Tío Simón chasquea la lengua. Entre las sombras nocturnas desplaza su figura rolliza con notorio balanceo. Colgada de su brazo, la Enriqueta, supone un esfuerzo extra del que no va a quejarse. Sabe que no solo es inútil, sino que además le caería una buena reprimenda. Ella habla de todo, todo lo mezcla y para todo tiene respuesta. Si se empeña pone en aprietos a cualquiera con sus atropellados y altisonantes discursos.

                El calor sofocante de esta noche calinosa obliga a ralentizar el paso y a redoblar esfuerzos. Sus cuerpos bamboleantes cruzan el puente romano que une la población con el cementerio. A escasos metros, solo separadas del río por un camino estrecho marcado de anchas roderas, se levantan las primeras casas.

                Ella, de pronto, tironea de su brazo; él chasquea la lengua y se detiene en seco. Permanece  quieto. Sin preguntas. Mira al suelo, pero de reojo observa cómo la Enriqueta escruta un edificio de dos  alturas y construcción moderna. Un escaparate manchado de yeso delata el pasado comercial de la planta baja. Enclavado próximo al tejado, un potente foco deja al descubierto indecentemente los desconchones  de la fachada.

                —Veinticinco o treinta años… Si no son más… ¿Qué habrá sido de ellos? —farfulla la Enriqueta.

               Con semblante grave, reflexivo, vuelve la vista hacia el puente; después, de nuevo a la casa, como si midiera la distancia o  sopesase alguna posibilidad.

              En determinado momento, nutrida de  detalles, aparenta darse por satisfecha, se recoloca su voluminoso y caído pecho y con un brusco empujón le indica que continúe.  Tío Simón, obediente y sufrido, arranca con su singular balanceo.

              ─Sería más o menos de mi edad. ¿No te acuerdas?                                                                   

              Tío Simón, arrastrando a la Enriqueta, camina en silencio.

              Aunque sin aparente convicción, trata la Enriqueta de introducirle en el tema, de hacerle partícipe, de encontrar un punto de complicidad, pero él camina con la mirada perdida, ausente, sumergido en sus propios  pensamientos. Las conjeturas de ella le resultan indiferentes. Sin embargo, ella siempre dice lo que le viene a la lengua, insiste, la escuchen o no la escuchen.

             Suben a la acera. Ella carga todo su peso en el brazo de tío Simón y una mueca se dibuja en la boca de este al acusar el esfuerzo añadido.

             —Dicen que se lió con uno de aquí, pero no se llegó a saber con quién. Bueno, yo creo que sí se sabía, pero se ocultaba el nombre. Parece mentira lo putas que pueden llegar a ser algunas mujeres. ¿No te acuerdas de ella? —le espeta con otro tirón del brazo, intentando meterle a la fuerza en el tema.

             —No —contesta lacónico.

             Es un primer paso, suficiente para saber que la escucha y vomitar, según vaya recordando,  todos los chismes sin omitir detalle, más los propios que añada deformados a su antojo. No hay prisa: el tiempo sobra.

             —Ya queda poco —dice la Enriqueta.

             Tío Simón no responde. Siempre es así. Ella habla y habla, palabras sueltas, frases cortas o retahílas de frases deshilachadas a las que, la mayor parte de las veces, no se las encuentra un significado coherente, un endemoniado puzzle que hay que ir componiendo con paciencia. Pero tío Simón está habituado, conoce bien esa malévola letanía que no se sabe con certeza si declama para sí o para los demás.

             —Abrir una zapatería en este pueblo… Menudo negocio. Decía que las cosas se estaban poniendo mal por allí, que quería que los niños se criaran en un ambiente sano… Menudas razones. A saber qué había detrás.

             El tono creciente de la Enriqueta, favorecido por el silencio que inunda las calles desiertas, toma tintes escandalosos.

            —Habla más bajo, mujer —reconviene con prudencia tío Simón.

              Ella parece molestarse. Y, en señal de enfado, presiona los labios sacándolos hacia fuera. Él continúa cabizbajo, sin modificar el ritmo cansino de la marcha. Avanzan por calles desiertas y mal iluminadas. El ruido de los pasos se antoja fantasmal: dos sombras que se desplazan lenta y  sincronizadamente  por el empedrado.

             Continúan en silencio unos minutos. Poco después, disminuyen el ritmo hasta detenerse.

             —¿Llevas tú la llave, Simón?

             —Sí, ya lo sabes –responde con paciencia.

             Permanecen  frente a una vieja puerta de dos piezas que encajan en horizontal. Tío Simón rebusca en la faltriquera. La luz es escasa. Tantea la cerradura e introduce la llave de hierro fundido y grandes dimensiones. Se oye el ruido metálico del giro, un par de vueltas y empuja el pesado portón;  después, levanta la aldaba y cede el paso a la Enriqueta. Un amplio zaguán da acceso por la parte izquierda a una habitación doble; de frente, diseñado como un vagón de tren antiguo,  se accede al salón y de éste a la cocina.

           Se sientan. Allí acostumbran a hacerlo. El calor es soporífero; el aire, pesado y estático. Tío Simón se quita la camisa y la tira sobre la mesa.

          Ella mira de soslayo, de hito en hito; él lo percibe y muestra turbación ante esa mirada que intuye escrutadora. A pesar de la edad, la grasa acumulada y el abundante vello encanecido, quedan las reminiscencias de un pecho fuerte y musculoso.

          —Aquí no se puede parar. Voy a tomar el fresco –dice mientras se levanta con torpeza.

          —No es para tanto —replica contrariada la Enriqueta.

          Sin prestar atención a sus palabras, continúa su lenta marcha arrastrando la silla. Sale y con asombrosa parsimonia la coloca en la acera. Después se acomoda con las piernas entreabiertas, arquea la espalda, apoya los codos sobre las rodillas y deja que la mirada se pierda en el suelo.

 

           —¡Uf! Dentro no se puede respirar —masculla la Enriqueta, minutos más tarde, mientras deposita la silla en la acera y se arrellana.

           Tío Simón chasquea la lengua sin apartar la vista del suelo.

           —Era la sobrina del chacinero, de tío Sebastián el de la María. ¿Tampoco te suenan? —dice en tono socarrón—.  Eso sí que era un negocio… Seguro que la casa se la construyeron ellos, para tenerlos cerca, como ya iban estando mayores y no tenían hijos… Ella seca como un tasajo y  siempre con ese vestido negro, en invierno y en verano. Y él… regordete y antipático, que te pisaba y no te daba ni los buenos días… Dinero sí que tendrían, si no de qué se iban a venir los otros, más que para chupar.

            Aunque a tío Simón no le sorprende, da por hecho que la Enriqueta tiene el propósito de continuar con ese asunto hasta dar cuenta de todos los detalles, hasta donde sus recuerdos y su imaginación se lo permitan.

 

        *Del libro de relatos "Algo que contar" 2011           T.H.Merino

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