(Hera /Hija de Zeus)

***

UNA ENTIDAD

Pude conocer cómo el silencio expande sus ondas por todo el hábito de humedad del pensamiento; pude sentir cómo mi voz se extendió en espirales luminosas por encima de las agrestes figuras de mi aposento.
Comenzó con un presentimiento hecho de blandura. «Hay días de silencio», quise decir en mi convicción de soledad. Descubrir en las aristas de mi voz el eco de silencio que rodeaba la estancia sombreada donde otrora había desgajado emociones ilimitadas. La imagen de Hera acompañaba esas cavilaciones hechas de distancia y de abandono. Pulso y querencia trajo consigo, pero alimentó derrota y desaliento en el encuentro con el desarraigo más penoso: el de la propia voluntad cuando notó quebrados los impulsos. El espejo amarillento de tiempo deja ver un rostro agostado por la ansiedad. Hay nostalgia de bienes idos, aunque en el fondo de la mirada un brillo de pugnacidad late cóleras contra la displicencia. Es mí propio rostro una inmensa playa donde han dejado sus restos todos los navíos náufragos de viento. Y así como antes no había sencillez de natura ni violencia de símbolos, ahora todo se plena de velos mágicos que son lienzos de eternidad. ¡Frases huecas que nada dicen! Sólo ahora es mi soledad la que deja huellas; y propiciada por Hera, la angustia de hurgar profundamente los abismos del espíritu fue trazando abandono de lo preciado, para ensayar otras búsquedas.
Se me propuso algún día destruir todo lo creado; dejar de ser hombre para lanzarme en persecución de permanencia. Pero esto sólo se logra con la solitaria seguridad de que todo es intransferible. Se deja a un lado todo anhelo de desahogo y se concentra en la conciencia la fuerza del descubrimiento. Ya nada permanece fuera. La lluvia misma-azota por dentro y causa destrozos. Luego se recoge la tormenta y quedan rastros de que un hombre hizo tránsito de esperanzas. Vómito de espumas incontenibles, sucias de algas y represiones, se obtiene con el ulular de los anuncios subterráneos de la conciencia. Y se desprende toda ornamentación para que queden desnudas las asperezas de los fracasos y las alas azules de lo deseable- Ilusiones de sombra las que deja el sol en su veloz huida hacía la tarde. Sólo la huella de la tierra, pliegue trazado por la ansiedad del cosmos, es la que hace la sombra, pues nada haría el sol dibujando rombos y distorsiones si no tuviese el apoyo de las angustias humanas.
Así llegó Hera. Su arribo fue un trazado en la conciencia plana que nunca permite claroscuros. Me hallaba sumido en el letargo de la saciedad, con frugalidad de contrastes. El océano de la rutina se había achatado hasta la línea fina! del horizonte y podía ver a Neptuno en su trono de rocas, sin percibir la rutilante vibración de su entorno. Ni satisfacción ni ansiedad —poderosa contradicción— maculaban mis iniciativas de entonces. Sólo un discurrir grave y sereno —como la noche de meditación del poeta— acompañó las veleidades del dios inconmovible en su atrio de pulsador de sueños. Pero no descubría que se fraguaba una conmoción aún más duradera que el propio término concedido a mi vida. Que fueran esos paseos al borde del arrecife o el inconstante arrastrar el vaho de la tierra fertilizada de lágrimas, no importa en este momento. Sólo cuenta el resultado que impuso la presencia de Hera con su desplante de arrogancia y su rebeldía de ciprés.
Hera instaló su reino en la placidez de mi taller, echó a un lado los requerimientos de la fortuna y ordenó silencio a! lienzo que colgaba con estrépito de la pared de mi conciencia. El tiempo modifica tanto las convicciones interiores como las exigencias que vienen de fuera. Tras cerrar el ventanal, queda el huésped en espera de víspera de nuevas luces; y cuando la noche arropa sus meditaciones para hacerlo ensimismar en pensamientos sin término, desea que et ventanal hubiese permanecido abierto a experiencias desconocidas. Ya la seguridad de lo aceptado como firme destruyese por sí sola, y los pensamientos de poco tiempo atrás son hilos desenredados que pierden todo valor. Así fue mi descubrimiento y mi búsqueda desde entonces.
Guardé mi vigilia en la ventana abierta hacia la noche para que entrase corriente de aire y polen de montaña, y penetró con Hera el fluido que se adivina en las fiestas que los duendes preparan en noches de fogatas y luciérnagas. Visité la oquedad del bosque otoñal donde las hojas lucen la alfombra de oro y sangre y donde pudiera escucharse algún murmullo de humedad. La fuente entonó su melodía con el misterio que añade la oscuridad — que no hay asombro mayor que el agua que mana de la noche, sea en fuente, sea en mar— y fui invitado a la fiesta que se celebraba en el bosque de Hera.
Y ya puedo decir el itinerario del encuentro. La paleta palideció para sumergirme en la inmediatez de mis abismos y senté muy pronto caballetes al borde de la conciencia. Fui transeúnte de huertos que recoge de las veredas las muestras de la expansión, y comparé las prendas que llevaba como atuendo con las que encerraba la ofrenda de la divinidad. ¿Qué danzas podía yo hacer, qué música sonar? Tenía que aceptar el reto o abandonarme sin remedio a una divagación inútil sobre lo vivido y sobre lo que había descubierto recientemente. Si avanzaba en aquello, seria malvenido en el universo de mi saciedad y ya nunca lograría satisfacción ni sosiego con la máscara petrificada de mi inocuidad.
Estaba inseguro de mi permanencia en el bosque pleno de susurros que había sembrado Hera con su plenitud. Me aterraba caminar por los senderos transidos de expectación y me atraía ya para siempre la curiosa proposición de romper instancias, subir cuestas de fuego o descender sin recato a ¡os abismos del dolor o el éxtasis. Hera adornó el océano de pliegues y pudo hacerse sombra, contrapunto de armonías y disonancias. La cita a la fiesta de los duendes se había cumplido y pude ser huésped en un mundo hasta entonces desconocido del cual no hallé más salida.
Ahora estoy solo de nuevo. Hera me abandonó sin decir por qué. Un día, al encontrarme conmigo mismo, después de haber permanecido por muchas horas en el umbral de estancias renovadas, busqué en vano a la fiel compañera. Una nota prendida con elegancia del cortinaje de piedras de mi silencio, anunciaba: «te hallaste y ya no tendrás tregua en el eterno hallazgo. Volverás a necesitar de Hera cuando el tiempo del pasado viva por encima de ti en correría interminable hacia el futuro. No habrá de ese modo presente alguno, pues el tiempo te hará correr sin sosiego en pos de otras esperanzas de creación y perfección. Y no podrás hablar de Hera. Siempre será hoy».
Recogí la nota que significaba muchos sueños e ilusiones. Allí estaba la derrota de todas las convenciones y la entrega más pura a mis propios tesoros. Hera despidió mi fragilidad.

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