LA IDEA DE NACIÓN Y LA CIVILIZACIÓN

Pueden resultar actuales las ideas sostenidas por Thomas Mann en su obra: Consideraciones de un apolítico (1918), sobre todo porque constituyen una defensa de lo que define a su país luego de finalizar la Gran Guerra. Y eso es lo que todavía las naciones - estado defienden ante el mundo. Cada país tiene complejidades y contradicciones que no son susceptibles de síntesis y por tanto indisolubles, porque “todo destino se fabrica su propia ética”. Y Alemania era – es - un abismo, en palabras del autor.

La nación denota una comunidad de vida que no siempre coincide con el vínculo jurídico o político. Elementos diversos comprende la idea de nación: En principio, el común origen étnico: unidad de estirpe, que siempre tropieza en contradicciones a causa de la mezcla de distintas estirpes, por razones comerciales, conquistas o migraciones. Todo esto puede consolidarse en la adopción que tiene lugar cuando individuos de una estirpe determinada son acogidos en el seno de otra en el curso de las generaciones.

Este es el concepto admitido de la nacionalidad, debido a que la coexistencia de elementos heterogéneos tiende a desaparecer con el desenvolvimiento de la vida en comunidad hacia una misma unidad social.

Niega Mann la unidad nacional de Alemania en la época imperial de Guillermo II. Opone el germanismo al concepto de nación que tenían Francia o Inglaterra, y alega que su Alemania imperial contenía contradicciones espirituales que suprimían la unidad y homogeneidad del país, donde las cosas se resuelven de otra manera: La historia de su formación como nación, la idea de la humanidad. Ese país es para Thomas Mann la Alemania en la que creó y formó su sentido burgués.

Las contradicciones internas de un país no tienen por lo general carácter nacional, no expresan al conjunto social ante situaciones en que los conflictos entre naciones exigen una decisión lo más uniforme posible. Tal resultado es casi siempre inalcanzable, por el hecho de que la población no está conectada con quienes considera sus representantes legítimos: La sociedad civil tiene sus propios intereses y acude a los gobernantes para que les den atención y respuesta. Nada más exigen.
¿Cuál es entonces la conjugación entre el poder político y el derecho de la sociedad organizada?

Hemos vivido la confusión entre la política y la democracia, al no incluir en el reparto de los derechos y cargas un elemento fundamental: El espíritu, es decir la cultura como sostén del juego social. Se ha alejado la cultura de aquellos dos instrumentos del quehacer social armónico. Anda la política por su lado y la democracia por el otro. Si decimos, por azar, aristocracia, se entenderá que en la relación ha sido olvidado el conjunto social, y no es así. En el terreno ideológico comparten espacio estratos sociales aparentemente disociados y hasta antagónicos.

Quizás se deba al uso equívoco que se ha dado a esos términos.

Es comprensible que su lado ideológico pueda cegar al burgués sobre el otro lado que mira la realidad distante de su modo de vida. Pudiéramos relacionar el idealismo político con la ingenuidad crítica acerca de la noción de cultura. El espíritu no es apolítico ni se identifica con la aristocracia.

Los antagonismos han desgarrado a muchas naciones, disfrazados bajo formas diversas, y siempre la causa se halla en la interpretación de las ideas puestas como tema: ¿Cuál es el significado de la cultura, espíritu fundamental de cada nación?
Cultura tiene la misma etimología de la palabra cuidado, referida en su origen a los cuidados rituales dados a los valores del culto religioso. Cultura significa, en el uso común, depuración estrictamente humana, estética y moral: la exaltación de la individualidad espiritual. Es una noción profana vinculada a la civilización, a la ética como moral social, con lo cual se asemeja a la religión en el sentido de que une, liga la voluntad social. Nietzsche lo dijo: “El hombre religioso no piensa más que en sí mismo”, es decir en su propio bienestar, pero se rinde ante la fe y a la confianza en la promesa de que su perfeccionamiento interior beneficiará a la sociedad. Esa misma pretensión tiene la cultura.

El hombre religioso practicante se hace parte de la colectividad y tiene el propósito de penetrar el mundo social sin divisiones, para extender su creencia con fines que muchas veces no son estrictamente religiosos. “¿Qué es eso del Cristianismo social?”, planteó Miguel de Unamuno en su ensayo: La agonía del Cristianismo. Para el salmantino el Derecho y el deber no son sentimientos religiosos cristianos, sino jurídicos, porque lo cristiano es gracia y sacrificio. Y se pregunta: “¿Es que puede ser cristiano lo mismo el que sostiene la tiranía que el que apoya la democracia o la libertad civil?

