Primera parte:  http://www.creatividadinternacional.com/profiles/blogs/vlma-i?xg_so...

 

              —Pero, hombre, ¿cómo no te vas a acordar?  Se llamaba Vilma o Wilma, no sé. Decían que era un nombre alemán, pero ella y su hermana, que se sepa, sólo estuvieron en el Norte. Y sus padres… Eso sí que fue un misterio. Nunca se supo si sus tíos se hicieron cargo de ellas porque las abandonaron o porque habían muerto.

              Y continúa dándose apenas un instante de respiro.

              —Antes de venirse a vivir, acudía todos los veranos, no perdonaba uno. Se quedaba  desde el principio hasta el final. Se notaba que le gustaba esto. No sé en qué trabajaría, porque estudiar, desde luego, no. La hermana sí que tenía estudios. Se oía que tenía un puestazo en la Junta.  Aquí vino poco. Se notaba que era más señoritinga. No le iba el pueblo. Claro, no encontraría a los tíos de su gusto, los vería inferiores, brutos. Pero a la tal Vilma o Güilma o Uilma o como se diga, a ésa sí, se notaba a la legua que perdía los vientos por los machos del pueblo y, bailando, bien que se los dejaba arrimar.

             Tío Simón da muestras de impaciencia.

              —Entraba por la puerta de la zapatería. Claro, pensarían que pasando por allí no levantarían sospechas, pero la gente no es tonta. Sí, sí, en cuanto salía el padre con los niños, aparecía el fulano. Como si hubiese estado vigilando. Y visto y no visto, se colaba como un ladrón. Menudo fracaso de negocio. Sería de los pocos que entraron en la tienda, y ese tío no entraba a comprar zapatos…  Desde que estuvo en boca de todos no creo que nadie volviera a entrar. Menuda es la gente del pueblo,  como para andar metida en esas cosas.

            Toma aliento y continúa:

             —Se oyó decir que era un tío casado. ¡Valiente sinvergüenza! Los hombres son todos iguales: ven unas tetas y una falda y encima forastera y pierden el sentido. Sí, lo reconozco, la muchachita tenía una buena delantera y un cuerpecito que parecía el de una avispa, pero, hombre, hay que tener cabeza, que el encandilamiento dura dos días y después a ver como se desenreda uno del lío. ¿Y ella? Venirse al pueblo a poner los cuernos al marido…  Y con dos niños pequeños. Menudo panorama, ya me dirás tú a mí.

             Tío Simón chasquea la lengua y calla. En su semblante se aprecia contrariedad y creciente tensión.

             —A él le estuvo bien empleado, aunque como digo yo, un trancazo por un gustazo. Cojo de por vida. Yo, lo del accidente no me lo creo. Lo que creo es que el señorito cornudo encargó el trabajito a un matón, porque seguro que ni para eso valía; para lo otro, ya sabemos…

             —No seas mal pensada, mujer, un accidente es un accidente.

             La Enriqueta se revuelve en la silla con gesto de contrariedad.  Permanece un momento callada mientras desvía su mirada hacia las estrellas. Quizá reflexione tratando de encontrar una nueva veta o el hilo perdido de su discurso.

             Inopinadamente cambia de asunto. Farfulla que esa noche no se han cruzado con nadie, que la gente del pueblo no sale a la calle, que con la moda de las televisiones y los aires acondicionados se meten en casa y nadie quiere saber nada de nadie. “Ya no es como antes —continúa con el soliloquio—, cuando todo el mundo salía a tomar el fresco y te enterabas de lo que ocurría… Eso es lo importante: las cosas del pueblo y no las tonterías de la tele, que, además, son mentiras.”

            Tío Simón ha ido asintiendo con ligeros movimientos de cabeza las irrefutables sentencias de la Enriqueta sin despegar la vista del suelo.

            Después, prosigue un silencio cargado de tensión.

           —Se dijo que era tractorista —suelta de pronto la Enriqueta.

