En la pubertad me diagnosticaron demencia precoz, una manifestación inicial de la esquizofrenia que, en mi caso, consistía en una distorsión de las percepciones lógicas, táctiles, auditivas y visuales, que comenzó a presentarse espontáneamente a principios de la pubertad, hasta impedirme prácticamente a los 12 años, en la secundaria, establecer las conexiones lógicas entre los signos léxicos y el significado y sentido de los textos que se me hacía leer en clase. Podía comunicarme verbalmente y entender sin problemas el discurso verbal de mis interlocutores, pero me sentía ajeno a las interrelaciones empáticas. Mi apatía con respecto a las relaciones interpersonales era proverbial. Mi mundo era más bien el de la fantasía, y percibía las distorsiones lógicas, táctiles, auditivas y visuales con igual desinterés, como si se tratara de la cosa más evidente y natural del mundo. Terminé siendo suspendido de la secundaria con el imperativo de que sólo podría reincorporarme una vez que las autoridades escolares hablaran con mis padres. 

No estoy seguro de si fue por temor o por apatía que nunca les informé de tal situación, de modo que salía cada tarde de casa con el uniforme y los útiles correspondientes a las áreas y asignaturas de cada día, caminaba hasta la entrada del plantel y, una vez que había entrado todo mundo y se cerraban las puertas, me enfilaba hacia la zona cerril limítrofe de la ciudad, dedicándome a vagar y a disfrutar de la soledad y la libertad, hasta que mi intuición me indicaba que la hora de volver había llegado. 

Volvía entonces sobre mis pasos (no literalmente desde luego), hasta llegar nuevamente a las puertas de la secundaria a esperar a que salieran todos los estudiantes de mi turno y, una vez culminado el acontecimiento, regresaba tranquilamente a casa. En los últimos meses, cuando nos cambiamos del barrio semiproletario y semilumpen donde viví la mayor parte de mi infancia, a una colonia de clase media baja de los suburbios, primero tenía que dirigirme a la secundaria nocturna por cooperación para trabajadores que mi madre dirigía y administraba, para ir después a casa en su compañía algo entrada la noche. 

Todo esto fue así hasta el día en que hubo que recoger las calificaciones de fin de curso. Absolutamente inconsciente de su significado, acompañé por ellas a mis padres y, como es de suponerse, el drama fue mayúsculo cuando el director terminó informándoles que ni siquiera había asistido yo a la institución la mayor parte del ciclo escolar. Mi madre lloraba desconsolada y mi padre, impertérrito, no hizo más que mirarme e indicar que era hora de marcharnos. 

Los cuestionamientos interrogativos fueron la tónica del transcurso de vuelta a casa. El dolor y el llanto de mi madre eran totalmente ajenos a mi comprensión. La sobriedad e impersonalidad del tono discursivo de mi padre me motivó a describir con detalle la odisea personal de los últimos meses, con la absoluta seguridad de que no había nada censurable en mi comportamiento. Estaba totalmente convencido de que nunca había yo incurrido en algún acto que justificara la suspensión de que había sido objeto, y de que, por tanto, los responsables del hecho: las autoridades escolares, tenían que asumir las consecuencias, promoviéndome en automático al grado inmediato consecuente, estando yo incluso en el ánimo y la disposición de dispensar el agravio. 

La lógica de mi razonamiento era irrefutable. En lo único que mi padre me llamó la atención fue en el hecho de no haberles informado de la suspensión en el tiempo correspondiente. Aun así, lo hizo de tal modo que no percibí ni la más mínima intención de hacerme sentir responsable o culpable por este hecho, o quizá sólo porque mi apatía no me ligaba ya por empatía a la realidad. 

En casa continuamos conversando. Mi madre ya se había tranquilizado y mi padre estaba vivamente interesado en conocer cada detalle de mi vida en esos meses, así que pude explayarme, describiendo con detalle el conjunto de las experiencias distorsionadas de la realidad, tal y como mis sentidos involucrados la percibían espontáneamente y a intervalos irregulares de duración y de los ciclos de manifestación. 

La conclusión de mis padres fue que mi situación requería con urgencia atención especializada. Mi madre pensó de inmediato en el Dr. Everardo Newman Peña, pionero y decano de la psiquiatría científica de la ciudad, quien la había liberado tiempo atrás del diazepam con el que la atiborró el médico familiar del ISSSTE, y cuyo diagnóstico en mi caso fue el que expuse al principio. Seis meses, más o menos, estuve bajo tratamiento químico hasta que los síntomas desaparecieron por completo. 

