Remedios simuló permanecer dormida mientras su marido se adecuaba para acudir al trabajo. No había logrado conciliar el sueño, pero había permanecido inmóvil controlando las emociones. Dejar escapar algún signo de alerta hubiera significado que Nicolás sospechase de alguna anomalía y, además, que se mostrara violento por perturbar su sueño.

             Escuchó, primero con alteración y después con alivio, el golpe seco de la puerta al cerrarse; después, las vibraciones llegaron a través de los tabiques. Soltó el aire que retenían sus pulmones y permaneció unos minutos en la cama, tendida de espaldas. Repasaba los detalles. Trataba de evitar cualquier error, detectar cualquier fisura que mandara al traste su arriesgado plan.         

             Salir cuanto antes del edificio era la prioridad. No quería tropezarse con Aarón, ese individuo barbudo del cuarto que simpatizaba con su marido. Más de una vez los había visto conversar: Aarón en pose doctoral y Nicolás asumiendo el rol de atento discípulo. Ella, por el contrario, ante la fijeza de su mirada se sentía intimidada e insegura. Quizá fueran temores infundados, porque, de existir algún acuerdo, ignoraba su objeto y si ella era el sujeto de algún malévolo propósito. No, no tenía razones para pensar, como a veces imaginaba, que hubiese un pacto de vigilancia, que, en ausencia de Nicolás, Aarón, ante la mínima sospecha, asumiera la misión de retenerla hasta su vuelta. Sus dudas se extendían a la mujer de Aarón, Magdalena, por ello debía también evitarla en su huida. Tenía todo el aspecto de una mujer sumisa, sometida, víctima; sin embargo, no le inspiraba la menor confianza, por mucho que ella se empeñara en acercamientos amistosos. A veces pensaba que era un señuelo para ganar su afecto con fines oscuros. Quizá, creer que existía una confabulación para controlarla, era ir demasiado lejos,  pero, la verdad, ninguno de los vecinos resultaba digno de confianza, siempre mirando sesgadamente, tratando de saber, esperando con tensión sus respuestas, aunque simularan no darles la menor importancia, a preguntas ocasionales e indirectas que la dirigían por sorpresa. A decir verdad, se sentía aislada y atemorizada. Además, su marido poseía ese don de gentes del que ella carecía, siempre metida en sus cosas y ajena al entorno. Nicolás, por el contrario, se ganaba bien a la gente, y la gente le correspondía. De algún modo lo entendía, porque nadie podía imaginar su comportamiento a solas con ella; es decir, el trato diario del que era objeto. Seguramente, a ojos del vecindario, ella era una verdadera arpía, y él, pobre infeliz, víctima de sus brujerías.

            Pero, por qué alimentar obsesiones en estos momentos si en un tiempo breve se hallaría lejos y poco podría importarle lo que Aarón, su mujer y el vecindario pensaran o dijeran.

 

            Tras desayunar se levantó con parsimonia y el semblante reflexivo. “Nicolás ya estará en su puesto de trabajo”, se dijo. Con los ojos enrojecidos, recorrió la casa gimiendo y sonándose la nariz. “Llevaré lo imprescindible en una bolsa”, pensó. Una maleta significaba viaje y un viaje significaba posibles preguntas y tiempo para pensar y emitir respuestas calculadas que demorarían el momento de la fuga y que, además, acabaría delatando su nerviosismo y generando sospechas. No dejaría nota alguna. Él no tardaría en comprender. Tal vez, obcecado en el papel que representaba, le nublara momentáneamente la visión, renunciando con obstinación a abdicar de sus derechos sobre ella. Su papel no era otro que el de una criada al servicio de un amo despótico, caprichoso y cruel que se manifestaba con brotes de violencia cada vez más frecuentes. La primera vez que la golpeó había sentido la impronta de la rebelión, pero  ese naciente rechazo perdió fuerza en el tiempo más breve posible para dar paso a la impotencia. A partir de aquella primera vez mantuvo invariablemente la actitud de sumisión. Generaba un resultado tolerable. Estallaba el brote de cólera, la golpeaba y ante su actitud pasiva, de sometimiento, comenzaba a serenarse. Poco después, contrito, se dejaba caer en una silla. Pasados unos minutos, con semblante de aparente arrepentimiento, se aproximaba solícito y cariñoso. La copulación salvaje cerraba, indefectiblemente,  cada uno de los capítulos de violencia.

 

              Se dirigió al baño. Después, ya vestida, se situó frente al espejo. Se observó con detenimiento ambos perfiles e intentó mejorar su aspecto. Peinó su negra melena que a  ras de los hombros caía voluptuosa y soberana; después, se pintó discretamente. Apenas disponía de productos cosméticos. Él se mostraba contrario a las cremas. Lo atribuía a celos que no quería reconocer, tal vez para no menoscabar su imagen de hombre duro.

             Dudaba. Se observó fijamente al espejo que progresivamente fue recreando expresión de firmeza.

             A menudo se había preguntado por qué ningún vecino se había compadecido de ella, por qué ignoraban su llanto, el ruido de los objetos estrellados contra las paredes…  ¿Habría sido  hábilmente presentada ante ellos como una peligrosa enajenada? Ni un atisbo de voz a su favor, ni un solo gesto. ¿Qué otra explicación cabía? De haberse conocido o sospechado la verdad, no podía imaginarse semejante falta de humanidad. Si no, ¿por qué el odioso Aarón la miraba de ese modo tan oscuro, como reclamando justicia divina? ¿Por qué su mujer, Magdalena, se acercaba a ella con fingidas confidencias? ¿Quizá con el ánimo de regenerarla? No cabían alternativas, lo sabía muy bien. Sólo la huida hacia un lugar incierto lograrían liberarla de este lacerante yugo.

                    *Del libro de relatos "Algo que contar"   2011   T.H.Merino

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