Distinguida criatura:

 

El Club

Don Tilín entró en el Club sobre las cuatro y media. Tras aposentarse en su mesa habitual, abrió el periódico mientras el camarero le servía un té de menta y lima. Sin apartar la vista del periódico soplaba el líquido hirviente a la par que succionaba la infusión a pequeños sorbos, como si tomase un veneno a conciencia.

La cafetería del Club estaba vacía; tan solo don Tilín bebía con sorbos cortos su té en aquel decrépito salón, decorado con polvorientas columnas adosadas de roble carcomido y pétreas esculturas de imitación clásica.

Los pasos del camarero atravesando la sala quebraron el silencio casi absoluto. El suelo de parqué viejo crujía bajo los pies de aquel anciano que andaba tieso de un lado para otro sin saber exactamente qué hacer. Pero pronto dejó de ser el único en romper la paz: desde la cocina llegó un estruendo horrible.  El camarero volvió sobre sus pasos con andar presuroso en dirección a la cocina. En su rostro no se apreciaba nada, ni el más mínimo signo de debilidad. Así era su cara, dura e impasible, tan expresiva como un ladrillo.

Así pues, el camarero llegó a la cocina y se detuvo unos instantes en la entrada contemplando lo sucedido. A continuación cerró la puerta y empezó a susurrar maldiciones hacia Claudia, la cocinera, responsable del desastre. Don Tilín, por su parte, había tratado de mantener la compostura durante aquel curioso acontecimiento. Incluso fingió no sobresaltarse cuando los platos y ollas repicaron contra el suelo bruscamente. Después de todo, don Tilín era un caballero, no podía perder la compostura en ningún momento, eso no sería digno de él. La única forma que tenía de saber qué había sucedido sin que pareciera que sentía curiosidad era acercarse a la cocina y exigir una explicación. Así pues, don Tilín se levantó cerrando bruscamente el periódico.  Antes de acometer contra el camarero y Claudia, se miró en el espejo que había colgado en la pared. En el reflejo azulado de aquel espejo antediluviano, contempló su cara serena y respetable, con un bigote dispuesto hacia abajo como el de un emperador. Pero aquella no era la cara de un hombre enfadado, por lo que se esforzó durante unos segundos por conseguir un rostro más violento y adecuado. Finalmente, al contemplarse odioso, sonrió satisfecho, y partió en pos de la cocina.

Abrió la puerta de un golpe y se encontró a Claudia de rodillas recogiendo el estropicio y al camarero inclinado hacia abajo justo al lado de ella susurrándole improperios. Al advertir la presencia repentina de don Tilín, el camarero enderezó su largo cuerpo nuevamente y se mostró tieso y serio ante el cliente. -¿Desea algo don Tilín?- Preguntó. -Sí, querría saber con qué motivo se interrumpe mi lectura. ¿Es que no puede abuchear a su empleada en otro lugar?-

El camarero se estiró el delantal hacia abajo con ambas manos y bajó la mirada. Su gran cabeza calva reflejaba el techo con una nitidez asombrosa. –Le pido perdón, don Tilín. Por favor, acepte una copa de la casa como compensación por las molestias.- En los ojos de don Tilín brotó una chispa. Le ofrecían alcohol gratis, y para conseguirlo no había tenido que hacer nada más que ser un auténtico caballero honorable. –Está bien, eso bastará.- Afirmó con la misma sequedad de antes, aunque con una leve inclinación en el mostacho que se debía sin duda a un impulso interior del alma de don Tilín, de esos que se tienen después de una victoria.

Así pues, don Tilín volvió a su mesa y en la distancia contempló silencioso como el camarero servía una copa de vino en la barra. Se presentó de súbito y dejó la copa sobre la mesa. –Espero que disculpe las molestias.- Dijo nuevamente justo antes de volver a la cocina, donde Mari aún barría pedazos de porcelana y cerámica.

Justo en aquel instante, un hombre ilustre entró por la puerta. Su andar era elevado y su vestimenta especialmente cara. Al entrar se descubrió la cabeza quitándose un sombrero de filtro negro. Vestía todo él oscuro. Su levita y sus zapatos con florituras le hacían parecer un enterrador con clase. Caminó con pasos grandilocuentes hasta una mesa. Apartó la silla ligeramente y se sentó dejando el sombrero sobre la mesa. De uno de los grandes bolsillos de la levita sacó una pipa hecha con marfil y madera. Encendió una cerilla y empezó a fumar sintiendo como aquel humo perfumado fluía por la pequeña pipa con relieves antropomórficos. Fue entonces cuando alzó la vista y vio a don Tilín. Éste inclinó ligeramente la cabeza y lo saludó. El hombre ilustre respondió de igual modo e inmediatamente giró la cabeza hacia otro lado tratando de evitar que sus miradas coincidiesen.  

El camarero salió entonces de la cocina. Mientras abría la puerta se veía en él un atisbo de humanidad, un sentimiento: ansiedad. Pero enseguida se colocó bien la camisa blanca y la pajarita negra. Anduvo tres pasos y se plantó ante el hombre ilustre. –Buenas tardes señor marqués, ¿le sirvo lo de siempre?- El señor marqués le dirigió una mirada de satisfacción y afecto, y mientras apartaba la pipa de sus labios en medio de una nube de humo respondió: -No Francisco. Hoy quiero que me sorprendas con algo nuevo.-  Tras estas palabras, Francisco se retiró a buscar algo nuevo que servirle al señor marqués.