Al desarrollarse en mi comprensión el peligro a que mi integridad psíquica había estado expuesta, un sustrato de ansiedad y angustia se desarrolló en mi psiquismo. Cualquier cosa que me parecía incomprensible o irracional, las activaba de inmediato, desarrollando en mí una necesidad compulsiva de comprensión que sólo se solventaba hasta que las cosas quedaban absolutamente diáfanas en mi entendimiento, devolviéndome la tranquilidad psicosomática. 

Creía que las dificultades de aprehensión de sentido y significado tenían una base esquizoide, sin saber que en realidad se trataba simplemente de una insuficiencia cognitiva derivada de la reducida masa léxica y semántica que limitaba mi competencia operativa con el lenguaje alfafonético; así que, lo primero que tenía que saber de cierto, estaba directamente relacionado con la esquizofrenia, su génesis, su desarrollo y sintomatología. Ello habría de conducirme, tarde que temprano, a los campos de estudio de la psique y el psiquismo; es decir, al de la fisiología del sistema nervioso y al de la psicología. 

Gracias a una feliz coincidencia ―seguramente es de conocimiento general que para Einsten la coincidencia es la firma indeleble de Dios en la concatenación fenoménica de la realidad―, mi madre adquirió, para la realización de su tesis de licenciatura en pedagogía, tres voluminosas enciclopedias científicas: una de pedagogía, una de psicología y una de filosofía, con las elaboraciones más avanzadas que a principios de los 80’s del siglo pasado estaban a disposición y al alcance de la concreción de la objetividad psíquica en estos campos. 

Para esto es necesario entender que a esas alturas de mi desarrollo, entre los 15 y 16 años, la separación de mi madre con mi padre había sido inevitable, no sólo por las tendencias polígamas de éste, sino fundamentalmente por el acercamiento de mi madre al Partido Comunista Mexicano, cuya conformación metodológica autoritativa había contribuido a realizar simbólicamente en mi psiquismo la imagen del padre; es decir, del alterego socialmente responsable, que hasta entonces había sido la efigie difusa de un sujeto bígamo, temible y extraño al seno hogareño. 

Baste decir que mi encuentro con el Manifiesto Comunista a los 13 años, había sido una revelación extraordinaria. El salto cuántico que produjo en mi consciencia su lectura y comprensión: la claridad y precisión de la concatenación lógica discursiva de su argumentación, la profusión y riqueza literaria de su síntesis histórica y el tono autoritativo y sapiencial de su atmósfera lingüística, había sido lo suficientemente intenso y extenso como para capacitar a mi inteligencia racional en la dinámica de los procesos cognitivos. Amén de que mi entusiasmo y determinación aprehensiva de la realidad me habían llevado a consumir ávidamente cuánto libro se cruzara en mi camino, imponiéndome una rigurosa disciplina asistémica que implicaba leer y leer incansablemente hasta la última página, aun aquellos textos técnicos y científicos especializados que estaban fuera del alcance de mi competencia semántica operativa, creyendo ingenuamente que su significado tenía que realizarse en mi consciencia por debajo o por encima de la percepción lógico racional. El resultado, en estos casos, era obviamente desastroso: la angustia y la ansiedad se activaban con una intensidad inusitada. 

Comencé a escribir mis primeros textos literarios y racionales, descubriendo que podía desplegar en la consciencia mis sentimientos y pensamientos con una fluidez, celeridad y precisión, sólo comparables en su magnitud a las limitaciones caligráficas de mi coordinación psicomotriz, al escaso conocimiento y dominio de la gramática y de la ortografía, percibiendo claramente en mi psiquismo cómo sentimientos y pensamientos se yuxtaponían y atropellaban los unos a los otros en un abigarramiento pático y logótico churrigueresco que volvía orgánicamente tormentoso el proceso etóico, con el resultado de que, para empezar, no podía ni concluir la redacción de una idea o imagen, por que otras tomaban en el acto su lugar en una sucesión interminable, dando lugar a una igualmente interminable sucesión de párrafos fragmentarios, abigarrados e incompletos, cuyo sentido se había disipado en la evanescencia de la sustancia psíquica aprehendida en la memoria de corto plazo o subsumido en las profundidades abismales de la inconsciencia de que había surgido. 

