Los perfiles de las sierras circundantes, que en la hora del amanecer aparecerían afilados y tocados de especial trasparencia, ahora se iban suavizando en medio de un vapor malva y dorado. El sol se aferraba de manera perentoria a las paredes del abismo; parecía como si el recién inaugurado verano derramase lágrimas de albayalde al verse arrebatado de tan bellas panorámicas y tener que ceder su espacio a un imperio de negrura y estrellas alejadas. 
El momento vesperal me sorprendió en uno de los asientos del parapeto de la Alameda del Tajo. Mis ojos, abrumados por tanto como habían contemplado, dirigían oraciones al vuelo de los pájaros y a la disolución de lo quedaba de día. Un viento aromado de hierbas y flores trepadoras subía por el desfiladero. Pronto se encenderían las farolas, y mis tripas ya empezaban a recordarme la hora de la cena.
 
 
Desvié mi atención del abismo porque escuché las voces de dos mujeres jóvenes que estaban dando un paseo a sus respectivos perros. Parecía que éstos habían hecho buenas migas, y las mujeres hablaban de quedar cada día a pasear juntas para cultivar la amistad de sus perros, y ya de paso las de ellas mismas. Sea como fuere, al día siguiente yo ya no estaría para ser testigo de tan hermoso acontecimiento. Las nuevas amigas se fueron siguiendo un mismo recorrido, y sus voces se las llevó el último rayo de luz que desapareció tras la línea de las montañas.
Me puse en pie dispuesto a empezar una ruta nocturna por las hermosas calles de Ronda. A estos efectos, decidí tirar por la zona comercial, que era la que registraba mayor animación a esa hora tan sosegada del anochecer. En cuanto a cena, no me compliqué demasiado: tomé un bocado en el primer restaurante de comida rápida que se me abrió al paso. Cuando terminé mi colación, ya la noche había hecho caer su telón de sombras. Las farolas brillaban en la Carrera Espinel, una brisa de dulzura hacía olvidar el calor de la jornada.
 
 
La calle ascendía ligeramente, tirada a cordel, y no paré de caminar en la esperanza de arribar a algún sitio interesante. Conforme más avanzaba en mi caminata, el gentío iba raleando y los sitios de ocio se volvían más escasos. Las tiendas se veían cerradas, cosa atípica en un lugar de tanto atractivo turístico. Incluso me pareció que el resplandor de las farolas había aminorado perceptiblemente.
Llegué a la confluencia con la avenida Martínez Astein, junto a las puertas de un centro de salud, y se me planteó la posibilidad de seguir mi paseo por los barrios pegados al desfiladero. En consecuencia, torcí a la derecha, internándome en un conjunto de calles que parecían tocadas con la negrura del abismo. Mis pasos eran errabundos, sin un objetivo concreto, prescindiendo de leer los nombres de las calles por las que estaba pasando.
En un momento dado, dejé a un lado un instituto de educación secundaria, que llevaba por nombre “Profesor Gonzalo Huesa”. Me produjo una gran ternura la paz que trascendían las ventanas de las aulas cerradas y el jardín de entrada arropado en las penumbras de la noche de verano. Imaginé cómo estaría ese lugar en sus momentos de mayor actividad, acaso en lluviosas mañanas de primavera, y la curiosidad se me activó hasta tal extremo, que no me hubiera importado impartir clases allí para comprobarlo.
Acto seguido, me interné en las primeras calles de la barriada del Padre Jesús, donde los desniveles eran salvados por breves tramos de escaleras. Parecía como si las pendientes fueran al encuentro del abismo. Era posible ver los patios de las casas con todo detalle, en uno de los cuales sorprendí a una familia entregada al siempre agradable ritual de la cena. A lo lejos refulgía la mole de la iglesia de Santa María la Mayor, allá en el Barrio Árabe.
 
 
Casi fortuitamente, me metí en una plaza muy encajonada, que tenía el apropiado nombre de Plaza de la Oscuridad. Debí de andar muy cerca de la Posada de las Ánimas, donde una vez estuviera alojado Cervantes, pero la penumbra de la noche y el cansancio acumulado durante la jornada, no me permitieron estar muy atento a los sitios por los que pasaba. Tan sólo era consciente de que me estaba apartando de la proximidad del abismo.
Al final, por medio de un callejeo que yo llamaría onírico, acabé de nuevo en la Carrera Espinel, junto a los escaparates de una hermosa tienda de juguetes de época (“El Pensamiento”). Los grupos de gente volvían a hacerse notar. Los bares y tabernas arrojaban cascadas de luz al exterior. Suponía un acusado contraste con el sosiego y las penumbras de los barrios que acababa de visitar. Fue entonces cuando decidí darme otra vuelta por el Barrio Árabe, embellecido con el tibio fulgor de las estrellas.
 

