olvido y mi Yo alegre, ingenuo, servicial y amoroso, se pone en marcha. Busco acelerado, remuevo todo en una cama que lleva varios días sin hacer. Odio hacer las camas. Años de internado y después el servicio militar, cortaron y enterraron esa posibilidad que cumplo casi a rajatabla. Sólo, gracias a la intervención, una vez a la semana, de la asistenta, hace que la cama, y un poco el resto, no haga parecer el lugar una pocilga. En el internado fueron años de leer y aprender en los que nada de lo que necesitarías a determinados niveles, te fue explicado. Todo era pecado. El amor algo prohibido. La mujer, una cariátide colocada a la entrada del averno tratando de engañarte. El sexo, algo no explicable que te llevaría a la enfermedad y a la muerte. En el ejército, la pérdida de un año de la vida repartido entre dos trimestres de campamento veraniego y cuatro meses de oficial. Y en ellos la visión del amor era, entre compañeros, realmente era el “no amor”. Y el sexo, algo de lo que se hablaba en voz baja, pues sólo contenía obscenidades, y carencia de respeto hacia la mujer, la compañera inseparable del amor que, en la visión de aquel momento, no era sino un bonito recipiente de usar y dejar. Pero el tiempo y la suerte, han abierto mis ojos, me han ofrecido un camino, tan adorable como agradable, en vez del sendero pleno de espinas que antaño, no muy lejano, conocía. Busco lentamente por la cama, con supremo cuidado, dominando mis prisas, controlando el deseo inmarcesible de hacerlo y encontrarlo de inmediato. Debo ser delicado. No lo puedo perder si es que existe. Al final, casi milagrosamente, encuentro un pedacito, pequeño y adherido a un pliegue de la funda. Lo cojo con exquisito cuidado. Ante el espejo lo pongo sobre el rostro, en la mejilla. Voy desplegando aquella telilla a su máxima extensión. No cubre apenas nada. Noto un cambio, pero es ínfimo, apenas perceptible. Mi expresión, la que me sorprende, se mantiene como una enorme y burlona calcomanía de mí mismo. Y tuve que aceptarlo; no podía hacer otra cosa. Seguí mirándome. No era yo, y eso era evidente. Me volví mirando a mi espalda, en la creencia absurda que hubiera alguien detrás de mí. Y que fuera él el que daba aquella imagen que no me gustaba. Pero no había nadie, como era lo lógico. Era yo el que me reflejaba, por mucho que mi imagen no me gustara, en una cruel burla del azogado espejo. Lo golpeé con la mano plana, en una sonora y burda palmada que dejó una huella impresa de humedad y vaho con forma de mano, cuya neblina se desvanecía lentamente en el cristal. Recordé que alguien me había dicho, la víspera, en una de esas reuniones de amigos, a las que cada día me gusta menos asistir. --¿Qué te ocurre? ¿Te encuentro raro? Pero fruncí el ceño y sólo contesté. --Es que me acabo de cortar el pelo. Será eso. El que me lo dijo, era el típico escudriñador, el que incordia en todas las reuniones. El que siempre ve lo distinto, y no duda en decirlo, en ese afán que tenemos, muchos, de decir la verdad, pase lo que pase. Un pensamiento me viene a la memoria, es una idea que expresara el gran escritor y egiptólogo Mika Waltari: “Hace mucho que los sofistas demostraron que en el mundo no hay ninguna verdad absoluta, sino que todas son relativas entre sí”. Es un recuerdo en mi fichero mental de frases, recuerdos, citas y otras cosas escasamente útiles en este mundo absurdo en el que vivimos. Pero del mismo modo me viene otra, cuyo autor no recuerdo: “La verdad nunca es sencilla”. Y cuán cierto es, acepto tras escuchármela. Pensamos que con la verdad no se ofende, y no se debe temer, pues es la verdad. Es una idea en cierto modo falsa, pues no todos aceptan la verdad, y muchos prefieren no saberla. Lo había olvidado, pero ahora, al contemplarme, me doy cuenta que él, el incordio observador permanente, ya lo había notado, y por eso me lo dijo. Es evidente, acepté, que él iba por delante y yo acabo de descubrirlo. Continué pensando con lo que hacía en aquella reunión. Hablaba con mi vecina de mesa, una agraciada jovencita, de cabellera larga y encantadora sonrisa, voz cálida y acariciadora. Contaba una curiosa experiencia de su vida, interesante, era evidente, para sí misma, pero de una simpleza total para los dos que le escuchábamos. Mientras la oía, escuchaba los matices de las voces de las personas a que se refería en curiosa y lograda imitación, incluyendo comentarios sobre lo que pensó en aquellos momentos, mi mente voló a otro sitio. Se trasladó a otra deriva, a otro plano, a otro tiempo, ya lejano, por lo que me costaba y tardaba en traer a mi consciente cada idea. A mi mente acudió un lejano y olvidado recuerdo de tiempos juveniles. Era una frase, ahora la veo claramente injusta, escrita por su autor en los años del lejano y casi olvidado 1.933. Dudo de la autoría con seguridad. Pero creo saber quien es el autor, pues se me hace insistente la idea que pueda ser del humorista y dramaturgo, Enrique Jardiel Poncela. La cruel frase, en tiempos muy de moda es: “Mujer, animalillo de cabellos largos e ideas cortas”, una idea que suelo escribir en más de una ocasión. Soy consciente que, lo que en mi juventud me pareció gracioso y acertado, en el momento actual, es una estupidez mayúscula. Ha cambiado todo de gran manera, Y acuden a mi recuerdo todas las mujeres que conozco, con cabellos largos, de una gran inteligencia, un gran sentido del humor que superarían el de Jardiel Poncela, y unas grandes capacidades de trabajo. Las mujeres, cada día se muestra con mayor claridad, son superiores a una gran mayoría de hombres para los que sólo hay unas tres cosas en la vida: vivir, mujeres y fútbol. Y pensé en el absurdo de estas ideas, ya añejas, sobre la mujer. Son conceptos que tomaron cuerpo y se hicieron públicas y se extendieron, solamente por venir de personas supuestamente, o demostradamente inteligentes. Y causaron, a priori, un efecto real sobre los que no son inteligentes, y eso, me digo, teniendo un supuesto de buena voluntad sobre la realidad de muchas personas. Y a pesar de ser uno de mis autores favoritos de otros tiempos, muchas de sus ideas, maravillosas antaño, me parecen despreciables en la actualidad. Y en mi manía, una de tantas, de ser justo, ecuánime y llevar adelante la verdad, trato de relegar sus recuerdos al cajón de sastre del olvido. Pero no me es fácil, pues siempre le aprecié como escritor, por su sentido elevado, original y profundo del humor. Un humor, sin duda en la actualidad, ya desfasado y olvidado. Me miré de nuevo al espejo, haciendo muecas, abriendo la boca, mostrando la doble hilera de dientes, sacando la lengua. Pero todo es normal. ¿Qué es pues lo distinto que noto, pero que no acierto a encontrar? Quedo pensativo, analizando detalle a detalle, cada aspecto, cada arruga, cada entrada frontal del escaso cabello, canoso, sí, pero al menos presente. Y busco y busco ese detalle, quizás inapreciable, pero que debe existir, pues noto la diferencia. Algo distinto que está, pero que no localizo. Y de súbito, cuando estoy a punto de dejar por imposible la encuesta de la realidad de mi rostro, un gesto, obligado en mí cuando me encojo de hombros, no fluye, no aparece. Y sé que acabo de saber la verdad. Mi triste pero poco atractiva verdad. Una verdad dolorosa y cuya pérdida me duele: --¡He perdido la sonrisa! --Grito sorprendido en un alarido que me sale del alma.