El hecho es que, mediando este proceso y después de casi cuatro años de terminado el tratamiento psiquiátrico, me aboqué compulsiva y sistemáticamente al estudio y comprensión de la filosofía, la psicología y la pedagogía, así, en el orden expuesto, y gracias a la feliz sincronía de mis patéticas aprehensiones y las necesidades profesionales de mi madre. 

No está por demás decir que el efecto fue profundamente catártico, de modo que aprendí a disciplinar los procesos de mi psiquismo al grado de comenzar a escribir, con paciencia y meticulosidad, reteniendo a voluntad en la memoria de mediano plazo y en el primer plano de la consciencia a disposición de mi inteligencia racional, los constructos sintéticos de mi imaginación creativa, visualizándolos una y otra vez desde varias perspectivas, analizándolos con el mayor detalle posible, al tiempo de traducir mis realizaciones cognitivas al lenguaje alfafonético, adentrándome cada vez más profundamente, por la vía empírica-intuitiva, en los arcanos de la redacción. 

Para complementar mis estudios, de vez en vez solía recorrer las bibliotecas, librerías y puestos de libros usados de la ciudad, comprando en los últimos, sustrayendo subrepticiamente de las primeras, o robando las más de las veces en las segundas, los materiales que se constituían en objeto de mi atención. Cierta ocasión encontré en un puesto de libros de segunda mano el estudio de un caso de sanación terapéutica de una mujer en un estado muy avanzado de esquizofrenia. El texto llevaba por título: “La realización simbólica. Diario de una esquizofrénica”, en el cual se describían los descubrimientos de la Dra. Marguerite A. Sechehaye sobre la naturaleza y función de ciertos procesos simbólicos alucinatorios de la esquizofrenia que derivarían en el método terapéutico que llamó, justamente, de realización simbólica. Independientemente del caso y del efecto funcional del método en éste, en otros en los que apenas tuvo efecto, o en aquellos en los que no se presentó efecto alguno, el principio en que se basaba penetró profundamente en mi intuición, en razón de que me permitió percibir instantáneamente el proceso por el cual, precisamente, mi psiquismo había transitado la vía de la reintegración de la objetividad psíquica. 

Supe entonces, así, instantánea e intuitivamente, por medio de lo que suele llamarse epifanía, que la sanación de mi psiquismo había tenido lugar, en realidad, no más por la medicación química del Dr. Newuman, que por el alejamiento objetivo de mi padre genitivo, su desplazamiento y sustitución simbólica inconsciente por un padre nominativo: el partido comunista, lo cual me permitió realizar simbólicamente la poderosa función de individuación del proceso edípico sin conflictos emocionales, ya que había sido precisamente la incorporación de mi madre al partido el factor determinante de su decisión definitiva de finiquitar la relación con mi padre, terminando de tajo con la situación de dependencia física y emocional que la había ligado a él por más de 16 largos y lastimosos años. 

Pero lo más destacable del asunto es que me cayó el veinte, como se dice por acá, de que el psiquismo opera inconscientemente los procesos aprehensivos y de concreción de análisis por síntesis de la realidad objetiva, a un nivel mucho más profundo, complejo y dinámico de lo que nunca jamás podrá hacerlo la vigilia atenta y perceptiva de la consciencia, estableciendo las concatenaciones lógicas e históricas de los fenómenos de la realidad objetiva y realizando al mismo tiempo una síntesis críptica del pasado, el presente y el futuro, que la imaginación creativa traduce en símbolos de concreción abismal e infinitesimal. 

Como todo está conectado con todo en el holograma infinito y eterno del ser universal, en realidad no hay nada que no tenga determinaciones específicas, por muy complejas que puedan ser las variaciones de los estados iniciales o las de las rupturas mediatizadoras de la dinámica inercial, y toda esa información, en cuanto totalidad concreta, está presente y disponible en todo momento, en todo lugar y en cada cosa, fenómeno o proceso de sus múltiples distinciones. 

Este fue, como se puede colegir, mi primer encuentro objetivo con la realidad suprasensible. La historia de cómo llegué a percibirla en toda su dimensión materialista dialéctica trascendental, describe un proceso de acercamientos y alejamientos complejo y contradictorio, en el que el sí mismo de sí mismo del ser universal ha sido eje y motor de la espiral progresiva de amplificación gradual de mi individuación. 

Claro que Jung es para mí un hito de trascendentales consecuencias en el proceso de realización de la totalidad concreta en la objetividad psíquica, no menos ni más, desde luego, que Marx. O, como dicen los teólogos de la liberación en clave simbólica: Cristo sí, Marx también.

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