 
Me topé con algunas casas de altas fachadas, que ahora tenían todo el aspecto de encontrarse deshabitadas. Imaginé vidas de ensueño, fantasías de poeta tras los miradores de vidrios emplomados, unos ojos de tentación ocultos del sol de la siesta, unas cortinas que servirían de hamaca a los rayos de la luna de agosto, carruajes tirados por caballos de largas crines, sombreros de época, tiestos de flores en las cornisas, y tal vez yo ahí, en mitad de tantas bellezas.
 
 
¡Qué hermoso estaba el Puente Nuevo, todo él iluminado! No había casi viandantes por el lado del Barrio Árabe. Rehice el camino que había seguido esa tarde. Las calles estaban alegremente alumbradas, pero no me salió nadie al paso. Volví a asomarme por la reja de la plaza de María Auxiliadora. El abismo estaba sumido en tinieblas, el aire olía a flores mojadas de relente. Quizá Miranda Warriner estuviera en su terraza estudiando los diseños de la luna sobre sus rosales dormidos, y seguramente Lucas Charnock recordaría en el camino que descendía al valle otra noche que pasó con aquélla en Londres, en un balcón que se abría a las arboledas del parque de St. James… Mi alma era una piedra porque los sueños superaban el número de mis vivencias. Pensé que debía haberme paseado menos entre las páginas de los libros y haberme abierto más al trato humano, a las nuevas experiencias, a los viajes impremeditados. Era como una tristeza que no me angustiaba y que no me impedía seguir con mi vida. De jóvenes no somos conscientes de las oportunidades echadas a perder, de los proyectos que se podrían llevar a la práctica con tan sólo liberarse de las ataduras de la rutina. Ronda estaba aquí como pudo haber estado en mi pasado. Llegué fuera de tiempo, pero no tarde tampoco. Ya no era joven, pero aún tenía ojos para ver y un corazón para hacer sueños de las nuevas vivencias.
 

 
Seguí caminando. Mi paso se tornó más lento de lo acostumbrado.
Antes de llegar a la plaza de la Duquesa de Parcent, me dio por bordear la iglesia de Santa María la Mayor por su parte trasera. Pasé bajo un arco que unía los dos lados de una calleja y llegué a la plazuela de Sor Ángela de la Cruz. Allí contemplé una especie de estrado de piedra rematado por una cruz de forja. Justo en ese instante, me topé con dos mujeres que tenían toda la apariencia de turistas trasnochadas; al menos ya no me encontraba solo en las calles del Barrio Árabe.
 

 
Esa noche descubriría que no había andado lejos del palacio del Duque de Ahumada, fundador de la Guardia Civil, y de la iglesia de la Virgen de la Paz, donde se venera a la patrona de Ronda. No pude por menos de recordar que los tres primeros años de mi vida habían transcurrido en Manzanares, un hermoso pueblo de la provincia de Ciudad Real, y la calle donde teníamos el domicilio se llamaba curiosamente “Virgen de la Paz”. En cuanto reparé en esta coincidencia, sentí que un viento de nostalgia agitaba las honduras de mi alma. 
Otra vez la calle Armiñán, otra vez el monumento a los viajeros románticos, pero ahora con los matices especiales de una noche andaluza de verano. Nadie caminando por ninguna de las aceras, excepción hecha de mí mismo, un viajero incalificable, tal vez alguien que deseaba percibir y expresar algo que queda más allá de lo rutinario. Volví a maravillarme ante la fastuosa iluminación del Puente Nuevo. Me sentí contento de haber emprendido ese paseo intempestivo, de haber venido a Ronda en definitiva.
Aún mi reloj no marcaba las once de la noche, y el único establecimiento que aún tenía las puertas abiertas ya estaba anunciando el cierre por medio de megafonía. Supuse que los turistas extranjeros que visitaban Ronda debían de recogerse a hora temprana para iniciar sus recorridos con las primeras luces de la mañana.
Di un paseo por el parque de la Alameda del Tajo, junto al parapeto, y estaba igual de desierto. Aproveché para hablar un rato con mi familia por el móvil. Los árboles se arropaban con la oscuridad nocturna. Luces aisladas destellaban en distintas zonas del valle. Junto al resplandor de una de las farolas, pude asistir a un baile de luciérnagas. Soplaba un viento que venía de lejos. Tras el cese de mi llamada telefónica, me apercibí de que había llegado el momento de conceder un reposo a mis cansados huesos.
 
 
Mi hotel estaba situado en el barrio que lleva por nombre “El Mercadillo”. Llegado a la plaza de la Merced, me fijé en que no se veía ninguna luz en las ventanas de en derredor. El cansancio cayó como una losa sobre mis hombros. Había sido una jornada de muchas emociones.
Antes de echarme a dormir, me dispuse a leer un rato del libro que había comprado en el Museo Arqueológico de Ronda. A pesar del cansancio, mi mente estaba excitada y me acabé el libro casi sin pretenderlo.
La madrugada iría muy avanzada cuando por fin venció el peso de mis párpados. Ronda es un sueño sin necesidad de estar dormido para vivirlo.
CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
 
 

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