Ver llover es propicio para suscitar evocaciones. Tema ciertamente proclive para llevar al papel remembranzas sensibleras que, válidas y todo, yo prefiero eludir. La mía es simple y me transporta al barrio de mi niñez, a mi niñez misma, donde me veo en la casa de madera y techo de tejas de barro donde nací y viví toda mi infancia, esperando que termine un aguacero para salir a jugar con la palomilla. Nada más congratulante que disfrutar de la secuela pluvial y nosotros los escuincles nos dedicábamos a un entretenimiento bastante simple. En el vértice formado por el pavimento vial con el peralte de la banqueta se formaba una cunetita donde circulaba toda una corriente del agua de lluvia que fluía con cierta velocidad hacia el desagüe. Era un pequeño río para nosotros los mocosos, así que nos dedicábamos a poner a navegar barquitos de papel. Algunos hasta disponían de sus barquichuelos ya hechos, y ni por asomo piensen en los espectaculares de ahora, estaban simplemente formados por una tablita de madera como base, un clavo largo a manera de mástil y un pedacillo de cartón haciendo de vela; pero los más hacíamos sobre la marcha simples barquitos de papel. Aquella corriente de agua de lluvia corría veloz y con ella nosotros disfrutando de largos ratos de, dirían los clásicos, solaz y esparcimiento. Qué duda cabe que las diversiones más sencillas, más ingenuas, pueden ser las más disfrutables. Muchas, como la que he descrito, lo fueron para mi generación.

Oler el olor fresco de una rama de pino es como oler la Navidad. Nada original la asociación, aunque estoy cierto que no faltará quien rememore alguna experiencia en los Alpes Suizos. De hecho el olor conífero no me hace evocar propiamente la Navidad, sino la sola instalación en la humilde casa familiar de un espléndido árbol navideño. En casa ni siquiera se celebraba la Navidad, pero, cuestión de gustos personales o qué se yo, a mis papás les daba por poner el tradicional árbol. Curiosa pues la costumbre que no entendí ni entonces ni ahora, pero que sí disfruté. Y lindo además el árbol anual, ya que lo recuerdo profusamente adornado con toda suerte de lindos chunches hoy desaparecidos. Actualmente los hay distintos, profusos y modernos; hermosos unos, de pacotilla otros, pero los que yo conocí en el árbol navideño de mi casa me han sido gratamente imborrables en la memoria. Lo que más recuerdo son unas figuritas de duendecillos forradas de terciopelo así como otras de simpáticos animalitos hechas con una plástico muy delgado, tanto que cualquier presión digital los podía deformar. Pero lindos los chunchitos a no, es aquel aroma que desprendía el árbol lo que se me quedó. Muy congratulante, particularmente en estos tiempos en que el café se hace sin cafeína, el chocolate sin cacao, los fiambres saben a medicina y los árboles navideños huelen a plástico.

Tocar por un buen rato un trozo de hielo es, seguramente, un acto tan tonto como absurdo. No lo era para los titulares de la palomilla infantil, lo que usualmente rememoro cuando eventualmente toco por más de 2 segundos un cubito de hielo. Resulta que para nosotros disponer de un trocito de hielo y encerrarlo en nuestra mano constituía un acto dable sólo a los audaces. Claro, el reto era tenerlo el mayor tiempo posible y quien lo hacía era objeto de lauros significativos. El cómo obteníamos los trozos de hielo es otro recuerdo propio de la nostalgia. Tiempos eran en que no se fabricaban lo que ahora son los “cubitos”, el hielo se expendía en grandes bloques que se transportaba en camiones propios para el efecto y básicamente a cantinas, bares y similares. Tiempos también en que los pobretes no disponíamos de refrigerador, así que para consumo familiar se esperaba que pasara el proveedor de la invariable cantina del barrio y se le compraba un trozo de unos 5 kilos que el repartidor extraía del bloque y partía con singular pericia en el manejo del picahielo. Los escuincles esperábamos que el camión reanudara su marcha, corríamos tras él, y de la plataforma, obviamente abierta por la parte posterior, nos birlábamos algo de la pedacería. Lo hacíamos no sólo para nuestro singular “juego,” sino para tomar un pedazo, introducirlo en la boca, triturarlo a muelazos, e ingerirlo. Sí, lo acepto, éramos bastante bobos.

