‘Grita, justo antes de morir’

José Tomás se había levantado aquella mañana con sed de sangre. Todo era ya insuficiente para él. Lo notaba día tras día.

Bajó las escaleras de su edificio, del quinto piso hasta el primero, donde vivía una adorable anciana, la señora Josefina. Se conocían desde hacía ya muchos años. Tenía confianza con ella, pues José Tomás había cuidado de su perro en numerosas ocasiones, hasta que murió. Llamó al timbre. La mujer debió sobresaltarse al oír la campanilla, pues algo calló al suelo. La televisión sonaba al fondo.

-¿Quién es?- Preguntó la anciana, mirando por el agujerito de la puerta. -¿Qué no me ve? Soy yo, José Tomás.- La anciana dio un par de vueltas a la cerradura y dejó entrar al joven. Con los dedos se sujetaba el cuello de un jersey abierto de lana. Lucía unas largas uñas postizas, pintadas de rojo y otros colores llamativos. Sus manos, en cambio, estaban azules y pobladas de mil venas y verrugas que flotando sobre el oleaje de su piel. -¿Qué ocurre?- Preguntó la entrañable anciana. José Tomás aguardó a cerrar la puerta para contestar a la anciana. –¡Violencia!- Súbitamente, José Tomás empujó a la octogenaria y la empotró bruscamente contra el suelo. El grito de la mujer alertó ligeramente al agresor. Pero no reprimió su ira. Vio que la vieja estaba en el suelo, dolorida e indefensa y empezó a patear su enorme y grasiento culo. La mujer luchaba por huir con todas sus fuerzas. Reptaba hacia delante como una serpiente. A cada golpe gritaba suplicando ayuda. A su paso por el recibidor hacia el comedor iba dejando un rastro de lágrimas. Pero José Tomás no tenía suficiente. Todo aquello era extrañamente doloroso. Dejó de golpearla. Durante unos segundos, se detuvo observando como Josefina lloraba tirada en el suelo, desolada y aterrorizada. Suplicaba arrastrándose como un gusano.

Pero, finalmente, José Tomás se lanzó hacia ella y, cogiéndola de la ropa, la levantó. El esfuerzo que le suponía aquello era enorme. La anciana pesaba más de lo que habría imaginado. El vestidito de estar por casa mediante el cual sujetaba a Josefina se destripó, y esta calló al suelo dándose un golpe monumental. Permaneció quieta y callada durante unos breves instantes, pero en seguida volvió a gritar desesperada. Cerraba los ojos, entre cuyas pestañas se escapaban algunas lágrimas. Se tapaba la cabeza con los antebrazos, y gritaba con la boca tan abierta que el maquillaje que portaba sobre la tez se retorcía haciéndose diminutas bolas de barniz esmaltado, y se desprendía sobre el parquet.

Al ver que su agresor se dedicaba a mirarla sin hacer nada, intentó huir. Avanzó lo más rápido que pudo hasta el comedor. En el televisor, una mujer culpaba a su hermana de haber matado a un pollo.

Cuando José Tomás advirtió la huida de su presa, en seguida fue corriendo a perseguirla. La levantó y la lanzó contra la mesa. Le pegó en la cara una y otra vez. Las mejillas eran polvorientas y pegajosas por los cosméticos. José Tomás no sabía si aquel papagayo se parecía más a un cuadro abstracto o a un payaso.

Pegarle resultó ser un placer para el perturbado. Tras muchas bofetadas, notó que tenía los nudillos doloridos. Se detuvo. La anciana tenía la cara cubierta de sangre. Apenas se podía distinguir un ser vivo tras toda aquella pintura roja. Josefina sollozaba con grandes dificultades. Tenía los maxilares separados y estaba muy aturdida. Uno de los pendientes del pellejo se había clavado en el nudillo del dedo índice de la mano derecha de José Tomás.

Arrepentido de lo que estaba ocurriendo, José Tomás, decidió sentarse en una de las sillas que tenía a su lado. La mujer esperaba la muerte estirada en la mesa. El joven no podía sino mirar el suelo avergonzado. Hasta que, armado de valentía, alzó la vista, y observó su presa, débil, indefensa. De repente saltó sobre ella. -¡Vas a morir! ¿Me oyes? ¡Hoy te voy a matar!- Josefina cerraba los ojos con fuerza y furia.

Seguidamente, rajó sus vestiduras y la desnudó por completo. La mujer gritaba, como una rata, pidiendo auxilio. Cuando José Tomás vio aquel cuerpo gastado y arrugado, cuyas carnes formaban una estructura similar a los pliegues de un mantel, no pudo evitar excitarse. Se bajó los pantalones y violó a la vetusta. Esta, con sus brazos amorcillados, pegaba en la cara al abusador, intentado acabar, inútilmente, con aquella situación. Chillaba de dolor como nunca antes. La mesa votaba al ritmo de la violación. Las patas de madera golpeaban el suelo marcando un ritmo repetitivo pero creciente. Cuando José Tomás vio que se acercaba al final, levantó los brazos y empezó a gritar. Era un grito de rabia y pasión que atemorizó a la pobre ancianita, quien se tapaba lo que le quedaba de cara con las manos. Cuando al fin concluyó, se detuvo de golpe y se separó de su víctima. Limpió su pene con la funda del sofá y se tumbó mirando la tele. La mujer yacía aún sobre la mesa gritando.

Pasaron más de cinco minutos. Josefina estaba cada vez más en silencio. Se estaba muriendo. José Tomás se dio cuenta y se acercó a ella. En efecto, ya llegaba su hora. Pero aún tenía pulso y respiraba. Estaba inconsciente. José Tomás no podía soportar la idea de que Josefina no viese su muerte venir, así que asomó a la mujer a la ventana y la tiró. De los golpes, Josefina estaba despierta justo antes de caer por el abismo. Gritó mientras se desprendía, pero ya una vez abajo restaba en silencio. Los coches se detuvieron al verla caer. Era un primer piso, así que José Tomás se lanzó también. Aterrizó justo a su lado. Se hallaban en medio de la calzada. Todos los viandantes estaban horrorizados.

La mujer aún vivía. Abrió un ojo y miró a José Tomás. Estaba perdida, no comprendía nada. Desnuda y recubierta de sangre, berreaba tapándose los arañazos y morados. José Tomás empezó a arrastrarla por la carretera agarrándola únicamente de un pie. La vieja se iba despellejando contra el asfalto. Las enormes caderas de Josefina  se desangraban y teñían de rojo el suelo. Nadie hacía nada. Los transeúntes se agolpaban alrededor del espectáculo y miraban horrorizados. Muchos incluso lo grababan para más tarde colgarlo en la red. Se había convertido en un terrible espectáculo. Era grotesco y ridículo, como todos podemos serlo; la vida.

José Tomás, intentando culminar su obra, le arrancó la cabellera a la anciana. El fino pelo ralo se enganchaba entre sus dedos ensangrentados. La anciana gritó entonces tanto como pudo, justo antes de morir.         

 

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No tengo palabras, duro muy duro. Un beso

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