[Lulú, Lulú. Un club,
su luz sur: su zulú,
un frufrú su cruz vudú.]

I

Lulú trabaja en un night club de carretera, prostituyéndose. Ahora sale del trabajo con las primeras luces del alba, no del todo despierta y sin sentir ni uno sólo de los pasos que apuntalan sus tacones sobre el asfalto. Un cielo rosa pálido de inicios de verano va tomando color sobre su cabeza; debió de amanecer en algún momento dado fuera del local, mientras el cuerpo se le dislocaba a empujones hasta fundirse la piel con la pared y el alma yacía anestesiada por el jaco. No es la primera vez que Lulú ha traspasado la frontera entre el ayer y el hoy sin enterarse, se da vagamente cuenta, pero qué coño importa si ninguna unidad de tiempo -ni las horas, ni los minutos, ni los años- tiene significado ya.

Trabajando, Lulú es poco más que una muñeca hinchable sin sangre en las venas, mirada fija y vacía diluyéndose en el techo. Su jefe, el proxeneta negro a quien llaman El Zulú, opina que esto es rentable. Después de todo, él mismo se molesta en ir al poblado de chabolas a las afueras cada semana y, como alma de la caridad o algún tipo pagano de madre superiora, procede a suministrar la pertinente dosis de heroína a todas sus princesas. Cortesía de la casa, incentivo laboral que promueve un buen ambiente de trabajo.

Casualmente todas las prostitutas allí tienen nombres curiosos: Nini, Maya, Jojó, Tere y Lulú. Este dato algo extraño sería irrelevante en esta historia si no fuera porque, en definitiva, no son sus nombres de verdad.

Esta noche hubiera sido para Lulú como cualquier otra (etérea, sucia y de otros) salvo por el hecho de que recibió un regalo. A veces algunas prostitutas recibían regalitos de sus clientes habituales, pero este no era el caso de Lulú, demasiado escéptica quizás para querer hacer amigos. El "mejor" cliente de Lulú es un tal Chuck, un camionero al que gracias a su parecido con Chuck Norris y su pose de hacerse el duro todos llamaban así, y bueno, suerte para Lulú que Chuck no es el prototipo de putero romántico. Por eso le sorprendió tanto que, al terminar la jornada, Zulú se acercara a ella y, en un alarde inusitado de honradez, le tendiera aquel paquete. "Lulú" le dijo con su habitual voz de lija del cero "han dejado esto para ti".

Se trataba de un paquete de forma ovalada, del tamaño aproximado de un balón de Rugby. Lulú no tenía ni idea de lo que algo así podría ser o contener a menos que fuera dicho balón, y cuando le preguntó a Zulú quién lo había enviado, éste le dijo que no lo sabía. Por lo visto alguien lo había dejado allí, a la entrada del Night-club, con una tarjeta a nombre de su destinataria, y se había largado sin más. De cualquier forma, si algún trabajador del local tenía información al respecto daba lo mismo, porque a aquella hora sólo quedaban Zulú y Lulú en el local.

Lulú sale del Club sin mucha ilusión, aunque algo curiosa por el paquete que lleva en las manos. Tiene que sostenerlo con ambas manos, sí, porque pesa bastante. La jóven entiende que dinero no es (no tendrá esa suerte), pero tal vez si pesa se trate de algún objeto macizo y valioso que, quizá, podría venderse en el Compro Oro de la esquina cuando menos.

No tarda mucho en llegar a la licorería en cuyo sótano pernocta. Abre la puerta trasera, y tras bajar un tramo de escaleras se sumerge en ese espacio oscuro entre cuatro paredes de piel rota y enmohecida, al que apenas alcanza la luz y por entre cuyo desorden no circula el aire. Hay una linda familia de ratas compartiendo celda pero gracias al jaco no molestan demasiado, y el alquiler es barato, lo cual viene bien. Porque Zulú sólo le regala una dosis por semana a sus princesas, y Lulú necesita un paraíso ficticio continuado para sobrevivir al infierno de sus días (de sus noches) (de su tiempo inadvertido).

Hay luz eléctrica en el sótano, pero ayer se fundió la única bombilla que cuelga del techo y no la han cambiado, así que Lulú enciende una vela. A la luz palpitante de la llama comienza a desnudarse contra el teatro de sombras en la pared, tras haber dejado el paquete en el nido de mantas donde duerme. Su piel está cansada y aún conserva las marcas invisibles de más de veinte manos, suciedad que no se irá bajo la ducha, impregnada del sudor de unos diez cerdos anónimos.

Como siempre al llegar a "casa", se da una ducha en el baño como cuchitril de dos por dos que hay junto a la alcoba. Nada del otro mundo, sólo hay espacio para un plato de ducha, un retrete y un lavabo con la tubería al aire empotrado en el alicatado blanco sucio. Se lava el cuerpo minuciosamente con un jabón de color rosa perlado, insistiendo en aquellas zonas de su anatomía femenina que ya está empezando a odiar: las montañas blancas de sus senos, su sexo y el calor entre sus nalgas, entre otras. Aunque el asco cada vez se siente menos, a medida que lo va acolchando con el paso de los días sin darse mucha cuenta.

