Augusto

Por Esteban Herrera Iranzo

En alguno de mis escritos anteriores, hablaba yo de esa suerte que desde niño me ha acompañado, al haber tenido la oportunidad de presenciar, de manera directa y no pocas veces estremecedora, unos casos, cuyos personajes centrales son seres que, en su vida cotidiana, han adoptado un proceder tan complejo que ni el más entendido podría explicar. Tal es el caso de Augusto Palacio, un prieto alto, delgado y cincuentón a quien conocí por los años cincuenta en San Isidro, un barrio de Barranquilla que tuvo origen en tiempos de la Gran Crisis, debido a una invasión de campesinos caribeños que para entonces habían llegado a ella.   

Augusto, como lo llamaban en el barrio, era un hombre callado, de temperamento de pocos amigos, que vivía en un kiosco de cinc, viejo y muy deteriorado, que se encontraba en la mitad de un lote grande y enmontado en su parte trasera, que por las noches no recibía mayor luz que la de un bombillo que, en su interior, colgaba  de un cable eléctrico que venia del techo, y que él encendía ya entradas las siete, que llegaba de vender, por las calles de la ciudad, unos dulces de frutas que él mismo fabricaba.

Para Augusto no era motivo de preocupación las incomodidades en que vivía, como eran, el que para dormir tenía que hacerlo en un viejo colchón de lana que durante el día mantenía enrollado en un rincón y por la noche abría en el piso, ya que el kiosco carecía de espacio suficiente para una cama; o que, para entrar y salir de este, debía hacerlo por una ventana que había en la parte delantera, pues la puerta, ubicada en la parte posterior, se hallaba carcomida por el óxido y condenada por unos pedazos de madera viejos, asegurados, a su vez,  por sendos clavos grandes, ya oxidados. Y es que para él parecía no existir cosa que pudiera interesarle más que su trabajo.

Si bien lo anterior había ocasionado el que sus vecinos lo vieran como alguien digno de admirar, había algo que a ellos no les cuadraba, y era que en el tiempo que llevaba en el barrio, unos tres años aproximados, no habían podido conocerle un familiar, ni más amigo que el diablo, al que invocaba con entrañable devoción por las noches, y esto les había despertado una curiosidad plagada de tal temor que no había paso que él diera en el que los ojos de ellos no estuviesen presentes.        

En efecto, por las mañanas, muy temprano, Augusto, vestido de pantalones, camisa y zapatos blancos, y una boina de igual color en la cabeza, levantaba la lámina de cinc que cubría la ventana del kiosco y la aseguraba con una tranca para que se mantuviera arriba; miraba hacia una y otra acera y se encontraba con el mismo cuadro de siempre: los vecinos parados en la puerta de sus casas, mirándolo, como si desde hacía mucho estuviesen ansiosos de verlo.

 – Buenos días Augusto. Dios lo bendiga -, le gritaban.

El los miraba con sus ojos grandes y saltones, apretaba sus gruesos labios y los llevaba a un lado, y, sin contestarles una palabra daba la espalda y se iba a una vieja y mugrosa mesa de madera que mantenía al fondo, en la que podían verse una olla de peltre, un sartén muy ahumado, un cucharón y uno que otro utensilio de cocina más, y, algo más atrás, una estufa de mecha de dos fogones, sobre la que había una ponchera que contenía los dulces de frutas medio cubiertos por un plástico grueso y de un color amarilloso. Tomaba la ponchera, regresaba con ella a la ventana y la ponía sobre un mostrador que se hallaba en la parte inferior de esta, y que él nunca utilizaba como tal. Y, luego, apoyándose en él con una mano, saltaba hacia afuera.

        - Por Dios, Augusto, no haga eso.  Vea que puede hacerse un daño – le gritaban aquellos.   

Él, sin embargo, haciéndose el desentendido, tomaba la ponchera del mostrador y la ponía en el suelo, quitaba la tranca y la aventaba hacia adentro del kiosco, dejando que la lámina cayera de una manera tan estrepitosa que ocasionaba un ruido metálico espantoso. Sacaba luego un candado del bolsillo del pantalón y cerraba el kiosco con él; tomaba la ponchera del suelo, y, con ella en sus manos, echaba a caminar con un aire altanero que ya todos le conocían. 

       - Que le vaya bien, Augusto. Cuídese mucho – le gritaban uno y otro, sin que él volteara a mirarlos siquiera.

