En 1520, una serie de alianzas dinásticas y fallecimientos prematuros convirtió a un joven de veinte años en el monarca más poderoso de Europa. Nieto de los Reyes Católicos, Carlos había heredado de ellos las coronas de Castilla y Aragón, con sus respectivas posesiones en América y en el Mediterráneo, y reinaba como Carlos I de España desde los dieciséis años. A los veinte, tras la muerte de su abuelo paterno, el emperador Maximiliano I de Habsburgo, fue coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, razón por la que la historiografía lo designa como Carlos I de España y V de Alemania. Pese a ser la más habitual, esta denominación omite otros importantes territorios incluidos en su fabulosa herencia.

Bajo su reinado y el de su hijo y sucesor, Felipe II, España se convirtió en la primera potencia mundial, las artes y la cultura iniciaron su Siglo de Oro y se formó el más vasto imperio colonial visto hasta entonces. El rey y emperador Carlos asumió la antigua idea de instaurar un Imperio universal, entendido como entidad política que, fundada sobre los valores de una misma religión, el cristianismo, habría de asegurar tanto la paz y la prosperidad de las naciones cristianas como su defensa frente a agresiones exteriores, como las del pujante Imperio otomano.

No sin dificultades, y mientras conquistadores y misioneros españoles extendían por América y el mundo los confines de aquel Imperio en que nunca se ponía el sol, Carlos logró hacer frente a la amenaza de los turcos, que bajo el liderazgo de Solimán el Magnífico habían llegado a sitiar Viena en 1529. Pero la expansión de la Reforma protestante iniciada por Lutero, que acabaría provocando un nuevo cisma en la cristiandad, y la animadversión de Francia y de otros países, temerosos de su abrumadora hegemonía, frustraron la realización de un ideal que, visto en perspectiva, difícilmente podía sobreponerse al curso de la historia.

El hijo de Juana la Loca

Cuenta el místico español San Juan de la Cruz, en una carta conservada en el Archivo de Simancas, que Juana la Loca, hija de Isabel la Católica y madre del futuro Carlos V, decía cosas tales como que "un gato de algalia había comido a su madre e iba a comerla a ella", extrañas fantasías de una mujer misteriosa. Sobre la regia locura de Juana se han esgrimido las más caprichosas hipótesis, desde la que afirma que no padecía enajenación ninguna, sino un intolerable protestantismo cruelmente castigado con el apartamiento, hasta la versión más común que pretende, según la tesis de Marcelino Menéndez y Pelayo, que "la locura de Doña Juana fue locura de amor, fueron celos de su marido, bien fundados y anteriores al luteranismo".

Tampoco los historiadores han dejado de tachar a su hijo Carlos I de España y V de Alemania, a quien las circunstancias convirtieron en el más acendrado valedor del catolicismo de su época, de haber incurrido en la heterodoxia, y ello amparándose en el proceso que el papa mandó formar al emperador como cismático y factor de herejes. Pero aquello fue un episodio motivado por aviesos intereses políticos, cuyas razones se compadecen mal con la rectitud de los sentimientos religiosos del emperador, quien en su retiro en Yuste confesaba a los frailes: "Mucho erré en no matar a Lutero, y si bien lo dejé por no quebrantar el salvoconducto y palabra que le tenía dada, pensando de remediar por otra vía aquella herejía, erré, porque yo no era obligado a guardarle la palabra, por ser la culpa de hereje contra otro mayor Señor, que era Dios, y así yo no le había ni debía guardar palabra, sino vengar la injuria hecha a Dios." Marcelino Menéndez y Pelayo apostilla que "al hombre que así pensaba podrán calificarle de fanático, pero nunca de hereje".

El 24 de febrero de 1500, fecha en que los estados flamencos celebraban su día en Prinsenhof, cerca de Gante, el archiduque Felipe el Hermoso y la archiduquesa Juana, más tarde llamada la Loca, rendían pleitesía al nuevo rey de Francia, Luis XII, a pesar del enfado del emperador Maximiliano y de los Reyes Católicos. En medio de la ceremonia, Juana corrió al evacuador (un excusado especial) y se encerró en él sin que Felipe se inmutara. Al cabo de una espera excesiva las damas de honor, alarmadas, hicieron derribar la puerta, y Juana mostró la razón de su encierro. Sola y sin ayuda había dado a luz a su primer varón. Lo bautizaron con el nombre de Carlos en honor a Carlos el Temerario, bisabuelo del niño.

