La tranquilidad de doña Isabel

Por Arelí Chavira

 −Aún no puedo creer el precio que pagué por esta casa−, dijo doña Isabel, mientras deshacía sus maletas.

 La vieja casona había estado en venta durante mucho tiempo; sin embargo, ninguna oferta apareció, hasta ahora. Escritora solitaria desde que enviudara, necesitaba un lugar tranquilo, sin bullicio, donde pudiera terminar las historias que publicaba.

  −Es increíble que la gente dejara ir la oportunidad de comprar esta maravilla de casa solo porque está al lado del cementerio, supercherías, gente ignorante. Por fin podré terminar mis novelas en este lugar tan callado− platicaba doña Isabel al retrato de su esposo.

 Una vez instalada puso manos, literalmente, a la obra. Se sentaba a escribir al caer la tarde, y con frecuencia el amanecer la sorprendía trabajando. Una noche le mostró que la finca no sería el templo silencioso que ella creía: frente a su ventana, un perro blanco pasaría las noches, a partir de ese momento, ladrándole a la oscuridad. El animal parecía adivinar justo el momento de mayor fluidez de la escritura para ladrar con más fuerza y persistencia, de tal forma, que a doña Isabel se le escapaban los personajes y sus vicisitudes, y su cabeza únicamente atendía a una pregunta: ¿a qué maldita hora se callará ese animal del infierno?

 Conforme el tiempo transcurría, en su interior crecía un odio terrible, siempre temerosa a la puesta del sol y lo que esta traería consigo. Perdió las ganas de escribir y el insomnio se instaló en su cama. Su obsesión por el perro fue en aumento, desde la ventana observaba durante largas horas en la noche, cómo le ladraba a la nada, furioso y celoso.

 −Esta bestia ha perdido la razón, ya no puedo más, debo encontrar una solución, tengo dos meses de atraso en mis publicaciones y no permitiré que este animal endiablado se interponga más en mi camino.

 La luz del siguiente día le trajo la solución: lo envenenaría, de esa forma, acabaría con el problema de una vez por todas.  

 −Detesto hacer cosas como esta, pero es la única manera de recuperar mi tranquilidad−, pensaba mientras se dirigía a comprar el veneno.

 Al atardecer salió de su casa. Congelada por el viento helado, regresó por su largo abrigo negro y una desgastada bufanda, regalo que conservaba de su difunto marido, después, se puso en marcha, debía encontrar al causante de sus desdichas. El semblante de la escritora era lúgubre y decidido; era la única forma.

 Lo encontró cerca del cementerio. Cuando la vio fue a su encuentro como si se tratara de una amiga entrañable. Doña Isabel lo contempló un momento con una penetrante mirada fría, mientras que él corría a echarse a sus pies moviendo alegremente la cola. Por un instante, titubeó, pero resuelta a encontrar descanso, le acercó un gran filete repleto de veneno para ratas. El perro la miró ahora con ojos tristes, pero enseguida lo engulló de un bocado.

 −Se nota que tenía hambre, pobre animal, si supiera que al final de cuentas le estoy haciendo un favor−, se dijo tratando de justificar su acto.

 La mujer regresó rápidamente a su casa para no presenciar el momento, además, tenía mucho que festejar: por fin podría volver a dormir y terminar sus escritos pendientes. Su conciencia molestaba un poco, pero ya pasaría. Al entrar se preparó una enorme taza de chocolate caliente, se apresuró a su escritorio colocado cómodamente junto a la chimenea y al lado de la ventana, frente a la cual, el perro solía dar su estruendoso espectáculo y comenzó a trabajar en un capítulo de su novela.

 Llegó la noche, la más callada en mucho tiempo, se podía escuchar el crujir de la vieja madera y las hojas golpeando suavemente, al desprenderse de los árboles, los vidrios de los ventanales por los que doña Isabel miraba con insistencia en busca del invasor; sin embargo, no había rastros de él, solo el silencio que ahora molestaba más que su odiado enemigo.

