-YANOS-


Sabía que era macho. Su cerebro no llegaba a la complejidad del de algunos individuos más evolucionados de su especie, pero para bien o para mal tampoco era tan rudimentario como el de la mayoría. Su vida en la ciénaga consistía en algo más que autoconciencia y satisfacción de instintos, pero el impulso sexual era fuerte en época de apareamiento y esa fuerza de sangre era lo que le estaba moviendo en aquel preciso instante. Algo descomunal que sentía como un tipo de furia abriéndose paso en su interior, algo que tiraba de él y le llevaba a cruzar desesperado el pantano en busca de un semejante del género opuesto, ondeando su cuerpo de serpiente del mismo color que el barro y explorando aire y limo con la lengua bífida sedienta de olor. Los Naga son individuos solitarios, muy sensibles al ruido y la vibración de la tierra; también son territoriales y celosos de su espacio, aunque en época de celo la urgencia por aparearse se antepone incluso a la necesidad innata de soledad.


Sabía que era macho, y sabía su nombre —«Yanos»—aunque nadie lo había pronunciado desde hacía décadas. De alguna manera, igual de arraigados que estaban sus instintos más primarios en su ADN lo estaba también su nombre. De hecho el único recuerdo que le quedaba de haber nacido era ese, haber sido nombrado por primera vez.


Los naga no son realmente exploradores ambiciosos y Yanos no era una excepción. Llevaba mucho tiempo en feliz confinamiento voluntario dentro de los límites de la ciénaga, chapoteando en ella cada día y cada noche tanto bajo el pútrido sol, oculto tras las emanaciones tóxicas del agua, como bajo el manto más opaco sin luna ni estrellas. Estaba bien con ello. Aquel lodazal era un lugar que seguramente resultaría inhóspito para un humano si no imposible para la vida, pero no obstante era agradable para él. Por otra parte, Yanos se conocía su territorio como la palma de la mano y no necesitaba ni siquiera investigar para encontrar comida, era cómodo vivir allí. Había periodos de menos abundancia en aquel hábitat, pero era cómodo aún así.


Sin embargo, desde hacía algunas noches la soledad se había vuelto insoportable quemándole por dentro y doliendo. Dolía casi tanto como su henchido órgano reproductor que sufría de una dureza sostenida, resistiéndose a liberar tanto el material genético como el placer contenido en su cuerpo. El ambar gris que habría de perpetuar su especie no debía ser desperdiciado y sólo podría ser descargado dentro del cuerpo de una hembra, de alguna manera Yanos lo sabía.

                                                                                                           MÍA

Sabía bastantes cosas sobre sí misma o eso creía, aunque por culpa del último electro-shock sólo recordaba el eco lejano de un nombre—«Mía»—, un nombre que tal vez había sido el suyo.


¿Es importante un nombre si no sabes quién eres?


... para ella parecía serlo a momentos —«Mía»—, aunque sólo fuera en forma de clavo ardiendo al que aferrarse para no caer al vacío, aunque no significase nada. Alejándose de sí misma, anestesiada y ajena al dolor, sólo una palabra parecía ser lo bastante cierta como para conectarla con el mundo. Una palabra tan frágil y de significado tan voluble como un nombre mencionado hasta el desgaste.


Mía no sabe dónde está, sólo ve negrura ante sí y alrededor. No, espera un momento, lo que ocurre es que tiene los ojos cerrados. No puede abrirlos, pican y duelen, ¿será éste un nuevo tratamiento experimental? Lo último que recuerda es el implacable foco de la lampara sobre su cabeza, cegándola cuando la pusieron sobre la camilla y le metieron ese objeto de goma en la boca para que no se mordiera la lengua en el espasmo tónico producido por las descargas. Hace un momento estaba en la sala donde aquellos matasanos aplicaban su terapia de choque favorita, pero ahora... ahora ya no está ahí.


El olor a enfermedad mental -sudor alterado, heces, babas y vómitos medicamentosos, huellas húmedas de gritos en las paredes- y al desinfectante de la clínica, inhumano y blanco, se ha evaporado y Mía se da cuenta de que lleva tiempo percibiendo una fetidez anómala en el aire en su lugar. Sus facciones se arrugan en un gesto de asco y trata de taparse la nariz para no respirar esa esencia, pero descubre con horror que "algo" cubre su mano: una materia densa como la brea y de olor nauseabundo pegándose a su piel, ¿restos fecales? santo dios, qué coño es esto. Dónde la han metido, ¿por qué? no recuerda haber transgredido ninguna norma ni haber sido apercibida por mala conducta en la clínica, ni siquiera ha fumado, ni ha robado cigarros, ni los ha vendido de forma clandestina como aquella última vez...


Para colmo, su cuerpo se retuerce en calambres. Está muy molesta, a punto de menstruar; no sabe por qué la regla se le está retrasando tanto y desde hace días se pregunta si será por la medicación que le obligan a tomar. Sus pechos se desbordan turgentes e inflados a tensión bajo el camisón blanco pegado a la piel, los pezones pican agrietados contra el barro que cubre la prenda rígida por el apresto.


