CON LAS ALFORJAS LLENAS DE AUSENCIAS (CUENTO)



CON LAS ALFORJAS LLENAS
DE AUSENCIAS

A mi hija, Mayita

Esa madrugada, a primera hora, se fue en busca de la montaña, en pos de emociones nuevas, quizá de ilusiones nunca vividas. El equipaje abigarrado de cosas distintas que no harían el mobiliario de una casa: platos de una vajilla incompleta, un cuadro que reproduce a Rembrandt, un grabado de Durero en papel maltrecho; y libros y recuerdos como dibujados en estampas de iglesia, y más de todo lo que cabe en un viejo camión. Allá en la montaña estaría la gruta maravillosa que brinda cobijo del frío en estas noches otoñales. Serian olmos y abetos el follaje que abrigaría sus sueños, y los seres de la noche ulularían como lo hacen en la ciudad las sirenas de los automóviles de policía. Pero habrá silencio como el del instante inicial de su viaje con la humedad del cemento en los huesos, y alguna nostalgia anticipada le crea distancia con la realidad, dos realidades que se cruzan, fogonazos sin rescoldo en la invocación de un día que comienza en luna. Siente ahora lo que será su emoción de mañana, cuando ya esté en el albergue definitivo y mire hacia atrás en forma de tristeza que no alcanza aún a ser tristeza.

(La ciudad era de ruido, con su fragor desde el amanecer, su violencia silenciosa en el sol naciente. El café tenía olor de pólvora y el choque de tazas y platos del desayuno se confundía con el chirrido de automóviles y luchas que hacía suyas con buen ánimo. Ser luchador deliberado alimenta valor y la lucha endurece para hacer valientes. Pronto la calle es un pasillo de grumos que debe disolver con pasos seguros, para alcanzar en cada tranco una meta que no sabe que estaría allí; y al alcanzarla desciende para remontar de nuevo caminos que desconoce. Todo se hace a ciegas mientras escucha una música que le viene desde adentro, que traía consigo en la memoria de tantos días de armonía con sus discos viejos: Mozart, Brahms, cualquier otro de sus preferidos. Y susurra en la calle y medita en el tren que toma en la esquina, con el mismo frío en los huesos y la misma desesperanza en el bolsillo, y observa al vecino de puesto, o roza con la mano la de otra persona que cruza con la suya la mirada en el azogue de la ventana que despide anuncios de colores, paredes manchadas, estaciones. Después el arribo al lugar de ayer que lo recibe con las mismas cosas, iguales rostros, conversación de la lluvia, competencia de lámparas, contraste de sombras. Y silencio en la voz de la algarabía; pero no el silencio de la montaña que sueña y que ha visto en folletos de viaje, sino un mutismo que sólo interrumpe el sonar de las vísceras, que lo hace isla y náufrago de un recinto con puertas de vidrio y trepidar de máquinas de escribir, iluminadas o no. De hacer por hacer, señalaren el papel o la pantalla signos de lectura que otros leerán; pasar las páginas del minuto hasta concluir el libro-hora que dejará en el estante herrumbroso para iniciar otro libro de páginas-minuto, y al final la enciclopedia de una mañana que termina con sensación de apetito).

Así eran sus cosas; y las evoca cuando deshace un bulto para hacer otro, o sitúa una prenda de vestir junto a una taza vacía que le habían regalado en Navidad. Ataduras como líos de viajeros medievales que irán por comarcas de peligro en busca de gloria o indulgencia. Todo puesto en desorden para que simbolice el cambio de actitud desde ahora mismo.
No habrá café a la misma hora, ni tren, ni lugar de vidrios opacos. El río humano de las calles será un hilo de agua rumorosa que verá correr desde la gruta elegida. Pronto estará en su destino, sin amigos de antaño, sin los hábitos de su amanecer o la costumbre de un saludo. Habrá otros amigos, otros saludos, pero no podrán anudar en raíces tan profundas como el silencio de una noche interrumpida, la algarabía de un carnaval de colores, el cántico de un templo dibujado de sombras, todas las cosas que desde un tiempo sin inicio fueron suyas, como si hubieran venido en sus huesos, mezcladas con su sangre.

El metálico golpe del bronce es un recuerdo. Traje blanco bien aplanchado y la voz materna indicando el deber de estar presentable. Un corredor que bordea el patio adornado de rosales, con materos de arbustos, un gato, un nido de golondrinas en el exiguo techo sostenido por canales metálicos que dispensan el agua de la lluvia para que no se derrame hacia los dormitorios de altas puertas. La casa, el aroma del tiempo sembrado en la memoria. De lejos, la campana repite el llamado y es como estar de nuevo en la ciudad, porque vienen ramalazos de formas y voces que prenderán de las paredes de la gruta escondida, su escenario de mañana. Está la escuela, los compañeros de tantos años, reencontrados después de vacaciones en los patios del plantel, las historias de cada uno, aventuras a veces inventadas pero que sirven en el momento del saludo. Está la fiesta aquella, en Navidad, cuando abrían los regalos en el día esperado, en torno a un pesebre encendido con estrellas de hojalata.

La campana está en los árboles, en la frescura de la madrugada, y es un recuerdo que saca al viajero de su intranquilo entresueño mientras el camión recorre distancias y lomos de monte obscurecido, y se quedan atrás evocaciones en las vueltas de un camino roto en cada vuelta, iniciado y hecho olvido hacia el encuentro con el día que ya viene.

Al fin pudo ver el paisaje, todavía en la luz sin formas del amanecer, despejada la mente y la mirada para que el río cuchilleado de luna le entrara en la emoción y las piedras del estuario fuesen blandas flores acuáticas sin colores aún, teñidas del sepia de la aurora. Nada escucha salvo el rumor apagado del rio que golpea la lengua de tierra que lo penetra, o el ulular del búho o el silbido de un ala negra y lúgubre colgada de los árboles apenas delineados en la incierta luz. Le parece un sueño lejano y siente que esa vida es prestada, distinta de la que trae en las alforjas, llenas todavía de ausencias, fotografías, recuerdos que deberá sacar para ordenar su casa. Al sentarse al borde de una piedra para contemplar el amanecer, confunde el rojo de las nubes con el grito de las mañanas en la ciudad ruidosa, y el frío que entra en su cuerpo para revolverlo de incertidumbre se hace igual que el aire en los días de niebla en los resquicios de las ventanas, para sacudirlo de la bruma y hacerlo entrar en el escenario de la calle. Y de pronto un gato que surge de la sombra, y el alero de un techo colmado de golondrinas, y el pesebre con estrellas de hojalata: cantos sin eco de la nostalgia.
Todo igual en semejanza y tan distinto a este frío en la gruta refugio. Silencio interrumpido por voces nuevas, igual que allá en la ciudad ya distante. La voz del agua y de los grillos, el taciturno esplendor que comienza a aparecer sobre la montaña. Este paraje no tiene reminiscencia, no convoca una historia ni remueve una emoción.
Por lo menos ahora.

Sin parecer consciente, se desprende de la vaga sensación de inseguridad, tal vez del miedo hacia lo desconocido que resplandece fuera de la gruta: palidez en el parpadeo matinal.
Y rocío en las manos, en las mejillas.

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Comentario por juan ignacio arias anaya el febrero 16, 2019 a las 6:11pm

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