Entrando las siete de la noche, Augusto regresaba al kiosco con la ponchera ya vacía y una bolsa de frutas con las que habría de preparar los dulces del día siguiente.

       - Llegó Augusto, llegó Augusto – gritaban los vecinos, que, desde la puerta de sus casas lo esperaban con unas ansias que no podían contener.

       - ¿Cómo le fue, Augusto? Se ve contento.  

Mas él, con un aire de indiferencia en el rostro, ponía bolsa y ponchera en el suelo, llevaba la mano al bolsillo del pantalón y sacaba una llave con la que abría el candado; retiraba este y lo guardaba en el bolsillo. Alzaba luego la lámina con una mano, tomaba impulso en el mostrador con la otra, e, ingeniándoselas como mejor podía, se sentaba en él y se arrojaba hacia adentro, para dejar que la lámina callera enseguida y produjera el horrible ruido.

– ¿Está bien, Augusto? ¿No le pasó nada?  – preguntaban aquellos con la mirada clavada en el kiosco.

Él, en tanto, encendía el bombillo que colgaba del alambre, tomaba la tranca del suelo, volvía a alzar la lámina, y, sin mirarlos, colocaba aquella entre esta y el mostrador, ponía la mano sobre él y se arrojaba hacia afuera – No haga eso Augusto.  Tenga en cuenta su edad – le gritaban – Vea que puede matarse.

Pero él, sin prestarles la menor atención, tomaba ponchera y bolsa del suelo, y, con ellas apretadas contra el pecho por una mano, llevaba la otra mano al mostrador, se apoyaba en él y saltaba hacia adentro.

- Pero, ¿qué es eso Augusto?  ¡Piense en su familia! 

Él, no obstante, llegaba a la mesa y ponía bolsa y ponchera sobre ella.

        –  No se vaya a poner a trabajar ahora, Augusto. Vea que tiene que descansar.

Mas él, que parecía no estar oyéndolos, volvía a la ventana y quitaba la tranca de un tirón, volviendo a producir el ruido.

  • No se ponga así Augusto. Es por su bien que se lo decimos.

Unas dos horas después se oía dentro del Kiosco el sonido de unos golpecitos del cuchillo contra el sartén, cuando Augusto pelaba y tajaba las frutas. Luego unos sonidos más fuertes que despedía la mesa, cuando él partía en trozos, sobre esta, la panela con la que endulzaría aquellas.

       - ¿Qué hace Augusto? ¿Es que usted no coge consejos?

Algo después el sonar del cucharón contra la olla de peltre, cuando batía los ingredientes para que se cocieran.

  • ¿Y qué es lo que hace ahora, Augusto?

Luego, los chupones que daba a sus dedos al probar el producto, a veces seguidos de unos ayy, ayyy, ocasionados por los quemones que recibía en ellos.

       - ¿Qué le pasa Augusto?  ¿Está bien?

Más tarde, siendo algo menos de las diez, se oía salir del kiosco unos silbidos seguidos de la voz de Augusto – Fiiiiuuuu.  Lucifer. Fiuuuu, Lucifer. 

       – Deje de llamar al diablo Augusto. Vea que se lo puede llevar. Después no diga que no hubo quien se lo dijera. 

Y, algunos segundos después, dentro del kiosco – ¿Quién eres?  ¿Eres tú, Lucifer? ¿Eres tú?

Y enseguida el ruido de lo que parecía un forcejeo entre dos personas, seguido de unos gritos –.  Ese no fue el pacto, Lucifer.  Ese no fue el pacto.

        - ¿Sucede algo, Augusto? ¿Qué es lo que está pasando?

Él, en tanto – No Lucifer, tú no puedes hacer eso.  No puedes hacerlo.

Luego, los vecinos veían cómo la tapa del kiosco se alzaba a medias, y, Augusto, con los ojos desorbitados de pánico, ponía las manos sobre el mostrador y saltaba por encima de él, para enseguida echar a correr por la calle. – Ayyy, ayyy. ¡Me coge el diablo, me coge el diablo!

       - ¡Corra Augusto, no se deje! ¡Corra!

Pasada la media noche, Augusto volvía cabizbajo al kiosco.

       - ¿Está bien, Augusto? Menos mal que no se dejó agarrar. 

Él, en tanto, levantaba la lámina y se arrojaba hacia adentro.

