Visita inesperada

                                                                        Martha Estela Torres Torres

 La encontré herida en el portal de mi casa en una noche fría, pude atraparla a pesar de la oscuridad y de sus intentos por escabullirse. La llevé al cuarto de servicio, la puse en una caja y la cubrí con mantelitos. A la mañana siguiente la encontré muy débil, apenas podía mover sus alas. Era blanca pero tenía un lunar negro en su ala izquierda como si también tatuara un dolor. Sus patitas estaban inflamadas por eso le puse pomada, un vendaje y le di migajón remojado en leche. Con mis manos activé su calor y poco a poco fue recuperándose. Tiempo después ya comía pedacitos de fruta y empezó a volar de un lado a otro de la ventana. Así duró varias semanas ejercitándose en sus cortos viajes, notablemente contenta y con más fuerza. En cuanto me veía volaba hacia mi cabeza y se dejaba consentir.

En esa convivencia terminó el invierno y un día soleado de primavera le dije: “Ya estás bien, tienes que volar y seguir tu rumbo”, la tomé con delicadeza acariciando su plumaje suave, besé su piquito y abrí la puerta al sol. Se fue, emprendió el vuelo hacia el infinito sintiendo seguramente plenitud. Después dio varias vueltas alrededor de la casa y se posó en la barda como si no quisiera despedirse. “¿Por qué no te vas? ¡Ya estás sana!”

Ella me miraba desde su altura, exhibiendo su garbo, sus plumas alargadas, moviéndose inquieta y dubitativa. Esa misma noche me asomé, y ya no estaba, “seguramente irá muy lejos”, pensé con nostalgia. Al día siguiente cuando fui a tender la ropa, la vi caminando apurada por la marquesina del techo, entonces le puse una cacerolita con agua y arroz. Comía apurada y de repente movía sus alas elevándose tal vez para ir al parque, a otras colonias o a la presa. Así fue nuestra alianza, ella viajaba por territorios celestes o marinos pero volvía siempre volando dando varias vueltas alrededor de la casa antes del anochecer.

Un día ya no apareció. No regresó a casa ni tampoco cerca, supuse que encontró una parvada de palomas o de pájaros y emigró con ellos a algún lugar abandonado para guarecerse de la lluvia y el frío. Así transcurrieron algunos meses en que acepté tristemente su ausencia pensando que era feliz, volando tal vez en las rutas del viento, jugando con niños en la plaza o en el atrio de la iglesia.

Un domingo salí al jardín para recibir el calor del sol después de una noche lluviosa, y cuál va siendo mi sorpresa que ahí estaba mi blanca paloma, quien al verme emitió un intenso zureo comunicándome su regreso; venía acompañada por un palomo gris que se movía con rapidez de un lado a otro picándole de vez en cuando la cabeza. “Regresaste” expresé llena de júbilo y desde ese momento se quedaron a vivir conmigo, libres.

A veces contemplo su ritual amoroso cuando el palomo se esponja produciendo suaves sollozos, y con un ligero temblor de alas camina alrededor de su amada arrullándola con ternura. En otras ocasiones empiezan a volar frente a mi ventana, y escuchó golpecitos en el cristal hasta que salgo a verlos.

Un día nublado se fueron juntos, y al tiempo, solo regresó la paloma vestida de ceniza y tristeza. Su compañero ya no volvió esa noche ni ninguna otra. Ella continúo su labor de explorar el cielo y navegar el viento durante el día, retornaba siempre puntual, pero dormía sin probar alimento. Salí varias veces a ver si podía acariciarla o si volaba hacia mi cabeza, pero ya no quiso jugar conmigo.

Así transcurrieron algunos días, se iba temprano y regresaba agotada al oscurecer, y durante ese tiempo ya no escuché aleteos frente a mi ventana. Una tarde ya no volvió. Pasaron varios meses sin novedad, y un día lluvioso de invierno la encontré sobre la loza de mi patio, titiritando y enferma con polvo y escarcha en sus alas. Abría el piquito, tratando de inhalar más aire y retener su último aliento. Le di agua con mis labios, calor tratando de reanimarla y al sentirme cerca, suavemente inclinó su cabecita y expiró.

Al tercer día de su muerte llegaron decenas de palomas al jardín, ahora hay blancas y grises que vuelan y vuelan sobre la casa dejando una estela de sombras, una población de plumas, un murmullo constante, trayendo el calor del sol entre sus alas. Apresuradas se perfilan cerca, expresan su lenguaje especial y con intermitentes zureos me consuelan. Después de comer granos de arroz o maíz salen a su travesía y regresan juntas reproduciendo cantos míticos que me llenan de alegría y me adormecen en horas de desvelo y enfermedad.

Todas las palomas blancas hijas tienen un lunar negro en su ala izquierda como si compartieran conmigo el dolor crónico de mi alma. Vuelven con gran barullo al atardecer y llegan con una o dos nuevas compañeras sin ninguna venia. “Tal vez ya son nietas.”

Esta casa es ahora un santuario donde la paz emana con la multitud de palomas que vuelan por doquier, van y vienen desde el amanecer y a veces vagan por la penumbra misteriosa. Se posan sobre el alféizar de las ventanas y equilibran su peso sobre los cables eléctricos sin temer a la oscuridad ni al vacío.

Siempre me despiertan con el batir de sus trémulas alas pronosticando la vida o la muerte, el ciclo de la luz o el cambio de clima con su constante parloteo. “Vuelan sobre mí, sobre mi soledad, sobre mi dolor.”    

 

 

 

 

 

 

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