Parte I:  http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/maltratada-i...

 

                    No había tiempo que perder. Era hora de largarse. “Encontraré la forma de salir adelante”, se dijo insuflándose ánimo. No podía imaginar circunstancias semejantes a este insufrible infierno.

                    Echó una ojeada general a la habitación, tomó la bolsa de viaje y se dispuso a salir.

                     Al abrir la puerta, sus piernas temblaron. Ante sí, obstruyendo la salida, de pie sobre el felpudo, como clavado en él, estaba Aarón, impertérrito, con su mirada fija y oscura; a su derecha, Magdalena con la cabeza gacha; unos pasos por detrás, Nicolás mantenía una sonrisa cínica.

                    Con paso demorado, chulesco, caminó hacia la puerta, hizo a un lado a Aarón y se plantó ante ella.

                    —No has dormido esta noche y pensé que algo te ocurría. Por eso he vuelto, para saber cómo estabas… Para cuidarte, Reme.

                    —Iba… iba… a visitar a mi hermana… —acertó a articular  con dificultad, presa del asombro y superada por el miedo.

                   ¿Cómo imaginar que él hubiera estado vigilante toda la noche? ¿Que ella se hubiese delatado, aun  habiendo mantenido falsamente, y no sin esfuerzo, la respiración serena y sin mover un solo músculo? Tal vez sospechase riesgo de fuga y su vigilancia extrema proviniera  no solo de esa noche o de los últimos días, sino desde semanas o meses antes, y hubiese ideado el modo de mantener, aún en sueños, todos sus sentidos en estado de alerta.

               Nicolás se volvió hacia Aarón, elevó el pulgar y dijo: “Todo en orden”.

             Una última mirada de Aarón, seria, penetrante, y comenzó a descender demoradamente peldaño a peldaño tras los pasos de su mujer.

             — ¿No vas a entrar? —preguntó en falsete Nicolás.

             Ella se giró sobre sí sin pronunciar palabra, caminó hasta el salón, dejó caer la bolsa y se derrumbó sobre el sofá.

            Apenas cerró la puerta, la voz hipócritamente dulce de Nicolás se tornó en colérica. Se aproximó, se encorvó ligeramente sobre ella y resonó una bofetada.

            Un llanto amargo inundó el salón. Era, quizá, la expresión sonora del dolor físico o de la humillación o de la impotencia o de la rabia por la ocasión perdida o, tal vez, fuera la suma de todos esos sentimientos demoledores.

            Nicolás, sumido en su pesar, se hundió en un sillón con la cabeza entre las piernas. Quizá trataba de explicarse la actitud incomprensible de Reme. ¿Por qué le ocurría esto? ¿Cómo era posible que su mujer quisiera abandonarlo? Desde luego que no lo permitiría. No tendría una nueva oportunidad. Idearía el modo de cortar todas las salidas. Algo se le ocurriría. Por el momento disponía  del día y de la noche para pensar en ello. Contaba con la alternativa, en el peor de los casos, de solicitar unos días libres hasta mantener la situación bajo control.

            Ladeó ligeramente la cabeza para estudiar el semblante de Reme. Se mantenía tumbada, desmadejada, en la misma posición que quedó tras la bofetada. Su cabello oscuro le cubría buena parte de la frente y del rostro, y sus brazos caídos y abandonados como resultado de un movimiento azaroso. Durante unos minutos la escrutó minuciosamente. Vestía la blusa blanca que solía ponerse los domingos, pantalón vaquero y zapatos acharolados de tacón alto. Poco a poco, su rabia se transformaba en deseo. Esta vez era distinto: ella quería huir. Se recreó en las formas deseables de aquel cuerpo a la deriva. Aquella persona hundida y humillada, en cierto modo extraña, enardecía su pasión. La forzaría si fuera preciso.

           Se acercó con cautela. Ella no dio muestras de sobresalto o rechazo. Pasó un brazo bajo sus muslos; el otro, lo colocó a la altura de los hombros. La alzó con cuidado y con ella en brazos se dirigió a la habitación. Permaneció impasible, dejándose llevar, sin el menor gesto de oposición o contrariedad.

          Las aguas volvían a su cauce. Un cauce que nunca debió desbordarse. La dejó suavemente sobre la cama y la desnudó con lentitud, recreándose en la porción de piel que cada prenda quitada dejaba al descubierto. Después, enfebrecido, se abalanzó sobre ella.

            Más tarde, ella permanecía tumbada boca arriba, con el pantalón por los tobillos; él, agotado, yacía a su lado pero resistiéndose a los embates del sueño. 

            El intento de levantarse de Reme, en un momento dado, lo frenó un acto reflejo de Nicolás. Su brazo cayó sobre su cintura aprisionándola e impidiendo cualquier movimiento.

           —Voy al baño —susurró Reme.

            Nicolás se giró para mirarla a los ojos. Ella respondió con una mirada triste que denotaba resignación absoluta y entrega.

            —Necesito ir al baño —repitió.

            —Podemos intentarlo de nuevo. Una última oportunidad —dijo en tono persuasivo Nicolás.

            —Sí, puede… puede que resulte —respondió Reme con voz exhausta—. Ahora quisiera ir al baño —continuó.

            Besó su frente y retiró el brazo de la cintura.

            Ella tironeó para subirse el pantalón y se incorporó con lentitud.

            Mientras se alejaba, él observó su caminar cansino hasta que desapareció tras la puerta.

           Nicolás comenzaba a impacientarse. Con recobrado tono autoritario reclamó su inmediata presencia. Una vez, dos… No hubo respuesta. Saltó de la cama enfurecido... Un cuchillo certeramente hundido en su garganta, sostenido por la mano firme de Reme, apostada tras la puerta de la habitación, aplacó su furia.

         —Bien medido lo tenías, Reme —balbució entre un vómito de sangre.

         Se mantuvo tambaleante un momento y enseguida se desplomó.

         Ella se lavó las salpicaduras de sangre, se vistió, tomó la bolsa y salió sin mirar atrás. Dio varias vueltas a la llave y bajó las escaleras pisando con aplomo. Ni por un momento sintió temor ante una inesperada aparición de Aarón.

                   *Del libro de relatos "Algo que contar" 2011    T.H.Merino

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