          Un respingo provoca que tío Simón a punto esté de caer de la silla. Chasquea la lengua mientras trata de equilibrarse. Después, simula sujetarse una pierna con ambas manos en tanto se recompone emocionalmente.

        —Y debió ser cierto, porque más de una vez se vio un tractor aparcado en el  camino del río. Claro, desde allí veía salir al marido con los niños, iba, en un momento hacía la faena y se escabullía. Pero la gente ve, y una vez pase, pero una y otra y otra… La gente no es tonta. ¡Ah!, y por lo visto era un hombretón. Sí, sí, la muchachita querría un buen macho, uno que la dominara de verdad y no lo que tenía en casa… Aunque el chico era elegante y educado que todo hay que decirlo.  Yo te digo una cosa: puesta a elegir, hubiera preferido a ese muchacho que a cualquiera de los brutos que hay sueltos por aquí. Pero la señoritinga tuvo un capricho y no se paró a pensar en el daño que hacía a su propia familia, porque mira la María y tío  Sebastián, ni salen de casa por pura vergüenza, porque no se los señale con el dedo.

         — Son muy mayores, casi no pueden moverse –argumenta con cautela tío Simón.

         —Y tú, ¿cómo estás tan enterado? —replica crecida la Enriqueta.

         —Lo sabe todo el mundo, no hay más que verlos. Deben rondar los noventa años –responde pacientemente tío Simón

         —Sí, pero valiente sinvergüenza, liarse con la mujer de otro… Y con dos criaturitas. Y además en su propia casa. Tu dirás lo que quieras, pero eso está feo, muy feo, Simón.

         —Déjalo ya, mujer.

         La Enriqueta vuelve a caer en esos mutismos temporales que otorgan un respiro a tío Simón. Aun así parece intranquilo. Tal vez espera un nuevo ataque sorprendente y con una perspectiva nueva y  desconcertante.

         —Mira que no venir a ver a sus tíos. Bueno, a lo mejor se lo prohibieron. Desde luego no es para menos. Tener que pasar por aquella vergüenza…

        —Tus hijos tampoco vienen a verte todos los días, que se diga.

        —Simón, no compares. Ellos tienen que hacer su vida.

        —Tus nueras no quieren dormir en esta casa, ni siquiera comer…

        —¡Anda, cállate, no desvaríes! ¡Deja de decir tonterías!

        La Enriqueta respira hondo, como si tomara nuevas fuerzas antes de acometer una previsible batalla final. Está encolerizada, pero poco a poco parece que su semblante se recompone. Y enseguida continúa:

        —La colocaría la hermana. No creo que  murieran de hambre Tengo curiosidad, hombre. Porque, ¿de qué iban a vivir? Y, desde luego, la casa no la vendieron. ¿Quién iba a querer una casa tan grande? Y seguro que tenían buenos muebles, porque, claro, había que aparentar. Me gustaría saber cómo estaba amueblada. Que alguien me lo contara. Pura curiosidad, pero me gustaría y mucho.

         —Eso pasó hace mucho tiempo –murmura tío Simón entre molesto y vencido.

         La Enriqueta queda extrañamente  pensativa, eleva la mirada y la deja perdida entre las estrellas. Después, la dirige a los gastados pantalones de pana de tío Simón y a continuación busca su mirada. Él, arqueado, mira al suelo por entre las piernas abiertas.

         De golpe, ella, casi gritando, le espeta:

        —¿Tú no tendrías nada que ver?

        Con aparente calma y tomándose el tiempo preciso, responde entre dientes:

        —Qué cosas dices, mujer.

 

         Doce campanadas rasgan el silencio de la noche.

 

        Tío Simón se levanta dificultosamente con su crónico balanceo y avanza lento y con acusada  cojera camino de la habitación.

La Enriqueta mira su figura encorvada, pensativa, con la boca entreabierta y los ojos semicerrados, escrutadores.

 

 

 

                                           ©  Del libro de relatos “Algo que contar”  2011   T.H.Merino

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