Desde su asiento, don Tilín contemplaba con admiración y envidia a aquel majestuoso hombre. Daba la impresión de que todo lo hacía de buena gana. De él se desprendía una exuberancia pomposa y buenos modales; parecía un hombre respetuoso y bueno. Don Tilín no podía resistirse, así que se levantó con su copa de vino en la mano y se acercó al señor marqués.

-Buenas tardes marqués. ¿Le importa si me siento aquí?- Le preguntó. –En absoluto. Por favor, hágalo.- Don Tilín acarició la cabeza de un querubín tallado en lo alto del respaldo de la silla y se sentó tan majestuosamente como pudo. Se acercó la copa de vino a la nariz y la olisqueó en busca de matices. Seguidamente, agitó ligeramente el recipiente tratando de averiguar la antigüedad de aquel magnífico líquido. Finalmente, bebió un trago lento y apreciativo, saboreando cada uno de los toques que los sabios viticultores habían querido dejar en él.

-Bien señor marqués, ¿qué tal se encuentra usted hoy? ¿Está bien la señora marquesa?- Dijo al fin. El señor marqués se incorporó ligeramente hasta notar que su pelo entraba en contacto con las volutas y demás motivos decorativos del capitel de la columna adosada sobre la que se apoyaba. –Bien, se encuentra bien. Gracias por preguntar, don Tilín. Y dígame, ¿qué es de su vida?- Don Tilín abrió la boca como si estuviese a punto de afirmar algo, pero se detuvo justo antes de empezar a hablar y se limitó a suspirar notoriamente. El señor marqués lo miró extrañado. –¿Se encuentra usted bien don Tilín?- Don Tilín lo miró a los ojos y sonrió con labios postizos. –Sí, me encuentro bien. Lo cierto es que simplemente quería preguntarle, señor marqués, si me permitiría dormir esta noche en el establo de su hacienda. ¿Sería eso posible?- Mientras pronunciaba estas palabras, don Tilín luchó internamente por conseguir no mostrase deshonrado ante tan humillante petición para un caballero como era él. –Bien es sabido, mi querido don Tilín, que no es bueno dejarle entrar a usted en la hacienda. Si mal no recuerdo la última vez que le permití dormir en ella desapareció la bombilla del establo. Y créame, esas bombillas no acostumbran a irse solas.- Don Tilín se levantó bruscamente y golpeó la mesa con el puño. -¡Cómo se atreve! ¿Me está llamando ladrón?- El señor marqués se puso en pie con impostada cara de preocupación y una leve sonrisilla que no consiguió refrenar. –Oh, no, por favor; cómo iba yo a insinuar algo así. Y además, tratándose de un caballero... Pero por favor siéntese don Tilín, hágame ese favor.- Don Tilín se sentó aun estando agraviado. –Yo no robaría jamás una bombilla de su hacienda señor marqués. ¡Nunca!- -No se preocupe don Tilín. No tiene mayor importancia. Es solo que en el pueblo ya nos conocemos. Son muchos años y ya sabe…- -Lo cierto es que no, señor marqués, no sé; y no soporto las insinuaciones, así que le pido que como hombre honorable que es haga el favor de decir las cosas sin segundas.- El señor marqués, quien hasta ahora se sentaba mirando hacia un lado, apoyando la espalda en la columna, se volvió hacia el frente, donde estaba don Tilín. –Pues hombre don Tilín, que no es usted un santo en materia de hurtos. Con esas manos podría ser pintado por El Greco.- -¡Cómo osa!- Gritó don Tilín nuevamente levantándose y golpeando la mesa. –Está bien está bien. Lo siento don Tilín. Solo es una agudeza que me permito de vez en cuando. Por favor no se lo tome a mal.- Respondió el señor marqués tratando de apaciguar a don Tilín y reprimiendo una carcajada. –Lo siento señor marqués pero no puedo permitir que acometa con sus agudezas contra mi honor.- Exclamó aún de pie y gesticulando con un único dedo. En ese justo instante se plantó Francisco con una copa de champagne francés espumoso en el centro de la bandeja circular. -Su sorpresa, honorable marqués.- Comentó con un tono exquisito y un rostro severo.

Mientras Francisco se paseaba erecto y con paso firme por la sala, don Tilín se mantuvo en silencio y su ira estaba latente. Pero un impulso se despertó en él y decidió marcharse. –¿Por qué se va? ¿Creí que estábamos hablando?- -Lo cierto es que no, señor marqués. Estoy harto de aguantar sus sutilezas y su exquisitez ostentosa. Además, tengo mucho que hacer.- El señor marqués se levantó fingiendo aflicción y se dirigió a don Tilín, quien salía raudo del Club muy enfadado. -Está bien, pero no olvide pagar a Francisco.- Gritó finalmente con una sonrisa en los labios. Pero don Tilín ya no oyó esto último pues había cruzado la puerta y estaba ya lejos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Honorable miseria

Al salir don Tilín del Club, se dirigió por la calle principal del Pueblo Nuevo a casa de su sirviente, Manuel. Las calles estaban vacías. Por ellas solo acompañaba a don Tilín el viento gélido de febrero que silbaba guiando la niebla por entre el entramado de callejuelas de Albur, aquel pueblo antiguo.