Como hijo de Felipe el Hermoso y Juana la Loca, llegó a manos de Carlos V una vasta y heterogénea herencia, en la que mucho tuvieron que ver la combinación de matrimonios dinásticos y una serie de muertes prematuras de los herederos directos de distintos tronos. Por parte de su abuelo paterno, el emperador Maximiliano I de Habsburgo, recibió los estados hereditarios de la casa de Austria, en el sudeste de Alemania; por parte de su abuela paterna, María de Borgoña, obtuvo el ducado borgoñón, que sin embargo estaba en poder de Francia, y además los Países Bajos, el Franco-Condado, Artois y los condados de Nevers y Rethel. De su abuelo materno, Fernando el Católico, recibió el reino de Aragón, Nápoles, Sicilia, Cerdeña y sus posesiones de ultramar; y de su abuela materna, Isabel la Católica, Castilla y las conquistas castellanas en el norte de África y en Indias.

Una herencia fabulosa y conflictiva

El verdadero problema residiría en la falta de cohesión de todos estos dominios, por lo que Carlos se propuso durante todo su reinado superar el concepto feudal del imperio y darle una nueva dinámica a través de un ideal común que justificase la reunión de territorios tan dispares bajo una sola corona. La figura del imperio surgió ante él como la entidad política idónea para aglutinar los distintos dominios y fundarlos sobre una universalidad religiosa. El ideal común era el cristianismo y, conforme al mismo, Carlos se erigió en el «guardián de la cristiandad», en momentos en que la unidad de convicciones que habían mantenido cerrado el mundo medieval estaban a punto de romperse.

Según Menéndez Pidal, Carlos V asumió el papel de coordinador y guía de los príncipes cristianos contra los infieles «para lograr la universalidad de la cultura europea», de modo que la idea de cristianismo pasase a ser una realidad política. Sin embargo, ésta no era tarea fácil en un siglo como el XVI, en el que los sentimientos nacionales se oponían al universalismo y los príncipes cristianos buscaban consolidar, cuando no ensanchar, su espacio vital en el viejo continente.

Carlos se formó intelectualmente con Adriano de Utrecht, que sería promovido al pontificado con el nombre de Adriano VI, y con Guillaume de Croy, señor de Chièvres, personaje sobre el que recaen las acusaciones de avaricia y fanfarronería. Pasó su infancia en los Países Bajos, y en sus estudios siempre mostró gran afición por las lenguas, las matemáticas, la geografía y, sobre todo, la historia. Paralelamente, sus educadores no olvidaron que un hombre llamado a tan altos designios debía poseer un organismo robusto, de modo que estimularon los ejercicios físicos del joven Carlos, quien sobresalía en la equitación y en la caza, al tiempo que se mostraba singularmente diestro en el manejo de la ballesta. La firmeza de su carácter, rasgo del que dio sobradas muestras en el curso de su vida, parece ponerse en entredicho en sus primeros años, pues, llamado a gobernar Flandes en 1513, fue en realidad su ayo, el señor de Chièvres, quien llevó las riendas del Estado. Pero este hecho se comprende fácilmente cuando se cae en la cuenta de que Carlos tenía sólo trece años por aquel entonces.

En 1516, con la muerte de su abuelo Fernando el Católico, se convirtió en Carlos I de España, pese a la oposición de los partidarios de su hermano, el príncipe Fernando, educado en España. Si bien Castilla dio su consentimiento al nombramiento de Carlos como rey de España, Aragón puso como condición que el nuevo rey jurara su Constitución en Zaragoza, lo que significaba que el monarca debía trasladarse de Flandes a España. Su viaje se retrasó de forma injustificada durante varios meses, y en este interregno había ejercido la más alta magistratura en España el cardenal Francisco Jiménez de Cisneros.