Termina de ducharse aún anestesiada, se coloca una bata y sin más prenda en el cuerpo sale del exiguo cuarto de baño.

El paquete ovalado sigue sobre las mantas, esperando ser abierto. De pronto, mirándolo desde aquella perspectiva a cierta distancia, Lulú tiene la sensación inexplicable de que algo va a pasar. Una sacudida como un temblor de tierra con epicentro en su pecho le hace soltar un leve jadeo, ¿qué ocurre?

De pronto el aire huele diferente. A... ¿flores?

Se acerca con paso vacilante a las mantas revueltas, se arrodilla sobre ellas y, con una cautela ridícula igual que si desarticulara una bomba, comienza a desenvolver el paquete. Está tan cuidadosamente envuelto que le da pena romper el papel de regalo a causa del temblor de sus manos, pero no puede evitarlo porque desde hace tiempo los movimientos finos no son lo suyo.

Cuando por fin consigue retirar los pliegos de papel que rodean el objeto, y desnudarlo de un segundo envoltorio interior a rayas de colores (como el diseño de las lonas de los circos antiguos en las carpas) el rostro de Lulú se convierte en una máscara entre la incredulidad y la decepción. Lo que hay ahora encima de las mantas, entre volutas de papel coloreado, no es otra cosa que un huevo.

Un huevo, sí señor, en efecto del tamaño de un balón de Rugby. No un huevo de verdad, claro; se trata de una escultura o algo parecido, a Lulú le recuerda a uno de esos huevos Fabergé que la señora Petrov acumulaba en su casa como reliquias por las que no pasaba el tiempo (pero sí el polvo). Antes de licenciarse en el arte de la prostitución y las confesiones de cama, Lulú trabajó más o menos un año limpiando la casa de la señora Petrov: el nicho en vida de una anciana viuda, lleno de fotos antiguas en papel quemado, gatitos de porcelana y los dichosos huevos. Claro que los huevos de la señora Petrov eran MÁS PEQUEÑOS que ese que Lulú tiene ahora en su cuarto.

Sí, no hay duda. El huevo que tiene delante ahora mismo es, salvo por el tamaño, muy parecido a los de la colección de tesoros de la rusa. Es de color rojo brillante, del mismo tono que esas bolas de navidad en cuya superficie el rostro de Lulú niña se deformaba con una sonrisa de oreja a oreja, hace más de veinte años (bastante más). El color rojo navidad está enmarcado por arabescos dorados que se enredan en delicados zarcillos, concentrándose en lo que serían los "polos" del huevo si el huevo fuera la Tierra. Una fina línea en oro cruza el rojo a nivel del ecuador, también, y entonces Lulú recuerda que algunos de los huevos de la señora Petrov podían abrirse como cajitas...

Suspirando, toma el huevo con ambas manos y lo va girando buscando un cierre o similar. Oh, mira, ahí está, sus deducciones eran ciertas, ha encontrado un delicado broche en forma de pica, o quizá es un corazón invertido.¿Sería el huevo un regalo de joyería de la sra. Petrov? nunca fueron muy amigas, pero la vieja estaba algo loca y era hasta cierto punto entrañable.

Sigue oliendo a flores nocturnas en la habitación: jazmín, don Diego de noche y rosas en la oscuridad de una noche de verano. A pesar del aire enrarecido en el cuartucho de la licorería, si Lulú cerrara los ojos ahora podría sentir que está en alguna terraza de un lugar como París o Florencia, festejando la vida bajo las estrellas con una copa de vino en la mano, tal vez incluso sonriendo sin más compañía que la luna.

Todo es bastante extraño, pero como todo yonki sabe, llega un momento que entre dosis y dosis se pierde conciencia de la realidad y el único escape es la huída, la magia del chute siguiente: el "viaje". Así que Lulú no se toma demasiado en serio la experiencia sensorial cuando acciona el cierre para abrir la cajita huevo, pensando que como alucinación no estaba nada mal, eso sí.

Está sonriendo sin darse cuenta y su sonrisa se amplía cuando al abrir la caja se despliega lo que parece ser una reproducción a escala reducida de un tiovivo; barras verticales que por cierto mecanismo se levantan al abrir la tapa de la caja, cada una con su correspondiente caballito delicadamente labrado. Hay caballos de todos los colores, y cuando digo todos quiero decir TODOS, incluso los que no tendrían sentido en un caballo. Hay caballitos negros, castaños, blancos y caretos pero también de color verde esmeralda, magenta, rosa chicle o azul cielo. "Qué bonito" no puede sino pensar Lulú, aunque aún no se imagina lo que eso podría ser si es que era algo más allá de un puro objeto decorativo. Pero entonces, examinando el huevo más detenidamente, se da cuenta de una anotación grabada en el borde opuesto al cierre de la pica, acuñada en caligrafía cursiva sobre dorado:
"Dame Cuerda".

-continuará-

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Comentario por Axis el enero 28, 2017 a las 1:33pm

Hjhahahaha Hugo! yo también me he liado alguna vez!

muchas gracias por comentar y por leer, me alegro mucho de que te haya gustado.

Comentario por Axis el enero 28, 2017 a las 5:47am

Gracias Laura! pronto subo las dos siguientes partes que faltan <3

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