Hallándose ante el portal de la casa de su sirviente, don Tilín agarró el pesado picaporte de bronce con motivos florales y golpeó la madera tres veces seguidas. Pasaron unos segundos y nadie salía a recibirlo, así que don Tilín, que era hombre sin paciencia, insistió golpeando de nuevo. Finalmente, se oyeron ruidos al otro lado, e Isa, la mujer de Manuel abrió la puerta. –Buenas noches, como se encuentra usted hoy. ¿Quiere pasar?- Don Tilín se removió en su cuerpo gélido. No tenía pensado entrar, él simplemente iba a buscar a su sirviente; pero claro, la temperatura le convenció. –Sí, gracias.- Entraron ambos. Isa tomó la chaqueta a don Tilín y la colgó en un perchero. Pasaron del recibidor a la estancia principal del primer piso. Allí había un hogar que ardía calentando la habitación. Justo al lado de la chimenea, cuyo marco era de mármol adornado con relieves, estaba la escalera que iba al segundo piso del humilde palacio en el que el sirviente de don Tilín vivía. Justo por ellas descendía en aquel instante el susodicho criado, quien recibió con una sonrisa calurosa a su señor.    –Buenas noches, honorable don Tilín.- Dijo acercándose. –Buenas noches Manuel. Pero ahora no estoy de humor para grandes recibimientos. Quiero que vengas conmigo, has de servirme.- La cara de Manuel se tornó seria repentinamente. Tragó saliva con dificultades y dijo: -En seguida, señor.-

Manuel se retiró y subió las escaleras en busca de calzado de calle y su abrigo.                   -¿Quiere tomar algo don Tilín?- Preguntó Isa. -¿Qué puede usted ofrecerme?- Isa se frotó la barbilla con la mano mientras pensaba. –Bien, tenemos vino, café, jamón…-         -No siga- gritó de repente don Tilín -¿el jamón es bueno?- Isa se quedó algo sorprendida. –Sí.- -Pues, si no le importa, me tomaré una tapita de jamón.- Isa asintió con la cabeza y fue hacia la cocina. Mientras esperaba, don Tilín se paseó por la estancia. Las paredes estaban cubiertas de cuadros y muebles. Sobre armario o cajonera había jarrones de porcelana y esculturas marmóreas. Sobre el suelo de piedra había una gran alfombra roja con una cenefa cuadrada que se disponía formando cuadros cada vez más pequeños hasta llegar al centro, como un laberinto. En las bóvedas del techo se veían los nervios de la estructura, decorados con pinturas murales que representaban el paraíso. Por las paredes, encima de los cuadros y muebles, seres alados volaban hacia la techumbre sobre un fondo en llamas.

-Bien, estoy listo. Ya podemos irnos.- Dijo Manuel poniéndose bien el cuello de la chaqueta. –No, aún no. Tu mujer me está cortando una tapa de jamón.- Pero entonces apareció ella con un platito de barro. –He aquí el jamón, don Tilín.- Dijo sonriente. Don Tilín miró con menosprecio a Isa y tomó el primer corte. Mientras masticaba un trozo tras otro contemplaba el esplendor de aquel palacio renacentista que atrapaba al espectador con su belleza. Una vez hubo terminado, salieron señor y sirviente.

Anduvieron en silencio por la estrecha calle del Peral, donde se hallaba la casa de Manuel. Torcieron hacia la izquierda y subieron colina arriba por una avenida angosta. Siguieron en esa dirección hasta el muro del antiguo castillo. Entraron por el puente de la entrada este y se sentaron en uno de los bancos que el ayuntamiento había dispuesto en el antiguo patio de armas. El tiempo se detuvo por unos instantes. Un escalofrío recorrió a don Tilín de arriba abajo. A unos quince metros hacia delante, el muro ruinoso del castillo se alzaba imponente. Tenían a la vista dos de los cuatro torreones que defendían aquella pequeña fortaleza, y más allá, la oscuridad de la prematura noche de invierno.

Entonces, Manuel sacó de su bolsillo una libretita y la abrió. Pasó rápido unas cuantas páginas y se detuvo en la última escrita. Con el bolígrafo resiguió las últimas cuentas y empezó a leerlas en voz alta. –Oh no Manuel, ahora no es el momento.- Exclamó de pronto don Tilín. Manuel se detuvo y siguió mirando el muro. –Señor, lo que intento decirle es que he jugado nuevamente y que he perdido. Sus últimos ahorros han desaparecido. Lo siento.- Don Tilín no se inmutó. Su rostro permanecía sereno e impasible. –Está bien Manuel, no te preocupes. Ya me las arreglaré.- Manuel giró la cabeza y lo miró con cierto aire de sorpresa. –¿Pero cómo, señor? Su condición le impide trabajar.- -No sufras Manuel. Sabes de sobras que soy un hombre con recursos. Sabré arreglármelas solo.- En aquel momento, Manuel se levantó y miró a su señor con ojos llorosos. –Adiós, señor.- Don Tilín levantó la vista. –Adiós Manuel.- -Siento haber perdido lo último que le quedaba.- -A veces se gana y a veces se pierde. Así va.- Manuel empezó a llorar. -Quizás debería haber jugado usted.- -Vamos hombre, no empieces a decir tonterías. Sabe Dios que después de haber pasado media vida perdiendo ya me tocaba olvidarme de las apuestas.- Se levantó y abrazó a su sirviente. Lo apartó un poco aún con las manos sobre sus hombros y lo miró por última vez con una sonrisa bondadosa. –Ya sabe que puede venir si quiere. Mi casa siempre estará abierta para usted.- -Y por eso yo nunca más la pisaré.- Se separaron.

Mientras Manuel se alejaba, se oía como sus pies se hundían en la graba crujiendo. Don Tilín permaneció allí durante un rato, paseando por las cuatro esquinas del patio de armas. El vaho al salir se le adhería a las gafas lo que le impedía ver bien, así que se las sacó. La hipermetropía le impedía ver los objetos de cerca, pero no necesitaba leer nada en aquel momento, así que prescindió de ellas.

