Una micronota leída en la red, dice que un señor llamado Steve Marsh, londinense, amaba tanto su BMW, que en el primer aniversario de su muerte su familia le erigió en su tumba la estatua de una réplica de su automóvil descapotable. La foto de la tumba con el carro encima, reluciente, impresiona; ya pueden viajar juntos por las rutas de la eternidad.

Al margen de que no soy londinense y no tengo ni tendré un BMW, me he quedado pensando cómo somos frágiles los seres humanos, que siempre necesitamos atarnos a cosas para sentir que existimos.

Todos nacemos de alguna mujer, si no ya se hubieran extinguido los repollos y las cigüeñas. Todos tuvimos un padre presente o ausente, algunos tuvimos y tenemos hermanos, primos, tías viejas, cuñados, yernos, suegros, entenados, mascotas…

Sin embargo, las relaciones primarias y secundarias que nos vamos construyendo a lo largo de la vida parecen no ser suficientes y no siempre son las definitivas de los lazos que nos son más caros. Uno no escoge a la parentela pero sí a los amigos, y a veces hasta a los enemigos. Y a veces hasta escogemos a la persona a quien queremos querer…

Vas a la escuela, acudes a la iglesia, sales a la calle y conoces personas con las que te vas relacionando hasta establecer redes minúsculas o mayores, según tu temperamento. Con esas personas te comunicas en diferentes niveles y para diferentes fines: para compartir tu idea del mundo y de la existencia; para coincidir en torno a la fe hacia algo o alguien; para estudiar, para relajear, para querer, para procrear, para perseguir fines sociales, etc.

Y sin embargo, como sustrato permanente y amenazante, está siempre el Yo saltándose las trancas y recordándote que en los procesos fundamentales, siempre estás solo. Solo con tu cuerpo para nacer, solo cuando te enfermas, solo cuando tomas decisiones que pueden ser hito en tu vida, solo cuando tienes miedo, solo para morir. Y no porque no puedas estar acompañado, sino porque a fin de cuentas, todo se remite al espacio limitado y reducido de tu cuerpo: nadie puede sentir piel de gallina por ti, a nadie le puedes transferir tus dudas existenciales para que te las resuelva; tus huesos no pueden dolerle a nadie más, y cuando mueres, acto supremo, vas solo.

Por eso quizá es que muchas personas prefieren ya no hacerse ilusiones de que vale la pena mantener buenas relaciones con los demás, y se acogen a los beneficios aparentes de poseer cosas: mi carro, mi casa, mis zapatos, mi bolsa de cuero café, mi taza favorita, mi televisión, mi ipod, mi computadora, mi música, mis libros, mis apuntes, mi cuenta bancaria…

Ya sé que en términos sociales, todos convivimos, conversamos, compartimos, tenemos hijos y nietos, compadres y vecinos queridos o apenas soportados. Pero eso no significa que mantengamos con ellos relaciones de profundidad, que nos sintamos fusionados a alguno de ellos (salvo por periodos breves y efímeros aunque intensos), que transitemos alegres por el mundo sin preocupaciones ni delirios de soledad.

También es cierto, por otro lado, que podemos instrumentar mecanismos que nos hagan evadir las voces interiores. Hacemos ruido, le subimos al sonido, corremos para todos lados en una aparente vorágine de actividades todas ellas irrenunciables por importantes no para nosotros, claro, sino para alguien más, etc.

Pero con ruido o sin él, somos entidades solitarias, sujetas de manera irrevocable a nuestra unicidad y a nuestra vulnerabilidad. Moriremos, enfermaremos, sufriremos penas de amor, descalabros, contrariedades. Y en los eventos de signo negativo, acompañados o solos, estamos solos.

Con un poco de racionalidad, y dejando de lado la idea de que somos la última cerveza del desierto, podríamos aprender a vivir aunque contemplemos dentro de esto las mayores calamidades. Conozco personas afortunadas que viven con generosa alegría, que llevan sus penas puestas y las combinan bien con sus zapatos, corbatas y camisas. Que cuando caminan apenas rozan el suelo, o así los ves porque tienen un aura de paz que se transmite y desparrama, y cuando hablan más bien cantan; viejas canciones que te llegan a la médula aunque nunca sabrás si dicen algo y de dónde vinieron… También llevan la muerte en el hombro izquierdo, pero es un animal pequeño que les mordisquea la oreja, sólo para recordarles la maravilla que es haber nacido.

Otros nos tiramos más a la milonga y nos sufrimos y nos regodeamos en el miedo que nos causa vivir. Las preguntas que nos hacemos son estériles porque no tienen respuesta, pero no podemos evitar repetirlas cada día. Porque estamos demasiado centrados en el Yo y poco nos asomamos hacia el Otro. Todavía tenemos mucho que aprender.

Hay quienes deambulan como si lo conocieran todo, y los ves instalados en sus cosas como reyecitos desnudos que presumen sus modas y costumbres. Hacen mucho ruido pero cosechan poco. No puedes hablar con ellos porque carecen de oídos. No son quienes tienen todo, no te confundas. No tiene nada que ver con pobreza o riqueza material. Tiene que ver con otras dimensiones. Es la indigencia emocional que se esconde en un reloj vertiginoso, que deposita sus obsesiones en un discurso interminable o un exceso de actividades superfluas para llenar el tiempo; que arroja sus miserias y miedos a los demás como culpables de lo que yo no he logrado llegar a ser, o porque yo no yerro, y si yerro es porque tú te equivocaste…

Cada quien escogemos quiénes somos, qué hacemos, cómo vivimos, cómo entramos, o no, en la vida de los demás.

Es que es difícil estar vivo, es cierto. Pero en realidad es tan simple. Digo, la mosca no se cuestiona, viene y se planta en tu comida, bebe de tu vaso, te molesta la oreja, se enreda en el pelo; el zancudo se come tu sangre sin aspavientos y se va volando zumbandero, como si cualquier cosa. Hasta los perros, tan humanos, son felices a su modo y a veces a gritos, cuando procrean… Nosotros los humanos somos más complejos, no hemos aprendido a simplificarnos, todavía estamos peleando por romper no el cordón umbilical, sino la placenta que nos separa del mundo y nos impide ver la simple línea que va del nacimiento a la muerte.

Y a la hora de morir, que nada nos llevamos, cada quien refleja en los modos su estancia en la tierra. Yo, volviendo al planteamiento inicial, ¿qué quisiera llevarme a la tumba? Y pienso, como siempre y como humano, en elaborar algo elegante, algo sutil que refleje mi razón y le dé sentido a mis palabras…

Ya sé. Nada.


(Publicado en www.milenio.com, 20 de mayo de 2010)

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