Spielberg, los Globos de Oro o cuando Hollywood huele el miedo

Quentin Tarantino y Steven Spielberg en la gala de los Globos de Oro.

'Los Fabelman' arranca con una escena de 'El mayor espectáculo del mundo', la película de 1952 de Cecil B. DeMille, y acaba con una secuencia delirante y genial en la que nada más y nada menos que David Lynch encarna a nada más y nada menos que John Ford.

"¿Dónde ve el horizonte en ese cuadro?", le grita el director de 'El hombre que mató a Liberty Valance' a un joven asustado aprendiz de cineasta. En la imagen, aparece un indio contemplado en contrapicado en un alto de Monument Valley. "Abajo", replica el novato. "¿Dónde ve el horizonte en ese otro cuadro?", repite el realizador desde su único ojo al descubierto. "Arriba", responde ahora el interpelado.

En ese caso lo que se ve es al séptimo de caballería acosado por los apaches y hundido en una sima. "Recuerde en situar el horizonte arriba o abajo, en medio es aburrido", se escucha de moraleja.

Toda la película autobiográfica (o casi) de Steven Spielberg es un homenaje al propio cine, a Hollywood y, apurando, a sí mismo. Se diría que tiene mucho de reivindicación, de canto desesperado, de despedida tal vez. De todo eso o -si de una guerra se tratara contra un enemigo como las plataformas, por ejemplo- de toque a rebato.

La idea no es otra que llamar la atención sobre todo aquello que hizo grande, peculiar y eterno a ese extraño arte que, como diría José Luis Cuerda, "sólo es un haz de luz en la oscuridad". Esto, en efecto, es la guerra.

Pues bien, Hollywood entero parece haber caído en la cuenta de que quizá, sólo quizá, su tiempo se acaba. Una vez más. No es la primera vez que ocurre algo parecido. Y lo sucedido en los Globos de Oro es la mejor ejemplificación de algo tan humano, demasiado humano, como la sensación de miedo. No sólo se ha optado en el apartado cine por premiar la más conservadora de todas las opciones, sino que la propia escenificación de una gala que rápidamente se ha asociado con términos como reconciliación, expiación o redención ha dado cumplida muestra de que, fuera escrúpulos, lo que está en juego es otra cosa.

Ya el discurso del presentador Jerrod Carmichael dio la pauta. "En un momento estás preparando té de menta en casa, y al siguiente te invitan a ser la cara negra de una organización en apuros. A veces la vida va así de rápido", dijo tras soltar la perla, que no quedó claro si era broma, de que el principal motivo de su presencia sobre el escenario era el medio millón de dólares cobrado.

De repente, todos los escándalos desaparecen, ya no cuentan, y, dos años después, cuando se creía que eran cosa del pasado unos premios como éstos -esencialmente racistas, deshonestos y corruptos-, reaparecen en todo, o casi, su esplendor. ¿Quién dijo boicot?

De golpe, y merced a la intervención de la empresa propietaria de la revista 'The Hollywood Reporter', lo que antes era una gala presuntamente sin ánimo de lucro ahora ya es, y sin el menor amago de pudor, una empresa comercial. Se acabaron las bromas y los buenos sentimientos. Lo que cuenta, lo que siempre ha contado, es el dinero. Y ya.