--He tirado mi sonrisa de toda la vida. La propiedad más rica de mi acervo. Algo que siempre me ha acompañado sin darme disgustos, sin pedir nada a cambio.

Y me veo tirando la telilla que colgaba de mi barbilla al inodoro.

--¡He tirado mi eterna sonrisa para siempre! --Y me lo digo en un nuevo alarido y reproche, que sale de lo más profundo de mi alma. Y me pregunto, siempre luchando y sin rendirme:

--¿Podré algún día recuperarla?

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Comentario por José Ignacio Velasco Montes el abril 28, 2017 a las 2:20pm

Bueno, queda el final. Si puedes estar seguro de algo conmigo, es que no soy machista. He preparado a cientos de ellas como enfermeras en mi especialidad de  trabajo, y nunca tuve problemas con ellas, todo lo contrario, era más que profesor , un amigo con el que hablaban en ves de subirme a la tarima y explicar, Hablaban, preguntaban, y por turnos las llevaba a quirófano para hacer de segundos o terceros ayudante, y ver las cosas de cerca, con lo que aprendían, desde lavarse y estar estériles para poder  tocar en el campo operatorio, a coser al final si querían hacerlo, y aprender a hacerlo.

De modo, que considérame tu amigo pues eso del M.c.i.mo no es cosa en la que haya jugado nunca, jo, jo, jo.

Abrazos.

Comentario por José Ignacio Velasco Montes el abril 28, 2017 a las 6:04am

Es la segunda de tres partes de UNALEVE SILUETA DE OPACIDAD.

Espero que los que leyeron la primera parte continúen la historia.

Gracias y feliz fin de semana- 

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