El cardenal Cisneros emprendió viaje, para recibirle, a las playas de Asturias, pero cayó enfermo y hubo de refugiarse en el monasterio de San Francisco de Aguilera, donde recibió la noticia de la llegada del rey con un séquito extranjero. El 18 de septiembre de 1517, después de una dificultosa travesía, Carlos V desembarcaba en el puerto asturiano de Tazones, perteneciente al concejo de Villaviciosa. Lo acompañaban su hermana Leonor, el señor de Chièvres, el canciller de Borgoña y numerosos nobles flamencos. Unos días antes, el 31 de octubre, un monje alemán llamado Lutero había hecho públicas sus noventa y cinco tesis contra el comercio de las indulgencias, que darían pie al movimiento de Reforma contra la Iglesia católica romana.

Cisneros mandó con urgencia una recomendación al monarca rogándole que despidiese a su séquito, temeroso, y con razón, de que ello no haría sino irritar a los cortesanos españoles. Desatendiendo tan prudentes consejos, Carlos mantuvo a su lado a sus amigos y se dirigió a Tordesillas, donde estaba recluida su madre. Obtuvo de Juana que abdicara en su favor, formalidad sin la cual le hubiese sido imposible gobernar. Antes de llegar a Valladolid, Carlos recibió la noticia de la muerte de Cisneros. El cardenal había fallecido sin lograr entrevistarse con el mozo flamenco y atribulado por un inminente porvenir que él, mejor que nadie, preveía conflictivo.

Rey de España

De todos los países que heredó, España fue el más difícil de consolidar bajo su dominio. Carlos se propuso reinar con el exclusivo apoyo de sus compatriotas, repartiendo entre ellos prebendas y altos cargos, lo cual indignó sobremanera a la nobleza local. El partido formado alrededor de su hermano Fernando, su condición de extranjero y el desconocimiento de la lengua castellana pesaron en su contra.

Los tropiezos comenzaron inmediatamente después de que la ciudad de Valladolid recibiese con grandes agasajos, fiestas, justas y torneos al monarca extranjero. En febrero de 1518, durante la primera reunión de las cortes castellanas, se exigió al rey el respeto de las leyes de Castilla y que aprendiera el castellano. Carlos no dudó en aceptar estas exigencias, pero a cambio pidió y obtuvo un sustancioso crédito de 600.000 ducados. Las cortes de Aragón se demoraron hasta enero del año siguiente para reconocerlo como rey, y lo hicieron junto a su madre. También le concedieron un crédito de 200.000 ducados.

En las cortes de Cataluña las negociaciones fueron más arduas. El rey se encontraba aún en Barcelona cuando recibió la noticia de que el 28 de junio había sido elegido emperador con el nombre de Carlos V. El título imperial le era imprescindible para llevar a cabo el gobierno de las numerosas posesiones bajo el signo de la unidad. La corona de su abuelo paterno, el emperador Maximiliano I de Habsburgo, no era hereditaria sino electiva, y la Dieta reunida en Francfort, tras la renuncia de Federico el Prudente, hizo recaer la designación en su persona. Para conseguirla, Carlos había invertido un millón de florines, la mitad del cual fue financiado por los banqueros Fugger, quienes vieron en él la clave del desarrollo económico de Europa.

Carlos regresó a Castilla a fin de preparar la coronación imperial y solicitar un nuevo crédito. La existencia de una fuerte oposición a concedérselo, que encabezaba Toledo, lo llevó a convocar las cortes en Santiago y a continuarlas en La Coruña. La multiplicación de oportunidades facilitada por los consiguientes aplazamientos de las sesiones y el curso itinerante de las mismas allanó las reticencias al crear el clima adecuado que permitió que los representantes de las ciudades fueran presionados y sobornados para la causa del rey. Después de violentas discusiones, los procuradores traicionaron el mandato de sus ciudades y otorgaron el nuevo empréstito. Tras esta votación, la mayoría no regresó a sus ciudades, y quienes lo hicieron fueron ejecutados. Carlos salió de España dejando tras de sí al reino castellano sumido en la «guerra de las Comunidades». Nunca recogió el dinero del préstamo.

El desprecio que los asesores flamencos del rey mostraban por los españoles, el favoritismo en el nombramiento de extranjeros para desempeñar cargos públicos de importancia, las grandes cantidades de dinero sacadas del reino y la designación de Adriano de Utrecht como regente durante la ausencia del rey fueron algunas de las causas de la revuelta de los comuneros. Ésta fue en un principio una verdadera rebelión contra la aristocracia terrateniente y el despotismo real, y, ante todo, una defensa de la dignidad y los intereses castellanos nacida en los municipios como un movimiento burgués.