Trata de moverse y chapotea sin demasiado éxito en las pesadas aguas. Su cintura se ha difuminado y su cuerpo se ve ahora más femenino que nunca en su naturaleza: con forma de pera invertida, el vientre un cáliz de carne sobre el rasurado pubis. Bajo las bragas color beige que ahora se le pegan a la piel, los labios de su sexo están congestionados y abiertos como los pétalos de una flor, sensibles al mínimo roce y ahora ahogados en la caricia viscosa de -oh, dios- aquella substancia que hace unos segundos ha notado en su mano. Mía está literalmente bañándose en ella, nadando en ella, siente su lamida viscosa justo por debajo del ombligo. Abre los ojos sintiéndose terriblemente indefensa pero inmediatamente los vuelve a cerrar: esa condenada atmósfera irritante le ciega, hay algo muy tóxico flotando en el aire; sea cual sea el lugar horrible donde se encuentra ahora, tiene que salir de allí.


Tantea con los brazos extendidos hacia delante y logra agarrarse a algo -¿una rama muerta? ¿el cuerpo rígido de un animal muerto?-, ganando así estabilidad suficiente para dar un paso y después otro en aquella sustancia que ofrece resistencia a cada movimiento. El objeto quebradizo al que se agarra es en efecto una rama aunque ella no puede verla, una rama negra cuya única vida es el musgo resbaladizo que la cubre y los parásitos que la comen por dentro. Mía se las apaña para dar un par de pasos vadeando la ciénaga aún así, pero en menos que canta un gallo la rama se quiebra y el impulso del paso siguiente es revertido en forma de empuje hacia atrás. La mujer se suelta, cae de espaldas lanzada a una zona más profunda y cuando trata de levantarse pierde pie y se hunde hasta el cuello. Con horror comienza a manotear, dándose cuenta de que no podrá nadar en esta substancia que parece querer tragársela como embudo que succiona. Ahora asciende por su cuello invadiéndola con su toxicidad, puede notar que se insinúa en su barbilla queriendo llegar a su boca, casi besándola, señal inequívoca de que ella se está hundiendo. Todos los intentos de salir a flote son inútiles, de hecho ya se sabe lo que ocurre con las arenas movedizas: cuanto más lucha uno por salir, más profundo se hunde uno en ellas. Pronto el barro negruzco se meterá en la boca de Mía y ella tragará, y abrirá más la boca buscando aire, y entonces este engrudo pestilente penetrará hasta sus pulmones desbordándole la tráquea.

                                                                                         

                                                                                               YANOS

Sin saber cómo, Yanos había llegado a los lindes de su territorio. Era la primera vez en siglos que se aventuraba hasta allí. Hacía mucho tiempo que no se veía en la necesidad de hacerlo, le resultó extraño darse cuenta de que estaba tocando la gran roca esculpida en forma de cráneo que marcaba la frontera con el desconocido más allá.


Desalentado por no poder seguir adelante, experimentando de golpe la paradoja de sentirse enjaulado en aquel pantano interminable, Yanos está a punto de darse la vuelta cuando de pronto la huele. La siente. Una criatura viva, una hembra en celo, justo detrás de él. Pero contra todo lo esperado, no es el pálpito mental de un semejante lo que percibe. Lo que quiera que sea esa criatura que se debate entre la vida y la muerte a poca distancia, definitivamente no es un naga.
Los naga son parecidos (vagamente parecidos) a los humanos en la mitad superior de su cuerpo, salvo por el par de alas membranosas que algunos ejemplares tienen a la espalda. Su garganta está provista de laringe y pueden hablar, pero sus cuerdas vocales no están tan desarrolladas como las de un humano y eso hace que su voz suene anormalmente grave, baja y quebradiza. La falta de costumbre influye para que sean torpes hablando, y es que estas cuerdas vocales prácticamente no son utilizadas por los naga. Ellos se comunican a través de la mente y de las sensaciones, sin palabras de un sujeto a otro, pudiendo incluso crear un entramado múltiple que funciona como una inteligencia colectiva. De esa manera pueden también comunicarse a larga distancia, aunque Yanos lleva ya tiempo sin sentir la vibración mental de un semejante, ni siquiera un mensaje de alerta.


Hay pocos naga, cada vez menos. Yanos no lo sabe, nadie se lo ha dicho pero siente una especie de certeza irracional, algo que nace de su instinto y le impulsa a moverse hacia la hembra: su especie peligra, son pocos los que quedan y reproducirse es la única salvación, aunque sea fecundando a otra especie para crear un individuo híbrido de sangre no pura. No sería la primera vez que un naga se apareara con otra especie incluso por divertimento, algunos tipos de criaturas eran susceptibles de quedar preñadas pero otras no y sólo la naturaleza sabía por qué.