 “La luna había menguado en honor a su ausencia, uniéndose así al dolor que le causaba su partida, ¿qué habrá sido del perro…?”

 −Pero qué estoy escribiendo, maldito animal, deja ya de meterte en mis pensamientos, en mi vida. No puede ser, voy a cerciorarme que por fin te fuiste al infierno.

 Exasperada, tomó una linterna y salió de la casa en busca del perro blanco, aquel que convirtiera sus días de luz en una angustiante oscuridad. Caminó rumbo al cementerio, al mismo lugar de la última vez que lo viera, ahí donde ella le pagara sus muestras de cariño con un trozo de carne envenenado. De pronto, algo se movió sobre unas lápidas, a unos metros de ella.

 - Con que no te moriste, ¿qué clase de perro eres? Por dios, ¿qué es…?

 Frente a los ojos de doña Isabel, espeluznantes sombras brotaron de entre las tumbas del camposanto, sombras de ánimas furiosas, atormentadas, que se dirigían hacia ella. Desencajada corrió lo más rápido que pudo a su casa y cerró de un golpe la puerta.  Parada en mitad del recibidor, respirando a duras penas, no daba crédito a lo que estaba sucediendo. Por fin, subió las escaleras buscando un lugar seguro y se encerró en su habitación. Hecha bolita dentro del armario, escuchó golpear su puerta con temible fuerza, y un horrible lamento hirió el silencio tan anhelado. En medio del pánico, por su cabeza delirante, pasaron un cúmulo de imágenes, sus ojos se abrieron tanto que por un momento pareció que se saldrían de sus cuencas.

 −El perro blanco, el perro blanco −, balbuceó.

 Ya lo conocía, su esposo le contó alguna vez sobre un perro blanco que en ocasiones lo seguía cuando iba al parque: “No se aparta de mi lado un segundo, me encamina y se marcha hasta que entro a casa”. También recordó que durante su funeral apareció de nuevo, echado junto a la tumba de su marido, y como un fiel guardián, no permitió a nadie acercase, solo a ella.

 Doña Isabel, lo comprendió todo. Los golpes y los lamentos de aquellas sombras espectrales eran cada vez más fuertes, en cualquier momento entrarían por ella. Con el miedo metido en los huesos, dejó su escondite, tomó papel y pluma de la mesita de noche y se apuró a garabatear una nota: “Tenían razón, todos ustedes tenían razón, las sombras ya vienen por mí, puedo escucharlas gemir del otro lado de la puerta, esto es espantoso. ¿Cómo he sido tan ciega?, los llamé supersticiosos, y en mi obsesivo intento por conservar la ansiada tranquilidad, me deshice del guardián que velaba por ella, por eso era que toda la noche ladraba, me resguardaba de esta terrible hora… debo pagar el precio. Ojalá pueda reunirme con mi esposo y pedir perdón al noble espíritu que intentó protegerme y que yo…  pobre de mí.”

 A la mañana siguiente, la mujer de la limpieza y la cocinera la encontraron muerta, encerrada en su habitación. El médico del pueblo explicó que la causa de su fallecimiento había sido un infarto, “y cómo no”, había dicho tomando la nota de doña Isabel, “si escribía historias como esta”.

 El día de su funeral, al caer la tarde, un enorme perro negro se acomodó sobre su tumba y no hubo poder humano que lo hiciera moverse de ahí.

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Comentario por Ginimar de letras el julio 12, 2018 a las 5:03am

Un relato escalofriante. El ruido nos induce a hacer locuras. Yo lo mantengo a raya con música o tapones. Creo que no estaría bien envenenar a mis vecinos... Los perros ladran para advertir del peligro. Hubiera sido un buen perro guardián si la protagonista lo hubiera adoptado. Pobrecito. Muy bien llevada la historia, me mantuvo pegada a la pantalla hasta el final. Gracias. Un abrazo :)

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