Sin embargo, antes de la derrota de los últimos rebeldes en Villalar, el 23 de abril de 1521, el levantamiento había degenerado en una revuelta incoherente, identificada más con las tradiciones feudales que con las reivindicaciones económicas y políticas de la burguesía. También el reino de Valencia se sublevó por entonces. El movimiento fue animado por las germanías (asociaciones de artesanos) de Valencia y Mallorca, que lanzaron contra la aristocracia a las milicias reclutadas para hacer frente a los piratas del Mediterráneo. Carlos no pudo menos que respaldar a la aristocracia en su acción represiva. Las germanías fueron derrotadas en 1523 y sus seguidores duramente castigados.

Mientras tanto, antes de dirigirse a Alemania con objeto de ser coronado, Carlos visitó a sus tíos Enrique VIII y Catalina de Aragón para conseguir el apoyo de Inglaterra frente a Francisco I de Francia. En esos momentos, la flota española comandada por Hugo de Moncada aplastaba a los turcos, que eran así expulsados del Mediterráneo. Esta acción fue de vital importancia para los planes del monarca, ya que aseguraba las vías comerciales de los Fugger y saldaba la deuda contraída con los banqueros para sobornar a los electores que lo nombraron emperador. El 23 de octubre de 1520, Carlos V fue coronado emperador en la ciudad de Aquisgrán. En una ceremonia de gran pompa, le fue colocada la casulla de Carlomagno y recibió su legendaria espada Joyeuse, la corona, el cetro y el globo. A sus veinte años era el jefe de la cristiandad.
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Entretanto, el reciente invento de la imprenta servía tanto para difundir las antiguas como las nuevas ideas, y la doctrina protestante había alcanzado una gran popularidad en Alemania. Las tesis luteranas se habían transformado no sólo en una crítica religiosa, sino en el germen de un movimiento político con fines de emancipación territorial y de secularización de los bienes eclesiásticos. Carlos, educado entre humanistas, coincidía con los luteranos en criticar las estructuras de la Iglesia. Consideraba que era ésta, y no la fe, la que debía ser objeto de una profunda reforma; había que acabar con la corrupción de los obispos, las ansias de riqueza, la intromisión en los asuntos públicos y el escandaloso comercio de las indulgencias. El mismo papa había llegado a autorizar a las mujeres la firma de contratos de indulgencias que luego debían pagar sus maridos.

Carlos V consideró oportuno situarse por encima de estas querellas, y durante años trató de conciliar las posiciones más radicales. Seguía en ello las enseñanzas de Erasmo de Rotterdam, que postulaba la sencillez del cristianismo primitivo, el rechazo de los formalismos y boato rituales y de las supersticiones, y una piedad religiosa «en espíritu». Pero en 1521, tras la dieta de Worms, el emperador comprobó que el acercamiento de las posiciones de Martín Lutero y la Iglesia de Roma era imposible, y las diferencias, irreductibles. Sus acciones se encaminaron entonces a dirimir cuanto antes estas disputas, a resolver los asuntos internos de sus reinos, a acabar con el bandolerismo y a fortalecer su gobierno para unir a la cristiandad y dirigirla contra el Islam.

Éste fue el momento que Francisco I de Francia, decidido a terminar con el predominio de los Habsburgo, aprovechó para iniciar una guerra que consideraba inevitable. La acción de Francisco I, aliado con el papa Clemente VII, obligó a Carlos V a responder enérgicamente. Su ejército derrotó a las tropas francesas e hizo prisionero al rey francés en Pavía, el 10 de marzo de 1525. Dos años más tarde, Carlos atacó al papa y su ejército entró en Roma. Las tropas españolas y alemanas saquearon la ciudad durante una semana. La deserción de Andrea Doria, que en 1528 abandonó al monarca francés para sumarse a la causa imperial, dotó a Carlos de una potente flota y forzó al papa a recibirlo en Roma. La Paz de Cambrai, firmada el 3 de agosto de 1529, obligó a Francisco I a reconocer la soberanía del emperador sobre Milán, Génova y Nápoles.