Tras un rato salió del castillo. Bajó por una calle que salía directamente de la entrada principal de la fortaleza. Siguió recto hasta el Pueblo Nuevo, donde entró en el parque de Las Fuentes. Siguió el caminito de tierra que llevaba hasta la caseta de las herramientas de jardinería, y allí encontró al jardinero recogiendo. Éste le saludó, pero don Tilín pasó de largo. Él era un caballero, no podía vérsele tratar con la gente trabajadora (a no ser que se tratase de su criado).

Una fina neblina flotaba en el ambiente. Entre los prados de hierba, el ilustre don Tilín paseaba sin rumbo fijo. No tenía nada que hacer; tampoco podía hacer nada. Tras meditar en un banco, decidió finalmente ir a la biblioteca pública, así que se levantó y empezó a caminar hacia su destino. Salió del parque y volvió al asfalto. Pero cuando ya estaba cerca de la biblioteca, se le ocurrió que no era digno que se viese a don Tilín en un lugar público al que cualquiera puede acceder. ¡Podrían tomarlo por un jubilado! Por lo que, aprovechando que no estaba lejos, pensó que debía volver al Club.

Pero allí no fue especialmente bien recibido. Al entrar en el gran portal del edificio, el portero le dirigió una mirada con desdén. Atravesó el salón de recepción y entró en la cafetería. Francisco, el camarero, salió recibirlo con su postura habitual. En su cara se veía, sin embargo, un matiz de enfado. –Buenas tardes don Tilín.- -Buenas tardes Francisco. ¿Sabes dónde está el señor marqués?- -Lo siento señor, se fue para cenar en su casa.-   -Ah, está bien, gracias Francisco.- Dijo el ilustre apresurándose a salir para ir al encuentro del señor marqués. –¡Ejem! Señor, ¿no olvida usted algo?- Interrogó el camarero. –¿Olvidar? No le entiendo.- -Esta tarde se fue sin pagar.- -¡Cómo se atreve! Usted me invitó a la copa de vino para compensarme.- -No hablo de la copa de vino, señor, sino del té que tomó antes.-  Don Tilín se sobresaltó sin poder evitarlo. En su rostro se apreciaba la humillación de un ladrón involuntario. Durante unos segundos estuvo paralizado, pero enseguida empezó a agitarse buscando dinero para pagarle. Rebuscó en los bolsillos de la chaqueta pero estaban vacíos. Finalmente, en los del pantalón encontró un billete de cinco. Se lo miró con tristeza y entre sudores se lo acercó al camarero. –Tenga, y… y quédese el cambio.- Dijo tartamudeando y con voz temblorosa. Estaba claro que desprenderse de aquel último patrimonio le dolía en el alma, pero qué podía hacer. Era un caballero y había manchado su nombre al no haber pagado, de algún modo debía intentar compensarlo. –Gracias, señor.- Dijo Francisco recto como siempre. Entonces, tras echar una última ojeada al lugar, Don Tilín se fue del Club tan rápido como pudo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un poeta

Empezaba a caer agua nieve. El frío era insoportable, pero don Tilín debía llegar hasta la hacienda del señor marqués. Ésta estaba fuera del pueblo, a unos dos quilómetros siguiendo una carreterita. Pero don Tilín sabía que aquella era su única oportunidad y debía llegar.

La carretera discurría recta entre los páramos y las praderías desérticas. Al fondo se divisaba la casa del señor marqués. Era blanca y grande, con una enorme granja detrás. Se veía luz en algunas habitaciones, seguramente estaban cenando. Cuando al fin don Tilín se encontraba ante la puerta tuvo que pensarse dos veces lo que iba a hacer. Llevaba todo el camino meditando lo que iba a decir, pero era su dignidad lo que estaba en juego. Tras largos segundos, alzó la mano derecha y golpeó la madera. Las voces que se oían dentro callaron de súbito. Retumbaron unos pasos y un criado abrió la puerta. Su tez seria e interrogante observaba minuciosamente a don Tilín. –Buenas noches, don Tilín. ¿Puedo ayudarle?- Don Tilín, mientras se secaba la nariz con el índice y trataba de disimular su mano y su mandíbula que tiritaban. –Quisiera hablar con señor marqués.- Dijo con voz entrecortada y temblorosa. –El señor marqués está ocupado. Lo siento.- En el rostro de don Tilín afloró la desesperación. Pero de súbito apareció el señor marqués tras su criado. –Hola don Tilín. ¿Qué se cuenta? Preciosa noche, ¿no cree?- Don Tilín se puso recto de nuevo. –Sí, sí. En efecto esta es una noche espléndida.- El señor marqués se apoyó en el marco de la puerta. Contemplaba a don Tilín con una maldad morbosa. –Don Tilín, no puedo dejarle dormir aquí.- Don tilín arqueó las cejas. -¿Cómo se atreve a insinuar que yo, un caballero, le esté pidiendo auxilio?- -¿Me lo negarás?- Preguntó el señor marqués con un tono fatuo y una sonrisa indecente. –Si no se va de mi hacienda tendré que llamar a la policía.- Dijo con una seriedad repentina que asustó a don Tilín, quien se convirtió en llama y acometió contra el señor marqués. Se le lanzó al cuello gritando y le cogió la solapa de la camisa. Ambos se impulsaron hacia el interior de la casa. De la nada surgió un hombretón grande y fuerte que agarró a don Tilín y le pegó en la cara. Aquel era Gaspar, el guardaespaldas del señor marqués. -¡Después de todo lo que he hecho por usted! ¿Así me lo paga?- Gritó el señor marqués. –¿María, has llamado ya?- Preguntó el mismo a su esposa. –Sí, estarán aquí cuanto antes.- -¿A quién ha llamado?- Preguntó don Tilín con cierto miedo. –A la policía. Tranquilo, don Tilín, hoy dormirá usted bajo techo.- Sentenció el señor marqués sonriente.

