UNA EXPERIENCIA ÚNICA E INDESCRIPTIBLE EN MEDIO DEL DESIERTO

Llevaba casi cinco horas de marcha cruzando Turquía para llegar hasta Anatolia, al sur del país, lugar de mágica belleza. Ya no aguantaba por más tiempo la sed desesperante, y así se lo hice saber a Sehmi, aquel novio turco que prometía convertirme en una reina por estas tierras, donde él era tan rico como un Jeque. Esta es otra historia.

Detuvimos la marcha en un oasis, pero no de esos oasis que muestran las películas de Hollywood, no. En realidad un oasis por estas tierras es un lugar donde hay agua subterránea, humedecen la arena y esta se solidifica en lomitas donde los nómadas construyen o escarban una cueva, le colocan una piel de algún animal en la entrada, para evitar se cuele la arena suelta hasta el interior, donde se guarecen con sus familias.

Camino, y me coloco frente a una fuente rustica en el centro del lugar donde se habían construido varias casas de arena sólida. Trato de llenar la cuenca de mis manos con unas gotas de aguas que salen de la fuente. Tendré que esperar bastante, pienso, mientras veo caer las gotas del preciado líquido. Uffff, que desespero.

De momento me veo rodeada de tres niños curiosos, con sus caritas iluminadas por el intenso sol que arde hasta en el alma. Me ofrecían unas frutas jamás vista por mis ojos occidentales. Me explicó Sehmi que eran higos frescos, y que los aceptara, en esta cultura no se rechaza jamás un obsequio. Me explicó que me quitarían la sed mejor que el agua, que caía caliente gota a gota.

Tomé las frutas y les di las gracias en español, seguido traté de sacar unas monedas para dárselas en retribución, pero no las aceptaron, y salieron corriendo despavoridos. Los seguí con la mirada, y vi como se metían en una de las cuevas. Le pedí a Sehmi que les diera las monedas, él las llevó hasta la cueva. Al instante, casi sin poder moverme y evitarlo, tenía a una mujer envuelta en harapos arrojada a mis pies, besándolos y balbuceando unas palabras en turco.

Pregunté desesperada qué me decía, y con movimientos rápidos, trataba de levantarla del suelo: - por favor no, no, le decía en español. – No por favor, no haga esto. Ella agradecía las monedas, que representaban miel, leche y dátiles para comprar alimento para un mes para toda su familia.
Logré que dejara de besarme los pies, el sentimiento más confuso, más doloroso jamás experimentado por mi alma, imposible de ponerlo en palabras. Sehmi logró explicarme que la mujer me pedía que me llevara al niño más pequeño para América, y tuve que, con lágrimas en mi rostro, explicarle que no era posible, que en aduana no lo permitirían.

Nos alejamos de lugar en un silencio de cristal que cortaba la respiración, y ahora, pasados muchos años, aún siento el desesperante sentimiento de aquella tarde en medio de un desierto, y me pregunto: ¿Qué habrá sido de aquel niño que no me pude traer conmigo para América?

Carmen Amaralis Vega Olivencia