La criatura que se ahoga -Yanos puede sentir su asfixia- a pocos metros de él le envía una señal mental distorsionada, una alarma de socorro. A Yanos le cuesta entender y no puede reconocer esa energía que choca violentamente contra la suya, pero siente la lucha por la vida y el terror que está experimentando la criatura como un puñetazo en el pecho que afecta a su propia respiración. La empatía es instintiva e instantánea, y esto es raro que le ocurra a un naga con un individuo de otra especie, pero Yanos no puede pasar por alto esta llamada de la misma forma que no puede evitar que se refleje en su propio cuerpo el dolor y la angustia de la criatura desconocida. Entre los naga esta empatía es lo normal; impregnarse uno de otro es lo habitual porque son permeables mentalmente entre sí, pero de un naga a otra especie no se traza este vínculo de forma espontánea. No es habitual que un naga sienta la necesidad imperiosa de salvarle la vida a un individuo que no es naga.


Incapaz de no responder, Yanos se gira hacia el punto de donde procede la señal y alcanza a ver un brazo moviéndose desesperadamente como queriendo agarrar el aire, salpicando olas de agua negra.
Sin pensarlo dos veces, el demonio serpiente atraviesa las aguas ponzoñosas que son su elemento natural moviéndose tan rápido como una centella de color cobre. Agarra ese pedazo de carne cálida que es Mía, abrazándola contra su propia frialdad e izandola por las axilas, pegándola a su pecho para protegerla del veneno en el agua con su gruesa piel, y se yergue haciendo toda la fuerza que puede con el tronco para desplegar sus más de seis metros de envergadura alar a fin de levantar el vuelo y perderse entre nubes de vapor llevándola consigo.

                                                                                                ****


Hace calor en la húmeda cueva. Poco a poco Mía vuelve en sí, dándose cuenta de que está de pie y manteniendo el equilibrio gracias a fuertes ataduras en torno a su torso y su cintura. Ha de estar amarrada a un poste, a una columna o algo semejante; sus piernas también han sido inmovilizadas por separado y eso le impide cerrarlas, aunque son pesados grilletes lo que lleva alrededor de los tobillos y no cuerda mordiendo la piel. Olvidando toda cautela, abre los ojos a tiempo para encontrarse con el ser de grandes iris como discos amarillos que la contempla confundido a poca distancia, casi frente contra frente.


Antes de verle ha sentido su aliento y oído su respiración, ¿o era un silbido? el ruido que hacen los crótalos y otras serpientes cuando exploran el aire con su lengua retráctil. La criatura, en efecto, tiene los labios entreabiertos y Mía comprueba con horror que puede insinuarse en su boca el trazo de una lengua bífida, larga y negra como la tinta, cuya punta dividida asoma de vez en cuando.


—Humana.—pronuncia el ser.


Sin embargo la criatura no despega los labios para hablarle a Mía. Se comunica con ella sin pronunciar una palabra, simplemente penetrando en su mente y acomodándose allí como si estuviera en su casa y pudiera tranquilamente salir y entrar a placer.


La voz mental del ser, suave y sin atisbo de rotura, se sintió como una hoja de cuchillo violando la frágil mente de Mía. Ella no supo si estaba viviendo una escena en un sueño o alucinando por la medicación experimental de la clínica.


—Humana—corroboró a su vez sin hablar, hipnotizada en los ojos del ser. De hecho no ve su cuerpo porque siente que sólo puede mirarle a los ojos, está atrapada en ellos como en una tela de araña. Y es como si su mente respondiera por reflejo a esa voz, contestando antes de que ella pudiera decidir si era mejor callar, a pesar de que Mía nunca antes se hubiera comunicado así que ella supiera.


El ser asiente y coloca la palma de la mano en la columna de roca a la que Mía está atada, flanqueando el cuerpo de la mujer con su musculoso brazo extendido y acercándose tanto que parece querer mirar a través de ella. Ladea la cabeza; la cara de marcados -pero no obstante delicados- rasgos tiene ahora una expresión entre la duda y la ferocidad contenida.


—Te devoraría si pudiera—le espetó de mente a mente sin asomo de pudor.


Lo haría, desde luego que lo haría, está viendo un soberbio pedazo de carne ante sí, pero...


—No, por favor—Mía se encoge contra la columna y trata de apartar la mirada de esos discos amarillos pero no puede.


—No tengas miedo—le respondió el ser. A Mía le pareció que sus hombros bajaron con resignación en aquel momento—no puedo devorarte. Nos estamos muriendo.


Los naga se estaban muriendo. Yanos sabía que el eclipse de su especie estaba cerca, sabía que ese día llegaría pero no se podía imaginar que lo más parecido a una solución fuera, a fin de cuentas, aparearse con una humana. Normalmente uno no copula con lo que come, a no ser que uno quisiera cometer un acto bizarro por divertimento y ese no era el caso.


—¿muriendo?—Mía continuaba atrapada en la matriz amarilla de aquellos ojos que ahora mostraba un reflejo verdoso.


El ser, aún recargado contra la pared apoyándose sobre su brazo derecho, levantó la mano izquierda y acarició la mejilla de Mía, apenas un roce con las largas uñas que parecían esmaltadas en negro brillante.


—Mi especie—explicó sucintamente sin hablar, y de paso exteriorizó una sospecha, más bien un temor—Creo que yo soy el último. El último que queda.

-continúa-

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