Gustar, degustar, saborear unos frijolitos negros bien refritos en manteca de puerco es una delicia gastronómica tal, que no comprendo su ausencia en la mesa de la reina Isabel. Disfruto de este platillo no todos los días pero sí con frecuencia y, cosas de los tiempos y de los conceptos culinarios de salud, devaluados hoy los negritos por freírlos en aceite vegetal. No diré que siempre, pero en muchas ocasiones su degustación me ha llevado de vuelta a tiempos infantiles por rememorar, más que su ingesta, el cómo me inicié en tal predilección. He de aclarar que en casa quien cocinaba era mi abuela, -que en paz descanse y perdone mi maledicencia- dueña de muchas virtudes entre las que no brillaba la culinaria. En el caso de los frijoles la única versión era “de la olla,” y no precisamente destacada, por lo que en mis primeros años fue nulo mi interés por su ingesta hasta que me ocurrió algo fabuloso. Cursaba yo el tercer año de primaria en la Escuela Cantonal y entre mis cuates sobresalía uno de apellido Olmos. Un día salimos al recreo y ya me preparaba a comer mi torta de nata cuando Olmos se acercó con su itacate y ofreció compartir conmigo su contenido. Eran unas tortillas dobladas y rellenas de frijoles negros refritos, seguramente en manteca de puerco como se estila en Veracruz, y bien “chinitos” como se dice allá. Acepté y comí una de esas “dobladas,” que no tacos. Los refritos tenían además unas rodajitas de chile serrano al que yo tampoco estaba acostumbrado en mis comidas. Aquello me pareció un manjar excepcional, una verdadera delicia que yo desconocía. Fue como un platillo iniciático a los más generosos placeres de la mesa. Aquella experiencia aparentemente intrascendente se me quedó grabada en calidad de imperecedera y por eso, a veces que degusto el platillo, la rememoro con delectación de sibarita.

Oír Scherezada de Korzakov, placer de suyo estrictamente auditivo, me transporta en la alfombra mágica de la evocación a otro paraíso: el de mis lecturas infantiles. Uno de los primeros libros que yo tuve fue Las Mil y una Noches. He de haber leído varias de sus historias; claro, las muy conocidas de Aladino y la Lámpara Maravillosa, la de Alí Babá y los Cuarenta Ladrones, la de Los Viajes de Simbad el Marino. Todo ello me introdujo en un mundo fascinante enriquecido por la magia de la imaginación. Cómo no deleitarse con aquellas historias orientales de califas, sultanes y palacios fastuosos; de sabios derviches, visires intrigantes y odaliscas hermosas; de lámparas mágicas y genios que surgían de ellas para cumplir todos los deseos; de alfombras voladoras y de una ciudad llamada Bagdad. Y yo imaginaba todo aquello, y me imaginaba también a la mujer que narrara todas esas historias en mil y una noches, cuyo sólo nombre, Scherezada, me sugería todos los misterios.

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Respuestas a esta discusión

Qué enorme satisfacción y estímulo me brindan tus palabras. Gracias a ti, amigo.

Pastor Aguiar dijo:

Cuanta vivencia recreada magistralmente, amigo. Gracias y abrazos.

Me ha sucedido que alguien ha dicho o escrito algo de sus propios recuerdos, que me ha removido los míos. Es el caso de las figuritas de animales del arbolito, esas que se deformaban con solo apretarlas un poco entre los dedos. En mis muy escasos años me dijeron que eran de alcanfor (¿?) A lo mejor era para que no preguntara tanto. A propósito, hoy puse el libro en el correo. Ojalá le llegue rápido.

Gracias por tus comentarios. Te diré, en lo específico de aquellas figuritas de cierto material (algún antecedente de los plásticos) que a la menor presión se deterioraban, yo no recuerdo su nombre, creo que era celuloide. Mas que deteriorarse, les dabas un apretoncito y se quedaba "apachurrada". espero impaciente tu obra, mil gracias. 
 
Rolando Ambrón Tolmo dijo:

Me ha sucedido que alguien ha dicho o escrito algo de sus propios recuerdos, que me ha removido los míos. Es el caso de las figuritas de animales del arbolito, esas que se deformaban con solo apretarlas un poco entre los dedos. En mis muy escasos años me dijeron que eran de alcanfor (¿?) A lo mejor era para que no preguntara tanto. A propósito, hoy puse el libro en el correo. Ojalá le llegue rápido.

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