Resueltos momentáneamente los enfrentamientos militares, Carlos V creyó que era la ocasión de solucionar pacíficamente las diferencias doctrinales. A tal fin convocó la dieta de Augsburgo, aun con la oposición papal, en 1530. El intento fue vano, ya que ni luteranos ni católicos romanos quisieron ceder en sus posiciones. La influencia conciliadora de Erasmo había perdido fuerza. Se inició entonces una larga guerra civil que enfrentaría al ejército imperial con los príncipes luteranos, aliados de Francisco I, quien a su vez había pactado con los turcos; la paz no se firmaría hasta 1555 en Augsburgo, y, para las aspiraciones de Carlos V, tendría más de claudicación que de armisticio: se reconoció a los protestantes la libertad de culto y la propiedad de los bienes expropiados a la Iglesia antes de 1552.

Carlos V había regresado a España en 1522, una vez sofocada la rebelión comunera, y permaneció en el país durante los siete años siguientes. Durante esa etapa realizó un gran esfuerzo para comprender el carácter español y acercarse a las preocupaciones de sus súbditos. Aprendió a hablar el castellano e hizo de él el idioma de la corte. Los pasos políticos que dio en este periodo tendían a congraciarse con los españoles, a pesar de que ya no existía un peligro real para la corona. Su boda en 1526 con su prima Isabel de Portugal, hija del rey Manuel I de Portugal, fue bien recibida. Igualmente lo fue, al año siguiente, el nacimiento del primogénito, el futuro Felipe II. Los españoles empezaron a reconocer en Carlos a un rey con autoridad moral, que aceptaba paulatinamente y de buen grado la españolización de su administración imperial.

Carlos gobernó sus dominios como el más alto exponente de una organización dinástica, y en cada estado designó un regente o un virrey, a veces miembro de la familia de los Habsburgo o elegido de la nobleza española. En cada país de la monarquía, como llamaban sus contemporáneos al imperio de Carlos V, había un virrey, como en Aragón, Cataluña, Valencia, Sicilia, Cerdeña, Nápoles y Navarra. En los Países Bajos tenia un gobernador general, que fue su tía Margarita de Austria (hasta su muerte en 1530) y posteriormente, hasta 1558, su hermana María de Hungría. Los dominios alemanes habían quedado en manos de su hermano Fernando. Su pensamiento se asentaba en la idea de que la unión familiar constituía el mejor soporte para su vasto imperio. También las Indias, Perú y Nueva España estaban gobernados por virreyes.

Tanto en España como en sus otros reinos, el gobierno de Carlos V constituyó una monarquía personal ejercida a través de instituciones centralizadas, pero no unificadas. De este modo el monarca, antes que rey de España, lo era de Castilla, Aragón, etc., y su poder estaba condicionado por las leyes locales. Carlos se valió del Consejo Real, heredado de sus abuelos, los Reyes Católicos, y lo reorganizó en consejos especiales según las distintas tareas administrativas. Había dos tipos de consejos, el de Estado y los que integraban el cuerpo administrativo propiamente dicho.

La modernización de los órganos de gobierno requirió, conforme a los criterios del emperador, la progresiva exclusión de los consejos de los miembros de la nobleza y del clero, incluyendo en su lugar a consejeros procedentes de la clase media y juristas. Como dato revelador, en las cortes de Toledo de 1538 fueron expulsados nobles y eclesiásticos con el pretexto de su oposición a la sisa, impuesto directo sobre el consumo de carne, harina y otros alimentos.

En la práctica, Carlos V tenía contacto con los consejos a través de sus secretarios, motivo por el cual la figura de éstos cobró gran importancia durante su reinado. Como los otros órganos de gobierno, las secretarías se asentaban sobre criterios nacionales y no imperiales. Entre la masa de secretarios de Carlos, destacaron Francisco de los Cobos y Nicolás Perrenot, señor de Granvela. Carlos tuvo siempre plena conciencia del poder y las banderías de los secretarios. Así, cuando en 1543 dejó a su hijo Felipe como regente de España, le remitió las famosas Instrucciones Secretas de Carlos V a Felipe II, verdadero compendio de consejos para gobernar un imperio, en las que le indicaba cómo valerse de las rivalidades de los consejeros y de sus ambiciones personales. Asimismo, en ellas recomendaba a su hijo que no otorgara cargo importante alguno a ningún grande de España; sólo debía utilizarlos para asuntos militares.