El vehículo llegó a los pocos minutos. Dos agentes anchos de espaldas se llevaron a don Tilín esposado hasta la comisaría, donde lo encerraron en una de las celdas que tenían allí.

El lugar era oscuro. Más allá de los barrotes no se veía nada más que el perfil de una litera. Se intuía por el rumor del viento, una ventana en la pared. El suelo de hormigón era gélido. Don Tilín iba descalzo, pues los policías lo habían despojado de sus últimas propiedades para entrar en la celda. Don Tilín dio un par de pasos cautos en la oscuridad. –¿Hola?- Susurró casi para él mismo. -¿Hola?- Volvió a preguntar en un tono más elevado. –¿Cómo te llamas?- Preguntó una voz. Don Tilín sintió terror por lo que podía haber más allá de sus ojos, por el peligro que podía acechar en las sombras. –Vas a tener que dormir en la litera de arriba, sin nombre, pues de la de abajo ya me he apropiado yo.- Don  Tilín caminó un paso más alargando la mano para palpar la litera. Cuando la tocó la estructura metálica crujió y se detuvo por unos instantes. Notó una mano acariciándole la pierna. Acto seguido, se apartó. –¡¿Qué clase de degenerado eres?! ¿Es por esto por lo que estás aquí?- El reo se incorporó. Don Tilín pudo ver su silueta en la noche. –Degenerado ninguno. Soy tan hombre y tan honrado como cualquiera.- Dijo una vez en pie estando frente a frente con don Tilín. –No se puede ser honrado con determinados gustos.- Afirmó asustado don Tilín. –No en este país, pero hay lugares en el mundo donde la honradez se mide por otros valores. Y bien, ¿me dirás ahora tu nombre?- Don Tilín tragó saliva y suspiró. El reo se había vuelto hacía atrás y se había sentado en la cama. –Mi nombre es Alfonso Martín, pero se me conoce como don Tilín.- -¿Por qué se le conoce como don Tilín?- Don Tilín relajó un poco más su postura. –Cuando era pequeño llevaba siempre una campanilla atada al gorro.- -¿Entonces se trata de una burla?- -¡No!- chilló enfurecido don Tilín –es un apodo cariñoso.- El reo asintió con la cabeza desde su sitio. –¿Y tú cómo te llamas?-      -Mariano Bravo.-

Don Tilín permaneció en la misma postura durante unos segundos más, hasta que se acercó a la cama y subió a la litera de arriba para dormir. Mariano seguía sentado y se estiró.

-Me han detenido esta noche por que me tienen envidia.- Dijo Mariano. –Cómo te van a tener envidia a ti, si eres un degenerado.- Don Tilín dijo esto con cierto miedo, pues aunque su arcaica forma de pensar le inspiraba desprecio por su compañero de celda, le temía. –Sabe qué, ahora mismo podría matarle. Pero tranquilo, no lo haré. Ese tipo de cosas me las han dicho tantas veces que ya me he acostumbrado.- Don Tilín se estiró de lado de espaldas a la pared. –Así pues, ¿por qué dices que te tienen envidia?- Se oyó como Mariano se revolvía en la cama. –Yo tengo mucho dinero. Hace tres meses le presté al señor marqués una cantidad realmente importante.- -Pero el señor marqués es también muy rico.- -Sí, pero ese tipo de personas sabe cómo perder el dinero con rapidez.- Mariano se levantó y fue hasta el otro extremo de la celda. Allí levantó la tapa del váter y empezó a orinar. –Esta mañana he ido a recordarle al señor marqués que sus hombres se habían olvidado de traerme la parte que cada semana me devuelven. Ha sido un error. Gaspar, su guardaespaldas me ha pegado. Después han llegado los policías y me han encerrado. Puede usted jurar que cuando mañana salga de aquí me matará.- Don Tilín se incorporó en la litera de arriba. –Pero que dice hombre, ¿quién va a matarle?- Mariano tiró de la cadena y se acercó hasta dónde reposaba don Tilín. –Vamos hombre, ¿quién sino algún sicario del señor marqués?-       -No, no puede ser eso. El señor marqués es un hombre muy razonable y muy católico, jamás mataría a un hombre.- -¡A un hombre!, sí, a un hombre. Usted lo ha dicho, don Alfonso Martín: el señor marqués es muy católico, jamás mataría a otro hombre; pero es que, ¿soy yo un hombre?-

Don Tilín y Mariano quedaron en silencio. Éste último, tras dar un par de vueltas lentamente por la celda, se estiró nuevamente en la cama. Don Tilín pensaba en lo que había hablado con aquel desgraciado, y reflexionaba acerca de su propia desgracia. ¿Qué futuro podía esperar de sí mismo?

 

 

Reminiscencias de una juventud remota

Don Tilín se despertó con el estruendo de la puerta de los barrotes. Mariano estaba de pie ante la puerta, esperando el momento para salir con excelsa dignidad. Era un hombre joven de no más de treinta años. Tenía el pelo rizado y lo llevaba hacia arriba no muy largo y en aquel momento vestía una camiseta interior blanca de tirantes y unos calzoncillos también blancos. Era delgado y de cuerpo atlético. Su cara era ovalada y en general de líneas horizontales, salvo por un fino bigotillo que rompía la monotonía de su bello rostro.