       – Enciérrese bien, Augusto. Y póngase a orar.

Mas, ahora ya todos podían dormir tranquilos.

Al día siguiente, la misma faena:  Augusto con la ponchera en la mano. – Que le vaya bien, Augusto. Que tenga un buen día. Que los venda todos.  Y por las tardes, lo mismo de siempre - ¿Que pasó Augusto, está usted bien? ¿No se rompió la pierna? Luego los sonidos del cuchillo y el cucharón, y el ayyy, ayy de los quemones de sus dedos -. ¿Le pasó algo Augusto? 

 Y, a las diez de la noche el silbido y la voz de Augusto – Fiiiuuuu Lucifeeeer, fiiiuuuu Lucifeeeer - Déjese de esas pendejadas, Augusto. Eso no lo va a llevar a ninguna parte.

Luego la voz de Augusto – ¿Eres tú, Lucifer?         

       - Augusto, deje de jugar con la candela. Vea que el diablo da y quita.    

Luego el forcejeo dentro del kiosko – Ese no fue el pacto, Lucifer. No me has cumplido lo que te pedí.      

       - ¡Por favor, ¡Augusto, piénselo! ¡El infierno no es nada agradable!

Luego la lámina de la ventana alzándose y Augusto saltando hacia afuera – Auxilio, me coge el diablo …

       – Corra Augusto. No se deje.

Y, pasada la media noche, Augusto Palacio volviendo al kiosco.

       - Ay Augusto, qué alivio saber que no pudo alcanzarlo. ¿Por dónde lo dejó?

Y, él levantando la lámina y arrojándose hacia adentro.

       - Enciérrese Augusto, y encomiéndese a dios.

 Y luego, todos a dormir.

De modo que el tiempo transcurría sin que aquel panorama diera la menor señal de querer cambiar.

Una tarde, sin embargo, Augusto llegó al kiosco con la ponchera vacía y sin la bolsa de frutas.

       - ¿Qué tiene, Augusto? ¿Por qué esa cara? ¿Es que no va a fabricar sus dulces hoy?

No contestó una palabra, sino que abrió el candado, alzó la tapa del kiosco y se aventó hacia adentro.  

  • Augusto, ¿qué es eso, por dios? ¿Se golpeó?

La respuesta fue un silencio que se prolongó hasta algo menos de las diez de la noche, cuando se oyó el silbido con el que él acostumbraba llamar al diablo.

       -  Augusto no sea necio. Vea que se lo va a llevar.

       - ¿Eres tú Lucifer?

Por dios Augusto, no sea terco.

       - ¡Hoy es el día, Lucifer! ¡Acabemos con esto de una vez! – Gritó Augusto con una voz que denotaba una rabia incontenible. 

       - ¡Cuidado Augusto! No se vaya a enfrentar a él, vea que lo puede joder.

Un ruido espantoso, como si las láminas de cinc del kiosco estuvieran desprendiéndose, se oyó entonces. Y luego, en el preciso instante en que la luz desaparecía del kiosco, un desgarrador - ayyyy –  aterrorizó la cuadra.

  • ¡Augusto! ¿Está usted bien, Augusto?
  • ¡Augusto, por favor conteste!

Hubo, no obstante, un silencio que comenzó a erizar los pelos de cuantos por allí se encontraban.

        - Augusto, por favor, no nos haga eso. Díganos algo – rogaban los vecinos, al no lograr una respuesta que pudiera indicarles lo que en realidad estaba pasando.

       - No podemos seguir en esta incertidumbre, vayamos a él – dijo un hombre, siendo algo más de las once de la noche.

       - ¿Está usted loco? El demonio está ahí adentro. – contestó una mujer.

Todos se miraron a la cara con una expresión de pavor.  

Y, justamente a las doce de la noche, un hombre, que había tomado una tranca de la puerta de su casa, gritó con una voz llena de coraje: - No podemos seguir así. Tenemos que ayudar a Augusto.  

       - Sí, armémonos y vayamos por él. Que el diablo sepa que no está solo -, gritó otro hombre.

       - Siiiiii, gritaron todos enseguida.   

Corrieron a sus casas y, en menos de dos minutos, volvieron armados de palos, palas, picos y machetes. Una mujer, que casi no podía caminar por la gordura, apareció con un crucifijo de madera en la mano.

