Áspid

                                                                                                                Martha Estela Torres Torres

Mi madre lo sospechó siempre, ella sabía con certeza que mi vida no era luminosa ni clara. Que mis días estaban contados y que respiraba contra reloj. Sabía que un animal se agazapaba bajo las arterias y los ligamentos de mi cuerpo. Que estaba allí bajo el amparo del tiempo y que como una ojiva algún día despertaría de su letargo para estallarme el corazón. “Si se manifiesta –me decía- echarás a perder tu vida, perderás los frutos de tu esfuerzo que has sembrado con devoción y entrega.” Ella sabía que mi vida pendía del hilo delgado e invisible del azar, de la suerte que tarde o temprano se ocuparía en cobrarme la moneda de la quietud, y afloraría en el instante supremo al activar el amor; mientras tanto mi piel seguía adormecida y silente, esperando como las flores el momento de la primavera para estallar de luz.

Cuánto dolor y cuánta dicha se concentraba en mi envase corporal, fermentando  su potencia hasta el día en que llegaste con tu cuerpo de viento y fuego a develar los misterios inscritos en los raudales de mi sangre. Con tu mirada y la destreza de tus manos supiste despertar la humedad callada de mi piel y aparejados en tu lecho, donde los dioses sorteaban mi piel entre la espuma y tu carne revivimos las leyendas inverosímiles del amor, ¿dije, amor?  Como un ladrón me invadiste, apoderándote del soplo vital de mis latidos, dejándome percibir el movimiento atlético de los cielos.

Así, entre las tinieblas del miedo y la osadía del deseo empecé a embriagarme de tus caricias y del calor de tus muslos desde aquella tarde de julio; mes en que la madurez del verano inventa nuevas historias para los amantes. Desde entonces el dolor me quemaba los sueños por no permanecer contigo al amanecer. Sensaciones de atracción y desconcierto cimbraron mi cuerpo, sin embargo me empeñaba en darle la espalda a la verdad, aún sabiendo que la vida tiene gloria, pero con su respectivo infierno y en el momento menos esperado nos devora por completo, obligándonos al armisticio o a caer del árbol prohibido con las manos llagadas por el arrepentimiento.

Ahora estoy pagando el precio del atrevimiento con esta culpabilidad que prevalece como si fuera una enfermedad que todo domina y somete al yugo de su locura, sin dar tiempo al razonamiento ni a una leve esperanza, ni siquiera a la implantación de la prudencia.

Después de mucho tiempo de vivir al filo del abismo, reconozco que mi madre tenía razón: la pasión es un áspid que nos atraviesa el cuerpo, su veneno circula, late, se expande y tarde o temprano nos estallará el corazón.