-Venga maricón ven aquí. Y tú, don Tilín, sal pa’ fuera también.- Exclamó el guardia agarrando del brazo a Mariano. Los llevaron a una habitación y les devolvieron sus ropas. –Vestíos y no hagáis cosas raras que aquí somos todos muy rectos.- Dijo el guardia cerrando la puerta y mirando a Mariano.

Una vez fuera, los dos hombres se miraron fijamente. Don Tilín observó con lástima a Mariano. –Sabe usted que también soy poeta.- Dijo Mariano casi llorando. Don Tilín le acercó una mano y se despidió de él. Cada uno fue en una dirección de la calle. Pero cuando ya se habían alejado unos metros, Mariano se giró. –¡Don Alfonso!- Le llamó    –Venga a verme mañana por la tarde al cementerio. No lo olvide.- Don Tilín asintió con expresión triste y se alejó.

Seguía sin destino y sin nada que hacer. Aquel hombre, que cada vez tenía más claro que su honorabilidad del pasado no era más que una sombra, vagaba comprendiendo poco a poco su condición.

Se dirigió hacia la plaza del Pueblo Viejo, donde se hacía el mercado de los domingos. Las paradas se amontonaban casi una encima de la otra. Decenas de personas paseaban por las estrechas callejuelas que quedaban entre unas y otras paradas. Don Tilín decidió pasearse por allí y ver un poco qué tal estaba la plaza.

En los tenderetes uno podía encontrar cualquier cosa, desde un buen embutido o queso hasta joyas, pasando por todo tipo de objetos, ropa, especias y alimentos varios.

Todo sucedía con la naturalidad de cada domingo. La gente compraba y vendía. Algún policía se paseaba controlando y mirando mal a todo el mundo, mientras a sus espaldas todo tipo de productos ilegales pasaban de mano en mano sin que nadie pudiera evitarlo.

Pero de repente, un hombre pasó corriendo por una de las arcadas de los extremos de la plaza hasta un grupo de chicos jóvenes que charlaban al lado de los tenderetes. Comentó algo rápidamente y todos se pusieron a reír. Entonces se dirigieron hacia una parada en la que servían cerveza y bebieron todos y brindaron. Don Tilín sentía un amargo escozor en la garganta al ver aquella escena. Se imaginaba a qué podía deberse la felicidad de aquellos jóvenes campesinos, y sentía pena por ello.

Pero de repente sintió que su suerte iba a cambiar. Comprando flores a una anciana había una dama a la que don Tilín había amado en otro tiempo. Doña Helena, vestida con la refinación que la caracterizaba, alimentaba su sensibilidad comprando, como cada semana, un ramillete de flores olorosas. Aquella habría podido ser la mujer de don Alfonso Martín si no fuero por su obstinado carácter.

Don Tilín se levantó del banco en el que reposaba y fue hacia doña Helena. Mientras andaba se puso recta la camisa y comprobó su aspecto. Dispuso su mano frente a su boca y comprobó su aliento. Nauseabundo, como siempre, pero qué podía hacer. Don Tilín tocó en el hombro a doña Helena. Ésta se giró y vio a su antiguo amor sonriente. Don Tilín, un hombre de cincuenta y seis años con el pelo castaño canoso planchado bajo una boina beis. Ataviado con una camisa raída blanca amarillenta y una chaqueta negra abierta. Aquel hombre había llegado a tenerlo todo, pero ya no era más que un estropajo honorable.

-¡Alfonso! Hacía tiempo que no nos encontrábamos.- Dijo ella sonriente. –Sí, es que como dejé de ir a las reuniones del club.- -Sí es cierto, ¿pero por qué?- -Mis dificultades económicas me obligaron a dejar de pagar las mensualidades. Pe…pero he seguido yendo a la cafetería todas las tardes. Francisco dijo que no le importaba si iba.- Un incómodo silencio se apoderó de la situación. –He oído que tuviste que dar tu casa para saldar las deudas.- -Así es.- -¿Y dónde vives ahora?- -Bueno, he estado viviendo en el hostal de la carretera durante dos semanas pero ahora estoy sin nada.- -Interpreto entonces que me estás pidiendo ayuda.- Don Tilín miró al suelo con vergüenza. –Sabes que deberías haber venido a mí hace mucho tiempo, ¿verdad que lo sabes?- Don Tilín no respondió. –Pero también sabes bien que no te puedo dejar que vengas a casa. José y tú nunca os llevasteis bien. Además, ¿qué diría la gente?- -Sí, el esposo y el amante en la misma casa…- Doña Helena asintió con la cabeza. Entonces llamó a Miranda, su doncella. -¿Me llamaba señora?- Preguntó. –Sí. ¿Cuánto dinero hemos traído de casa?- Miranda abrió el bolso y miró. Contó los billetes sin sacarlos a fuera y respondió: -Dos mil, señora.- -Bien. Dáselos.- La doncella miró a su señora extrañada pero la obedeció. –Págate unas noches más en el hostal, Alfonso. Y cómprate algo de ropa, que apenas te he reconocido.- -Creo que lo que voy a tener que hacer es comprar comida. No me llevo nada a la boca desde ayer por la tarde y tan solo eran unos trozos de jamón...-

El reloj del ayuntamiento marcó las doce y sonaron las campanas de la iglesia. –Tengo que irme.- Dijo al ver la hora doña Helena. Don Tilín asintió con la cabeza. –Espero que volvamos a vernos algún día. Adiós.- Don Tilín levantó a mano y esbozó una sonrisa improvisada con los labios después de decir Adiós Helena