Caminaron hacia el kiosco y se detuvieron a unos cuatro metros de él.  El hombre de la tranca volvió a hablar: – Augusto, es la última vez que le preguntamos si está bien. Sepa que su negativa a contestar ocasionará el que su kiosco desaparezca de San Isidro.

       – ¿Está usted bien, Augusto? – preguntó la mujer del crucifijo, con un grito muy agudo que erizó los pelos de todos.

 – ¡Tiene dos minutos para responder! -, gritó el hombre de la tranca.

Pasaron los dos minutos y no hubo respuesta. Todos se miraron en medio de un silencio tétrico, roto, de pronto, cuando el hombre de la tranca gritó: - ¡A la carga!  

Corrieron hasta el kiosco y comenzaron a golpearlo con los instrumentos que llevaban en las manos.

Una mujer, que había llegado hasta la parte trasera, grito de pronto: ¡Vengan aquí! –  Y enseguida todos corrieron a ella. La lámina que servía de puerta estaba en el suelo, totalmente doblada y conservando aún los maderos y clavos con los que había estado condenada. Había, en su lugar, una cavidad enorme, que por la falta de luz impedía ver hacia el interior.

- Apártense -, dijo, con una voz decidida, muy fuerte, un hombre que portaba un machete en la mano. Caminó por entre los presentes y, bajo la mirada de ellos, sacó una cajetilla de fósforos del bolsillo del pantalón, encendió uno, y, con él en la mano, fue hasta el bombillo y lo encendió.  

La sorpresa fue grande para todos: Augusto no estaba. El cucharón, la estufa y demás enseres de cocina que permanecían sobre la mesa, tampoco estaban.  - Ayyyy, virgen Santísima, que demonio perverso, se lo llevó con todo y motetes – dijo una mujer, horrorizada.

          - Sí, por aquí lo sacó -, afirmó la mujer del crucifijo, mientras señalaba con este la cavidad que había quedado de entrada.  

       - Todos se miraron las caras, pensando en lo mismo: El diablo se había llevado a Augusto.  

       –¿No será mejor llamar a la policía? -  Preguntó una mujer

       - ¿Para qué lo busque en el infierno? – Preguntó otra, en respuesta.

  • Pobre Augusto, si al menos nos hubiera oído – pensaban todos.

Días después, vecinos de otra calle del barrio sostenían haber visto pasar esa noche por la puerta de sus casas, un hombre alto, vestido de negro, que llevaba al hombro un saco muy grande, cuyo contenido parecía pesar mucho, pues caminaba con el cuerpo muy inclinado hacia adelante.

Otros vecinos sostenían, días más tarde, haber visto a Augusto esa noche pidiendo auxilio, mientras corría por la calle para “no dejarse alcanzar del diablo”.

Y, con el transcurrir del tiempo, fueron muchos los que sostenían que a Augusto lo habían visto en Venezuela, o en el Chocó, o en una infinidad de otros lugares. Cosa muy común en aquellos casos de personas que han muerto de una manera inesperada y cuyos familiares y amigos, al no haber podido ver su cadáver, guardan por años la esperanza de volver a verlas con vida algún día.

Mas, los vecinos de cuadra de Augusto, que lo habían visto desaparecer, casi que, en sus ojos, habían llegado a una conclusión que no aceptaba objeción alguna: Augusto tenia cuentas pendientes con el diablo y este se las había cobrado llevándoselo con todas sus pertenencias.

No obstante, cabe hacerse algunas preguntas. ¿Por qué el diablo habría de llevarse a Augusto con todas sus pertenencias? ¿Por qué habría de llevárselo en cuerpo, cuando los entendidos en asuntos demoniacos han asegurado siempre que a él lo que le interesa es el alma de la persona? ¿Qué era lo que Augusto reclamaba al diablo con tanta insistencia no haberle cumplido?, en otras palabras ¿Cuál era el pacto que supuestamente había entre ellos? ¿Quién era el hombre vestido de negro a quien los vecinos de la otra calle habían visto pasar esa noche con un saco al hombro? ¿Quién era realmente Augusto Palacio, de dónde venía, cuál había sido su vida antes de llegar a San Isidro? ¿Qué tan responsables podían haber sido los vecinos de su desaparición?

Desde luego que la mayoría de estas preguntas podrían parecer tontas, sin embargo, si nos detuviéramos a estudiarlas bien, podríamos encontrar en una de ellas, la explicación de lo que realmente ocurrió esa noche.

FIN

 

 

 

 

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