En 'Vinci', episodio fílmico de la vida de Leonardo, Eduardo del Llano bordea la indigencia.


"No se engañen: mi película está buenísima", nos regaña su guionista y director Eduardo del Llano en el blog homónimo que él administra.

LA HABANA. (DDC)- La sentencia no podía ser más exacta. "Está buenísima" se dice en Cuba cuando en las aventuras de la televisión se acerca el conflicto definitivo. Y no es que en la locación única del filme Vinci (2011) quepan muchos héroes o acción.

Es que por su duración y visualidad esta obra bien podría asumirse como el capítulo final de una de esas series "de época" que recurrentemente ocurren en la fortaleza de La Cabaña (no hay dirección de arte que logre disimular a esta cárcel de La Habana, hoy tan carnavalizada). Y, como en cualquier capítulo final que se respete, en Vinci todo es un poco precipitado y traído por los pelos larguísimos de un Leonardo casi impúber.

Rodeada de una guerrillita de los e-mails sin mayores consecuencias en el campo cultural cubano, en enero Vinci se estrenó por fin en la Isla, y lo hizo nada menos que con una gigantografía que alardea en público que se trata del mismo autor del cortometraje censurado Monte Rouge, obrita canónica que puso a Eduardo del Llano entre la La Jiribilla y la CIA, entre la disidencia y el G2 (¡despiértenme si no estamos ya en la Transición!).

Por esta vez, como era costumbre en cada audiovisual independiente de su Decálogo de Nicanor (Sex Machine Producciones), no fue necesario aclarar en los captions que se prohíbe su exhibición en los Estados Unidos.

Tal vez Del Llano intuyó que, de costa a costa del exilio, a ningún "canal enemigo" le interesará piratear y hacer "campaña anti-cubana" con ésta, su más reciente "película buenísima".

Vinci es, con todos y para el bluff de todos, a pesar del currículo de su director, una película de principiante y los implicados deberían saberlo, más allá de las cartas de protesta o solidaridad por su exclusión del ruedo competitivo del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana 2011.

Un staff de lujo —incluidos el director de fotografía Raúl Pérez Ureta y el compositor argentino Osvaldo Montes, quien prefirió rebajarla solo a "una buena película"— no es garantía de salir airosos con un veni-vidi-Vinci.

Praxis versus arte, verdad versus mentira, acto versus discurso, deseo versus razón, quién sabe si también capitalismo versus utopía: temáticamente el Renacimiento es eso, un sombrero de magister ludi de donde es posible extraer el conejo de casi cualquier conflicto.

Mejor no le hagamos juego a los eruditos exégetas de este Gólgota con final feliz (VINCI como acrónimo de INRI).

Más que de Mick Jagger, hay mucho del amaneramiento maravilloso del Diego de Jorge Perugorría en el Leonardo de Héctor Medina acusado de sodomía (aunque este beso de la mujer no araña, como el del director brasileño Héctor Babenco).

Sea inconsciente (co)lectivo o convergencia evolutiva, hay mucho del David cayuco y noble de Senel Paz en los dos presos comunes que comparten celda con el más político Da Vinci, quien "plantado" a la inversa exige, como un siervo servil piñeriano, usar el ropón de los desclasados.

Uno de sus compañeros lascivos, el ilustrado y paternal asesino en serie (Manuel Romero), se gasta un parecido imperdonable a la mímica maniaca del poeta cubano Delfín Prats en el documental Seres extravagantes.

El otro, raterito con mente de pollo y dientes podridos (Carlos Gonzalvo), es un corte-y-pega del humor estilo Pateando la lata, que es la única crítica social que se permite a duras penas nuestra televisión nacional: el idiota como hipóstasis del intelectual.

Justo a mitad de Vinci se atisba un trino de lucidez en esta falsa Florencia de 1476 que no escapa de su cubículo en la Feria del Libro de La Habana. Después de ver las plantas de los pies limpísimos de Leonardo (¿acaso flotaba sobre la inmundicia de atrezo de su celda?), ocurre entonces literalmente una animación entre los barrotes: un pajarito volando que ningún crítico se atreve a citar para no pecar de ignorantes intertextuales. Pero si se hubiese concebido al revés —una hora de muñequitos animados y solo unos segundos de filmación realista (por ejemplo, las ratas de raza del CENPALAB)—, los ballets tipo Tomás Piard de Vinci y sus diálogos sobreactuados serían perdonados ahora como una obra de culto.

"¿Es que tendría que haber creado a un Da Vinci indígena?", se cuestiona en las entrevistas de rigor Eduardo del Llano. Peor imposible. Todo en esta ópera prima es de un indigenismo al borde de la indigencia. Sin mencionar la fatalidad de la fauna de un Fabelo demasiado fabélico para ser creíble. Para colmo, un cameo del director en las postrimerías cae ya en el ridículo: Eduardo del Llano con armaduras de museo diríase salido de las aventuras de Astérix y Obélix.

Vinci es el tipo de tragedia estética causada por estar en misa y en institución. Hace años que el ICAIC es una camisa de fuerza para Eduardo del Llano y ambas partes lo saben sin pronunciarlo. El autor de Monte Rouge no debiera emplear con mediocridad sus micrófonos.

Puestos a hablar, solo nos queda hablar hasta que la Seguridad del Estado nos separe, como en el drama alemán La vida de los otros (¿La vida de Nos-y-Otros?). Del Llano corre el riesgo de aburrir a los agentes que lo "atienden" y hacerlos sospechar que se trae entre manos algo más fuerte que la segunda temporada de un Nicanor. De todas formas, él ya es un caso perdido con el que nunca bajarán la guardia, por más que defienda el "ideal de un socialismo democrático que aún no existe". O precisamente por eso.

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