Gran parte del esfuerzo desarrollado por el complejo cuerpo burocrático de Carlos V estaba destinado a resolver los problemas financieros derivados de las guerras en los distintos frentes. Castilla llevó el mayor peso de los gastos del imperio, aunque los dominios que más le importaban no eran los europeos sino los de América. De allí procedían los cargamentos de oro y plata, al tiempo que se ensanchaba una vía de comercio de importancia vital para el desarrollo del reino. Las finanzas marcaron desde el principio el imperio de Carlos V. Fueron los Fugger, los banqueros alemanes, quienes propiciaron la elección de Carlos y quienes en varias ocasiones procuraron empréstitos para financiar las continuas guerras imperiales.

Pero no fue hasta 1540 cuando empezaron las verdaderas dificultades financieras de la corona. La situación llegó a extremos tan graves que los ingresos ordinarios por impuestos estaban gastados de antemano cuando se cobraban, y hasta los ingresos de Indias estaban comprometidos. Las campañas de Argel y las guerras contra Francia y contra los príncipes luteranos esquilmaron las arcas reales. En 1541, fracasada por segunda vez la cruzada africana contra el turco, la crisis económica se agudizó.

Un sueño derrotado

El principal objetivo de la política francesa fue resistir al poder de los Habsburgo, aliándose tanto con los alemanes como con los turcos. Carlos V tuvo en el Imperio otomano un enemigo poderoso por tierra y mar. Si bien en 1529 Carlos había contribuido a detener en las mismas puertas de Viena a las huestes del emperador turco Solimán el Magnífico, el ejército cristiano debió ceder en Argel. El poderío marítimo de los turcos se hizo sentir en el Mediterráneo: la toma de Bizerta y Túnez en 1534 requirió del emperador un esfuerzo personal para su conquista, que se produjo al año siguiente.

Carlos V anuncia al papa la conquista de Túnez

La expedición contra Túnez, que reunió cuatrocientas veinte embarcaciones y cerca de treinta mil soldados, salió del puerto de Barcelona el 30 de mayo de 1535, y el terrible choque con las también abultadas fuerzas de su adversario se produjo el mes de junio. En los combates dio prueba Carlos de gran ardor y temeridad, acudiendo siempre a los enclaves de mayor peligro y lidiando, lanza en ristre, contra los jinetes enemigos.

Por fin, tras el asalto general a la fortaleza de la Goleta (14 de junio de 1535), se internó hasta la ciudad de Túnez, donde puso en fuga al pirata Barbarroja, brazo de Solimán. Antes de entrar en la ciudadela algunos comisionados se llegaron hasta el emperador para entregarle las llaves y pedir su protección, pero Carlos no pudo sujetar la violencia de sus encrespadas tropas, los cuales se entregaron a toda suerte de atropellos y desafueros. Sin embargo, Barbarroja continuaría asolando desde Argel las costas baleares y levantinas. En 1538 Andrea Doria, al mando de la flota cristiana (mucho más potente que la turca), resultó derrotado en la costa de Epiro. Fue el principio del descalabro cristiano que culminó en 1554 con la pérdida de Bugía, en la costa argelina.

Derrotado en este frente, Carlos V también se vio forzado, al año siguiente, a firmar la Paz de Augsburgo con los príncipes luteranos y a ceder en gran parte de sus pretensiones. Ante el cariz que tomaban los acontecimientos, el emperador había dirigido su testamento político a su hijo Felipe ya en enero de 1548, y dos años más tarde comenzó a escribir sus memorias. A lo largo de su vida, el emperador había dado sobradas muestras de heroísmo en múltiples batallas, como por ejemplo cuando sus tropas desembarcaron en Argel el 13 de octubre de 1541 y al día siguiente una espantosa tempestad dispersó los barcos de su escuadra, destruyó las tiendas de campaña y causó la muerte de numerosos soldados. En aquella ocasión, Carlos vendió sus magníficos caballos para socorrer en algo a sus hombres, y en la retirada combatió a pie. Como sus soldados temían que los abandonase, el emperador embarcó en la última galera de forma que todos pudieran verlo. Pero en 1555 su ánimo estaba definitivamente abatido y padecía terribles dolores a causa de la gota. Sostener su colosal imperio había agotado sus fuerzas.