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Vida más allá del desamparo

Se guardó don Tilín el dinero en el bolsillo y se acercó a uno de los tenderetes del mercado en que vendían bollos. Compró media docena y los comió ansioso. Siguió caminando y se detuvo en otra parada en que hacían y vendían bocadillos de queso y embutido. Compró dos y los tragó sin apenas darse cuenta. Finalmente, compró una botella de vino y se sentó en un banco público para beberla. Pidió en la parada que se la abriesen, pero aún tenía otro problema: no tenía copa. Si por lo menos tuviese un vaso aún podría servirle, pero qué clase de caballero bebería un vino que, aún sin ser muy caro, era de calidad, a morro. Pero pronto encontró la solución de la mano de sus ojos, ya que en el suelo había unos cartones tirados. Hacía muchos años ya, pero una tarde de lluvia en que no tenía nada que hacer se entretuvo haciendo figuras y objetos con papeles y cartones. En efecto, la papiroflexia se le daba bien. La cosa es que don Tilín sabía como hacer un vaso con unos cachos de cartón, así que la felicidad volvió a su rostro aunque solo fuese por unos segundos.

Mientras bebía contemplaba aquella vieja plaza por la que pasaba cada mañana de niño de camino a la escuela. El ayuntamiento con su gran reloj, la iglesia con su exuberante fachada barroca… Aquel lugar entrañable y hermoso despertaba en él mil recuerdos. Las arcadas de la plaza, bajo las que besó por vez primera a una dama. Los tenderetes del mercado de los domingos, entre los que se escondía de su madre cuando tocaba algo que no le gustaba para comer.

Don Tilín se dio cuenta de que se estaba haciendo viejo; su vida no era más que recuerdos. Había envejecido antes de cuenta, todo él parecía mayor de lo que era en realidad. Pero estaba orgulloso de poder apreciar aún el sabor de un buen vino. Después de comer, uno se sentía vivo.

Pero otra vez, las horas pasaron y no tenía nada que hacer. Era curioso, pues ya se aburría antes de ser pobre de solemnidad. Cuando vivía en la más extravagante abundancia siempre estaba insatisfecho y aburrido, por eso buscaba siempre entretenimientos absurdos como ir al casino. Aun así él no se arrepentía de nada, aun sabiendo que esto le podía causar serios problemas en la otra vida. Una vez tuvo un amigo capellán con quién solía tener conversaciones interesantes. Una vez le dijo que su problema no era el vicio, sino la obstinación. Siempre había sido un hombre de ideas claras, pero con la edad se iba convirtiendo cada vez más en un ser terco. Ahora tenía la sensación de que la vida estaba ablandando su carácter a golpes justo antes de terminar.

Así, envuelto en sus pensamientos y quimeras, decidió levantarse e ir a hacer lo que le había dicho doña Helena. Empezó por ir a una tienda de ropa, donde renovó todo su vestuario (que era ciertamente exiguo). Al salir miró la hora y vio que eran ya las cuatro de la tarde pasadas. Decidió entonces que, puesto que quedaba a más de una hora de camino a pie, podía ir al hostal de la carretera, que era el más barato de la comarca. Además, tenía fe en que, como ya llevaba muchos días durmiendo allí, el dueño le hiciese un arreglo y le dejase un precio aún más asequible.

Pero no consiguió que así fuese. Cuando llegó al hostal, eran casi las seis, y las prostitutas empezaban a salir por la carretera en busca de clientes. Don Tilín las miraba con asco; la parte más mezquina de su corazón le decía que aquellas mujeres seguían siendo inferiores a él. Al entrar, el encargado lo saludó vagamente. –Hola don Tilín. ¿La misma habitación?- Preguntó. –Sí por favor.-

Tomó las llaves y subió al segundo piso, dónde solo había tres habitaciones. Entró en la suya y cerró con brusquedad. En la habitación de al lado se oía jaleo. Sin duda las prostitutas aún seguían usando el hostal cuando los clientes no querían practicar en la intemperie.

El lugar era cochambroso. Una cama con chinches, un váter, un grifo, una ducha, un armario y un televisor, ese era su hogar. Pero don Tilín no se deprimió. Volvía a tener dinero, y esta vez no lo iba a dilapidar con el juego, ni siquiera confiándoselo a Manuel como la última vez, pues al parecer a él también se le había acabado la suerte con estas cosas. Empezó por tomar una ducha bastante larga. No tenía jabón, así que tuvo que frotarse mucho rato con el agua. Al acabar, se secó con la toalla que había sobre el grifo. Cuando la olió se dio cuenta de que era la misma que había usado la última vez que se duchó allí. Se vistió con las ropas nuevas y se miró en el espejo. Después de una ducha y vestido con ropa limpia y nueva cualquiera parece más joven.

Al verse se sintió tan bien que decidió ir a dar un paseo. Se puso la chaqueta nueva, más fea que la que tenía antes pero limpia y salió a la calle. Caminó por el borde de la carretera entre las prostitutas y volvió a entrar en el pueblo. Eran ya las nueve y las calles empezaban a quedarse bacías. Vio la luz de un bar que estaba aún abierto y entró. Allí un grupo de jóvenes celebraba el cumpleaños de uno de ellos brindando y bebiendo cerveza. Don Tilín se sentó en una mesa del fondo y pidió una jarra para él. Hacía mucho tiempo que no bebía cerveza. Cuando cumplió los treinta la incluyó en ese tipo de cosas que un hombre decente no debe beber. De repente se sintió estúpido.