La cultura de una sociedad se expresa en el arte. El “yo” cultural celebra su esencia mediante el arte y en nombre de la comunidad elegida y no de la sociedad como destinataria del pueblo, con lo que pareciera tener una coloración aristocrática que le da un carácter exclusivo. Es un ejemplo la difusión de la música académica frente a la que ha sido calificada popular. Hay dos expresiones opuestas en el arte, y en cuanto al público, es la población general la destinataria de la obra de arte. De allí la aparente identidad entre la palabra Pueblo y la idea de Nación. En ésta última residen las reminiscencias que hicieron posible la unión de costumbres distintas constituidas armoniosamente para definirlas como unidad social.

Decir cultura es tratar del principio de la identidad nacional de un pueblo. Se impuso temporalmente la vinculación de la idea de cultura como realidad histórica, encarnada en las tradiciones religiosas, morales (costumbres), artísticas. Llegó a asimilarse la cultura con el gran arte, con énfasis en la música, desligada de la ciencia. Del ser esencial de una nación (pueblo) surgirían las exigencias espirituales del presente para ser cultura. En sentido opuesto estaría la civilización en cuanto a forma de organizar la sociedad.

Decir pueblo es decir nación, y en este último término y se disimula la política. Al verlo de este modo, del pueblo nace el arte fundacional de la nación, porque comunica los motivos primigenios que la han formado dentro de su variada constitución étnica y cultural. El artista es el crítico de la sociedad, y desde ya es político, con la esencia moral entendida como el Ethos o morada espiritual que define a la sociedad, o, dicho de otro modo: Las costumbres que sostienen la relación del pueblo. Todo arte es inmoral, al decir de Oscar Wilde, porque la emoción por la emoción es su finalidad, mientras que la emoción por la acción es la finalidad de la vida, y en ésta actúa la política como la energía humana necesaria para que prevalezca la estabilidad social. En la búsqueda del equilibrio el arte no tiene participación, porque al artista interesa la estética antes que la moral y la política, el juego de la imaginación creadora antes que los problemas que surgen de las relaciones sociales. La función del artista es tratar de mejorar el mundo por otros medios distintos de la contienda ética, representando la vida en general para expresar “La vida de la vida”, es decir el espíritu, como lo llamó Goethe.

Se habla de la cultura de Europa como base de la cultura occidental, y se ha propuesto revisar la noción tradicional para incluir la cultura de otros pueblos. Habrá resistencia a admitir la influencia de otros modos de expresar la cultura, y sin embargo en tales expresiones hay dos modos de apreciación. Una, la que está ligada al pensamiento de la cultura y atiende a los elementos de la fundación nacional. De este espacio la obra de arte extrae una visión metafísica y el rigor social de la trama que es la nación. El teatro es un templo en el que el pueblo está en conformidad con la voluntad que supera lo empírico.

El otro modo de expresión social es la civilización democrática, en la que el pueblo o nación se hace parte de la actividad de la comunidad y utiliza la política como su instrumento. La idea de nación es primigenia, y luego se vincula a la de civilización, hasta confundirse ambas.

La tesis positivista de Spengler afirma que los pasos de la cultura van dándose sucesivamente de modo ineluctable hacia estadios de florecimiento, y llegan al agotamiento que seca la savia espiritual que la nutre, hasta la decadencia cultural, para así alcanzar el modo de la civilización, que sería tan solo una técnica racional de existencia. Por eso decía que “un arte es un organismo, no un sistema… No hay un género artístico que atraviese los siglos y las culturas”.

La civilización es el principio de utilidad. Las culturas armoniosas construidas progresivamente no poseen la confusión de aquellas otras en las que priva la idea de alcanzar por cualquier medio el llamado progreso. El tiempo en culturas sedimentadas se mide por el paso lento que da un aprendizaje pausado. Cuando una cultura entra en decadencia, la civilización genera ansiedad y hasta pánico al pretender ir delante del paso ineluctable del tiempo. Los griegos se dejaban regir por largos períodos de tiempo, con la frecuencia de los juegos olímpicos como medida de su transcurso.
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En el pasado se había presentado la oposición entre cultura y civilización. El término “cultura” tuvo una connotación humanista, relacionada con la idea aristocrática del cultivo del espíritu, al modo de la antigua Grecia, mientras que la “civilización” apuntaba hacia la dimensión social del individuo y adquirió un significado político.

Ya esa diferencia es innecesaria porque el pueblo como organismo primigenio se ha politizado y la civilización ha impuesto sus reglas en casi todo el mundo. Pueblo y sociedad civilizada son hoy un mismo mundo ideal, sin que todavía se haya logrado el resultado de fusionar en lo interior nacional, lo originario con lo sobrevenido por la confluencia de otras culturas.