La abdicación de Carlos V

El 25 de octubre de 1555, en un emotivo discurso ante la asamblea de los Estados Generales reunida en Bruselas, Carlos abdicó en favor de Felipe (que reinaría como Felipe II) la soberanía de los Países Bajos. Tres meses más tarde le cedió también las coronas de Castilla y León, Aragón y Cataluña, Navarra y las Indias. Lo mismo hizo con el reino de Nápoles, el de Cerdeña, la corona de Sicilia y el ducado de Milán. En el mes de septiembre de 1556 cedió el imperio a su hermano Fernando I y, dejando a Felipe en Bruselas, se embarcó hacia España. Había comprendido que el título imperial carecía de valor sin el sustento de las armas, y por ello no había dudado en repartir sus dominios entre las que consideró las cabezas más importantes de su dinastía: su hermano Fernando y su hijo Felipe.

Obsesionado por la muerte, el temor a Dios y la angustia religiosa, vivió los dos últimos años de su vida en el retiro monástico. El lugar de reposo elegido fue el austero monasterio de Yuste, en la provincia española de Cáceres, situado en un abierto valle y rodeado de hermosos robledales y grandes castaños. Ingresó allí el 3 de febrero de 1557, pero siguió manteniendo una intensa comunicación con Felipe II, que a menudo requería sus consejos, y no dejó nunca de interesarse por los asuntos públicos.

Llevó a aquel apartado lugar sus preciosos muebles, su vajilla de plata, su magnífico vestuario y cincuenta servidores; una vez instalado, ocupaba sus horas en largas charlas sobre religión con el jesuita San Francisco de Borja, que antes había sido el gran duque de Gandía, y pudo de nuevo consagrarse a sus aficiones (las matemáticas y la mecánica), e incluso llegó a construir algunos relojes. De hecho, sus embajadores en el extranjero, conocedores de su debilidad por ellos, le enviaban los más preciosos y artísticos relojes procedentes de diversos países europeos, piezas únicas en su género con las que entretenía su tiempo. Coleccionó además pinturas de los grandes artistas de la época, como Tiziano, y de los primitivos italianos y flamencos. Leía libros piadosos y de historia (sobre todo a Julio César, Tácito, Boecio y San Agustín), cantaba con los monjes en el coro y organizaba solemnes funerales por su alma que presenciaba tétricamente en la iglesia del monasterio.

Tras recibir la extremaunción, falleció en la madrugada del 21 de septiembre de 1558, dejando tres hijos legítimos de su matrimonio con doña Isabel de Portugal (Felipe II, María de Austria, reina de Bohemia, y Juana de Austria, princesa de Portugal), además de varios bastardos, entre los cuales el más célebre sería don Juan de Austria, concebido por la rolliza campesina Barbara Blomberg en 1545. Joven de simpatía arrolladora, Juan de Austria habría de comandar, años más tarde, las fuerzas españolas frente a las turcas en la batalla de Lepanto, y llegaría a ser gobernador de los Países Bajos.

La ambición de Carlos V de resucitar un Sacro Imperio Romano fundado en la unidad religiosa había fracasado. Había creado, en cambio, el primer imperio colonial moderno, el imperio en que nunca se ponía el sol. Los más bellos retratos del emperador, a quien no desagradaba posar para los pintores, se conservan en el Museo del Prado de Madrid y son obra del gran pintor veneciano Tiziano Vecellio. En el que tuvo ocasión de realizar en 1533 en Bolonia, el modelo viste el suntuoso traje con el que fue coronado por el pontífice Clemente VII y sujeta con la mano izquierda el collar de un lebrel. El más majestuoso lo muestra a caballo según apareció en la batalla de Mühlberg, pomposamente cubierto de armadura, portando una larga lanza y tocado con yelmo empenachado. Aunque éste es quince años posterior, en ambos el genio de Tiziano supo revelar en la mirada de Carlos V el más acusado de los rasgos de su carácter: su inextinguible tristeza, su pertinaz melancolía.

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