Durante más de dos horas estuvo allí meditando sobre su condición y su vida, escuchando y sintiendo la alegría de aquellos jóvenes borrachos. Pero entonces recordó que al día siguiente por la tarde tenía un compromiso, y que era importante que se fuera a dormir. Mientras volvía a la habitación, pensó en el chico que había conocido en la cárcel la noche anterior. Sentía una profunda lástima por él y por el que al parecer había sido su destino. Don Tilín creía que podría haberle ayudado, pero era cierto que no tenía nada que ofrecerle. Algo le decía que él pronto acabaría como ese extraño amigo con quien había coincidido en la celda.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Inhumación tétrica

Se levantó sobre las doce. Rápidamente se vistió con la ropa nueva. Si iba a ir a un entierro necesitaría una camisa negra y la que había comprado era blanca con rallas azules. Así pues, pensó que como seguramente aún tenía tiempo, podía ir al pueblo, comer algo, comprar una camisa, volver, arreglarse e ir al cementerio.

De entrada, fue a una tienda y compró la camisa. Comió y se paseó un rato por el centro. Después, viendo que se le hacía tarde, volvió. En la habitación se duchó y vistió y entonces, cuando sintió que estaba preparado, fue hacia el cementerio. No estaba muy lejos pero por lo menos había que caminar un cuarto de hora hasta él. Llegó que no eran ni las cinco. El lugar estaba en completa calma. Se paseó por entre las tumbas y monumentos que se erigieron en honor de los muertos. De vez en cuando paraba y miraba el nombre extraño de algún muerto y sonreía. Aprovechando que estaba allí, fue a visitar a su madre, que reposaba en uno de los muros. Miró hacia arriba y pudo leer el nombre en la lápida a unos dos metros de altura. Don Tilín beso su mano y la puso sobre la lápida. Entonces oyó un sollozo lejano. Rodeó el gran muro donde estaba su madre Y vio como llegaba un grupo de unas veinte personas con un cura delante. Una mujer mayor lloraba vestida de negro y otras personas se abrazaban a ella y trataban de consolarla. El capellán hablaba y decía cosas pero nadie parecía escucharlo. En los rostros de aquella gente se veía una desazón y una tristeza que los fulminaba por dentro. Cuando el sacerdote terminó sus lecturas se fue, y la madre cayó de rodillas ante la tumba de su hijo derramando sus lágrimas sobre el mármol. Dos hombres se arrodillaron y le dijeron palabras amables al oído para que no llorase más. El séquito desapareció, y allí estaba don Tilín, contemplando en la distancia a aquel joven al que había conocido la noche antes.

Se acercó y leyó el epitafio:

 A un Poeta

¡Ha, aquel que yace en la profundidad!

¿Quién fue que sanó a los dolientes

Y olvidó a los rectos enderezar?

Aquel epitafio le gustó, le pareció distinto a todos los demás. Pensó entonces don Tilín que sería muy romántico dejar sobre la lápida una rosa o algo por el estilo, pero no solo no tenía flor alguna sino que además empezaba a quedarse sin dinero otra vez. Hizo entonces como con su madre: besó su mano y después tocó con ésta la lápida.

Su cita había concluido, ya nada tenía que hacer allí hasta que llegase su turno, por lo que se fue. Volvió al pueblo y se sentó en un banco. Entonces meditó acerca de lo que podía hacer. Se le ocurrió irse, irse lejos y olvidar para siempre el que había sido su hogar toda la vida, para volver a empezar. Pero no podía. Albur era su casa, era toda su vida, estaba atado a él desde su primera respiración. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Epílogo: Flor enjunta, alma mía

Caminando por un sendero de rosas en la salida sur del gran cementerio de Albur, Alfonso buscaba una respuesta. Habían pasado dos días desde la muerte del poeta y había ido en peregrinación hasta su tumba tratando de paliar así la desazón que carcomía su espíritu. Se daba cuenta de que los agujeros que tiene el alma solo se tapan con el alma misma. Siempre había sido un desdichado, nunca había sido feliz, por eso era lo que era. Nunca se casó con la mujer a la que amaba porque no podía aceptar no ser el hombre a quien representaba. Envuelto en una mortaja de prejuicios y pesadillas vagaba por su mundo pequeño y sombrío, donde compartía la vida con seres que lo habían repudiado. Pero Alfonso nunca quiso darse cuenta hasta que ya fue demasiado tarde, y la sorpresa lo mató del susto.

Ni el dinero ni la pobreza no lo habrían satisfecho nunca. Esa llama que ardía en su pecho y lo consumía; esa cascada que fluía en su garganta que lo oxidaba. Alfonso tenía una fecha de caducidad muy temprana, pues apenas nunca llegó a vivir totalmente. –¿Qué soy yo?- Preguntó al viento viendo como la imagen de un grito se convertía en lluvia. –¿Qué soy yo?- Preguntó sintiendo el llanto de una madre encallado en la garganta. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Respuestas a esta discusión

Me ha agradado mucho. Una narración escrita con gran limpieza literaria y una fuidez que en ningún momento decae. El interés de la narración se acompaña de una emotividad que no recurre a la sensiblería fácil sino a la sencillez (lo que es un logro) narrativa que nos habla del drama y final de una vida. Impecable el último párrafo con que se ramata la historia.

Gracias! Un honor.

Javier Aviña Coronado dijo:

Me ha agradado mucho. Una narración escrita con gran limpieza literaria y una fuidez que en ningún momento decae. El interés de la narración se acompaña de una emotividad que no recurre a la sensiblería fácil sino a la sencillez (lo que es un logro) narrativa que nos habla del drama y final de una vida. Impecable el último párrafo con que se ramata la historia.

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