Años más tarde, Thomas Mann aceptó a la democracia que había combatido en sus Consideraciones de un apolítico, con motivo del resultado de la Primera Guerra Mundial. A primera vista pareciera que hubo realmente un viraje, pero lo que ocurrió fue una nueva idea a propósito de la búsqueda del burgués que ha sido la esencia de toda su obra. El autor de una novela como Los Buddenbrook se distanció del imperialismo alemán y percibió la importancia de la democracia, y luego se liberó de la ideología decadente que sustentaba los principios de la Alemania imperial: “… sólo una fanática ilusión puede mantener esta fe en la capacidad de redención del hombre por sí mismo. Lo que sería preciso, lo que finalmente podría ser alemán, serían una alianza y un pacto entre la idea de cultura conservadora y la idea de sociedad revolucionaria entre Grecia y Moscú, para concentrarme en una fórmula (…) que Alemania se encontraría a sí misma el día en que Carlos Marx leyera a Federico Holderlin…” (Thomas Mann: Cultura y socialismo (1928).
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El posmodernismo fue concebido como la producción cultural que rechaza las normas y valores de la vieja tendencia progresista, racional y funcional del Modernismo.
Nada hemos logrado en la poscultura que se llamó primero posmodernismo. La sociedad se planeaba como estructura de valores establecidos en forma horizontal: “La línea divisoria separaba lo superior de lo inferior, lo mayor de lo menor, (…), la instrucción de la ignorancia, la madurez de edad de la inmadurez, los hombres de las mujeres.” (George Steiner: “En el castillo de Barba Azul”).
La cultura ha sido concebida como un modo o estilo de vida social de convivencia pacífica y ordenada, y ese modo de comunicación social también se ha modificado. La infiltración entre grupos sociales altera las relaciones humanas en todos los aspectos: entre personas maduras y jóvenes, entre obreros y patronos, o la división de los modos sexuales tradicionales, por ejemplo. En cita de Steiner, “hombres y mujeres están actuando no sólo en un terreno neutro de indistinción sino que intercambian papeles en cuanto a vestimenta, en cuanto a la psicología, tocante a las funciones económicas y eróticas que antes estaban claramente diferenciadas.” Ya no existen diferencias entre la educación y la ignorancia en el intercambio social, y se impone lo que Steiner designa como eclecticismo personal.
En la poscultura los cortes horizontales se han extinguido, y ahora el orden es vertical. Todos somos iguales en todo, no hay subordinación, y presenciamos la extinción de aquellos cortes binarios que representaban el dominio cultural sobre el código natural. La ruptura se aprecia entre lo civilizado y lo que no lo es.
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Lo dicho en este breve ensayo no ofrece un resultado a la crisis que padece el siglo. El fin de una centuria ha sido siempre el inicio de una época. Lo ha comprobado la historia de la civilización burguesa, nacida de la Revolución Francesa y que todavía es el desiderátum de la sociedad de todo el planeta. La hegemonía cultural de Europa se ha trasladado a América, específicamente a los Estados Unidos de América, porque no es posible desconocer la presencia de otros países del continente. El Lejano Oriente ha asomado su poderío económico.
Decadencia y progreso actuando alternativamente. Aquella tiene signos en su aparición: placer, melancolía, desesperación, memoria. Decaer es un morir sin admitirlo. Espera.

El progreso desdeña la realidad y trata de imponer sus propios atractivos. Es la proclamación del bienestar, dicho en consignas. En cada tránsito la humanidad evoluciona en la técnica y se muestra en aportes prácticos. Ya el pensamiento filosófico apenas figura en el catálogo del progreso.

La prudencia ha sido abolida por el avance de la nueva era. Octavio Paz cita una frase acerca de aquella palabra: “La mejor y más sucinta definición de “Prudencia” la ha dado recientemente Castoriades: “Facultad de orientarse en la historia” ((Tiempo nublado). De este concepto deriva la uniformidad del pensamiento y la acción. Se transforma el mundo pero el carácter individual que caracteriza a la persona pierde esa cualidad distintiva. El mundo se reduce a series uniformes, y mientras esto ocurre, disminuye (acaso puede desaparecer), la energía natural y espiritual que ilumina la razón, y se obstruye la irracionalidad poética que es atributo exclusivo del hombre.

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¡Interesantísimo, mi estimado Alejo! Procuraré ser breve, pues, un comentario a tan profunda cuestión debería extenderse a un volumen literario equivalente al texto mismo. Soy de los que cree que la Humanidad avanza muy velozmente hacia formas mejores de Civilización, aunque, lo de Nación, querido amigo, se constituye en un problema insoslayable para tal logro, y es que cada pueblo tiene sus normas y la noción de Universalismo (definición política) confronta con la de Nacionalismo. 

Me gustan los debates que pueden surgir cuando alguien se anima a poner sobre la mesa cuestiones de orden elemental. 

Buen ensayo 

Ignacio

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