por Eduardo Rene Casanova Ealo

Todo comenzó cuando recién muerto el abuelo Antonio __y apenas acabado de sepultar __, mi madre trató de consolarme y comenzó a hablar de las semillas del manzano. Yo no quería saber en ese momento, de ninguna cosa que tuviera que ver con tierra, ni mucho menos de abrir un hueco para sembrar un árbol, aunque fuese de manzanas. Pero ella siempre había sido así. Todo lo resolvía sembrado algo. Cuando se acercaba a la ventana __ desde la cual veía un cielo minúsculo, gris y familiar __, corría al patio y comenzaba a arrancar las malas hierbas en los canteros, a regar las rosas de espinas, a tiempo que le contaba todas sus penas.

En ponerse a contar penas mi madre siempre fue la número uno. Para el resto, no era muy ingeniosa. Mucho menos, para recordar donde guardaba mis cosas. Cuando yo pedía a gritos mis patines de hierro, o la caja de bolas azules, rojas y negras, ella siempre respondía: ¡Búscalos, hasta que los encuentres! Por eso me quedé de una sola pieza, cuando mencionó el asunto de las semillas de manzana.

La historia de las semillas no creo sea una historia corta, pero si es una historia verdadera. Desde luego para muchos, que no nacieron, ni vivieron en Cuba después del 1959, pudiera parecer incluso, una historia falsa; para otros, una historia imposible, quizás hasta aburrida. Y si la cuento ahora, es porque desde hace mucho tiempo, lo único que me hace feliz en este mundo, es escribir historias, viviendo la esperanza de que, a lo mejor, mis relatos, llegan a ser algo para alguien y no simplemente una pérdida de tiempo, sin propósito, en la vida.

Pero antes de hablar de las semillas del manzano, debo contarles del pueblo donde me tocó nacer y vivir, un pueblo ni feo, ni bonito, pero sin luces, sin redención, ni alcantarillas, ni acueducto, por lo que todos beben agua de pozo, condenados a morir de amibiasis y parasitosis, gastroenteritis y en especial de hambre. Y donde las nubes de polvo rojo hacen que el sol luzca como un payaso con la cara pintada, cada vez que sale, todas las mañanas sobre los tejados y las antenas de televisión.

 En un momento de la existencia del pueblo, no recuerdo con exactitud cual día, ni a que hora, los lugares donde se podía comprar una manzana, de pronto quedaron cerrados, oscuros y desiertos, sin el olor característicos de las frutabombas, los plátanos, las uvas, los melocotones, las peras, las piñas, los mangos y albaricoques. La presencia necesaria y perfecta de todas las frutas y en especial de las manzanas se borró de mi realidad, quedando solo constancia de ellas, las fotos que enviaba el tío Alfredo desde Virginia.

 Por más de dieciocho años nunca vi físicamente a una manzana. Cuando me metía en la cama olorosa a jabón militar me ponía a repasar las veces que había visto en películas como le daban mordiscos a aquellas manzanas ruborizadas, que sonaban crash-crash y escurrían gotas-de-miel paradisíacas, delicias en blanco y negro, casi siempre, oscuras, en el frutero de un set soviético de los estudios de post guerra. Nunca supe por qué las manzanas dejaron de venderse, ni cuál fue la causa de la desconfianza que generaba soñar con una manzana.

Un día llegue a casa de los abuelos. Inmediatamente me di cuenta de que interrumpía algo sagrado. La abuela tenía los ojos llorosos. El abuelo se mecía en el sillón buceando en el infinito de la ventana, para que yo no descubriera su tristeza. La carta del tío Alfredo era el único objeto blanco encima de la mesa. Su hijo les escribía como la nieve cubría todas las calles y los comercios se preparaban para recibir la navidad, por doquier la ciudad mostraba sus galas y luces multicolores, realmente era un espectáculo maravilloso. Dentro de la carta, pegadas con cinta transparente, el tío les enviaba doce semillas de manzana, una por cada año, que no veía a sus padres.

Yo me quede callado, presagiando que aquellas semillas eran las culpables de las lágrimas de la abuela y del sortilegio de silencios que se filtraban del pecho del abuelo en cada quejido del sillón. Este se levantó y con mucho cuidado guardó las semillas en una bolsita, dentro del armario verde donde atesoraba sus cosas, al tiempo que murmuraba: __ “mañana será otro día”.

Con el tiempo las semillas de manzana fueron olvidadas, bajo las leyes que impone el tiempo de las islas, de un presente eterno y siempre del mismo color, donde no existen los pasados diez minutos ni los cincuenta años y donde solo, desde fuera, es posible ver las cosas a través de unos prismáticos puesto al revés que alejan, no solo la realidad, sino además el futuro.

Recordando la fabula de mis abuelos me quedé mirando a mi madre, mientras esta sacaba del armario los objetos divinos de su padre y entre ellos la bolsita con las doce semillas de manzana. Aquella noche única le permití que hablara todo lo que quisiera sobre el peso de la distancia y la separación de la familia. De sus planes para sembrar las semillas en el patio, bajo la sombra del ciruelo, sembrado por el abuelo después de aquella tormenta que inundó las calles del pueblo con un lodazal rojo y maloliente. Le permití que hablara hasta que su pelo se hundió en la almohada y su ronquido se elevó donde los cúmulos ocultaban la Luna.

Aunque las sembró en la mejor tierra del patio y las regaba con pasión cada mañana antes de irse para la tienda, las semillas del manzano nunca germinaron. No pudo presumir de los frutos de un manzano bajo la fuerza del sol tropical. Como si la mejor tierra del patio nos recordara las aberraciones de su origen humilde, incapaz de reproducir a una semilla extranjera, inocente de todo lo hermoso y dulce que sus frutos atesoraban.

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