El agiotista                                                               I

El hombre viejo y calvo, con sombrero antiguo, se mesó los bigotes con discreta alegría después de prestarle treinta mil pesos a la clienta cuando falleció  la madre de ella, quien aún no cumplía los setenta años.  Salió de la funeraria de prisa, después de abrazarla con intensidad, pretextando su más sentido pésame.

Días después, una amiga visita a la mujer divorciada, para consolarla en su duelo.

—Los agiotistas no nacen, se hacen  –afirmó Janette con severidad–  son de madera podrida, dijo alterada.

—Pero te prestó para el funeral… Saliste del apuro.

—Pues es lo que aprovechan esos tipos: la necesidad apremiantes de la gente; te  hacen sentir que te ayudan, pero después te sangran...

—Pero tú le agradeciste un poco exagerada...

—Lo hice, por la sensibilidad que tuve ante la muerte de mi madre, y después para ver si no me cobraba lo mismo que a todos, porque quería hacerme creer que soy especial. Pero fueron puras tanteadas, me aplicó intereses altísimos.

—Los bancos son igual de ruines, pero están legalizados y no replican el interés como el prestamista.  Pero lo qué tú querías es que no te cobrará, ¿verdad?

—Pues sí, porque me da coraje que ande tras de mí, el muy rabo verde. ¿Qué no se habrá visto el septuagenario en un espejo? 

—Entre más viejos son peores, andan a la caza, haciéndose los tiernos e indefensos…

—Me acuerdo que llegó una mañana de lo más acicalado, y se sentó frente a mi escritorio como si yo tuviera tiempo para atenderlo, pidiéndome café, por cierto usa mucha azúcar. ¡Cree que se volverá dulce, el amargoso!  Ja, ja, Ja.

—Es que no tiene qué hacer el ruquito, ja, ja, ja.  Sus clientes trabajan por él ¡Espera vencimientos y listo! Es su preocupación; pero que ponga un negocio… y trabaje legal.

—Pero así está mejor, porque ya ves, yo con la tienda batallo, y hay buenas temporadas, pero ni así me alcanza pagarle al vejestorio. 

—¿Y te sigue molestando?

—Casi todos los días, ¿tú crees? Me llama y coquetea como que no se da cuenta; pregunta por mis hijos y la enfermedad de mi hermano, porque la mensa le conté las que paso con él y además con mis hijos.

—Sí, ya sé; las mujeres hablamos demasiado…

—Pero, ¡el inútil habla hasta por los codos! Según esto trata de consolarme y apoyarme, pero oh, falsedad, como no solté prenda me cobra más, el méndigo.

—Entonces ya no le des alas, amiga porque…

—Sí, ya sé, utiliza su mejor ardid para lograr propósitos, y se la cree, el imbécil, porque un día le dije: le sentaba bien su bufanda de rayas, pero al contario se veía más demacrado, con su color cenizo y la piel ajada por edad y sus excesos. En eso llegaste tú aquel día y me rescataste de sus zarpazos. ¿Te acuerdas?

—Sí, claro, pero yo no sabía quién era. Me lo presentaste tan formal que pensé era familiar.

—Pues le seguí la corriente, a ver si me daba por lo menos un mes de gracia, por eso el estúpido se cree dandy, y hasta tuvo la desfachatez de pensar que le voy a hacer caso, ja, ja, ja. Si me lleva como veinte.

                                                                                                  II

El hombre de tercera edad que parece tierno e inofensivo en su dulce hogar, comprueba que su mujer ha salido, y respira profundo, se sienta satisfecho frente al escritorio, abre el libro de registros, cuenta las letras de cambio, calcula el porcentaje e interés en cada adeudo, suma meses atrasados y sonríe siniestramente al recordar especialmente a la clienta que lo hace sentir joven y feliz como en épocas pasadas.

Antes de que aparezca su mujer, tan acabada y paciente, realiza entusiasmado una llamada, e intentando modular su voz rasposa, saluda:

—Hola, Jeanette: ahora no te llamó para cobrar, ahora solo deseo saludarte, y decirte que sigo pensando en ti –sumamente atento espera la respuesta, la voz apacible y remilgosa de su amada dulcinea, así le dicen sus supuestos amigos por eso cree ser correspondido. Pero la clienta se evade, y solo le pregunta, ¿acaso sabe cómo se escribe mi nombre?  

—Sí, claro ya sé, y lo tengo escrito correctamente en todos los pagarés. Claro que sí, además soy tu fiel admirador. Y puedo ayudarte en lo que gustes, pero debes de abonar a la cuenta Janettcita. Y lo más pronto mejor. Aunque estoy para servirte no lo olvides. ¿Cuándo será eso?  Ya no me dejes esperando tanto...

                                                                                               III

                  —Pobre Sancho, cree el imbécil, que la trae muerta. Ja, ja.

                —Ni tan imbécil ha sabido vivir siempre como parásito de réditos y triquiñuelas, y todavía se jacta  de ser experto en negocios y además tener suerte con las mujeres. Ja, ja, ja.

 

 

 

 

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