El peso de un recuerdo

 

Abrió su teléfono móvil, un Nokia de los más baratos. Un mensaje nuevo de Vodafone. Supuso que sería publicidad, promociones, lo de siempre. Pero no. “Le notificamos que es el ganador de un fabuloso viaje para dos personas a Miami. Pase a recoger su premio en cualquier establecimiento Vodafone. Muchas felicidades”. Lo releyó un par de veces. No parecía falso, no había que llamar a ningún otro sitio ni mandar un mensaje para entrar en un sorteo que a su vez desembocaría en otro y que terminaría por quedar vacante, ante la exasperación de los usuarios. Sólo pasar a recogerlo y ya está. Tenía una tienda Vodafone a dos minutos de su casa. Pensó en ir, pero enseguida se le quitaron las ganas. “No voy a ser más feliz en Miami que aquí. Mejor se lo doy a Guillermo para que vaya con su novia.”

Llamaron al timbre. Alfonso abrió la puerta y ayudó a Guillermo a colocar las bolsas de la compra.

-¿Cómo estás, campeón?

-Bien, bien, y tú —contestó Alfonso.  

Guillermo era su compañero de piso y un gran amigo, salvo por su molesta costumbre de traer a su novia a casa los fines de semana. El piso era pequeño, apenas 50 metros cuadrados de polvo, muebles roídos por el uso, radiadores que a duras penas calentaban, cubiertos doblados y vasos de plástico. Y de fondo, ruido de obras incesantes. Guillermo jugaba de alero en el CAI Zaragoza, que lo había fichado la semana pasada. Su cabeza rozaba el techo cuando se erguía en sus casi dos metros de altura. Era muy feliz, pese a las incomodidades del hogar. Un tipo lleno de alegría, que se despertaba como una moto incluso después de la fiesta más agotadora. Se esforzaba en contagiar su entusiasmo a Alfonso, pero éste era incapaz de dejarse llevar.

-Me ha tocado un premio. Si lo quieres, te lo regalo.

-¿Un premio? ¿Ves cómo no eres un tipo tan desafortunado después de todo? — comentó Guillermo mientras le daba una fuerte palmada en la espalda.

-Un viaje a Miami para dos personas. Puedes ir con tu novia.

-¡Pero te ha tocado a ti, machote! Como mucho podemos ir juntos. Aunque seguro que prefieres irte con la chica de la que me hablaste el otro día, pillín.

-¿Eh? No, no, seguro que Marina prefiere irse con otro. Además a mí no me gusta la playa. Vete con Irene y así no tendré que pasarme el viernes dando vueltas por ahí para que vosotros… Cógelo o se lo daré a mi hermano, a Javi o a Marta.

-¿De verdad me vas a regalar tu premio?

-Sí. Toma, coge el teléfono y recoge las entradas.

-Está bien, si no quieres ir… Muchas gracias tío, eres un amigo.

Guillermo le estrujó la espalda con sus brazos de baloncestista. Alfonso estuvo a punto de quedarse sin respiración. Recogió el teléfono, abrió la puerta y ya se iba a marchar corriendo a la tienda, pero antes le preguntó una última vez.

-¿Estás seguro de que…?

Alfonso sonrió unos milímetros a la vez que asentía con la cabeza. Cuando su amigo ya se había marchado, se hundió en el sofá naranja del salón. Miró por la única ventana de la estancia y entrevió en el tercer o cuarto piso del edificio contiguo a una pareja de ancianos que veían juntos la televisión. Después bajó la mirada hasta descubrir a dos jóvenes que se besaban furiosamente, como si quisieran agredirse con los labios. Un pitido le robó sus miradas furtivas. Otra vez el Nokia. Un mensaje de Guillermo:”Se lo e contao a irene y sta muy feliz nos vams a tmar algo grax tio”.

Lanzó un suspiro profundo, como si quisiera aspirar en él todas sus penas. Se había acostumbrado a los suspiros mucho más que a las sonrisas, y a las lágrimas mucho más que a las carcajadas. Siempre que se sentía triste (lo cual era muy frecuente), la fotografía del rostro de su padre ejercía de poderoso imán. Estaba situada debajo del televisor, en un marco de madera de nogal. Cuando la tristeza le aguijoneaba fuera de su casa, dirigía sus pensamientos en lugar de sus miradas a la memoria de su padre. Falleció a los 46 años recién cumplidos. Era el candidato del partido que iba a ganar las elecciones, pero le sobrevino un infarto y murió durante la jornada de reflexión. Desde aquel trágico suceso, Alfonso no recordaba la alegría. Perdió su infancia y su juventud y se completó el círculo de su orfandad y de su tristeza, abierto desde que nació a través del vientre sangrante de su madre.       

Miró a su padre y vio algo distinto. Se fijó en sus ojos y su sonrisa. Alfonso sabía de sobra que su expresión cuando fue fotografiado era radiante: amplia sonrisa plateada, ojos de verde vivacidad, cabello oscuro recién ordenado por su peluquero en una raya geométrica. Pero ahora su sonrisa se había desvanecido, su pelo se había desordenado e incluso había aparecido una barba rala que le cubría toda la barbilla. Su rostro asemejaba al de un muerto, de no ser porque dos lágrimas caían de sus ojos, de pronto engrisecidos.

Asombrado, Alfonso miró el retrato con una intensidad desconocida, sin parpadear, sin mover un músculo. Pero sus ojos siguieron trabajando como un engranaje silencioso. Una lágrima recayó sobre su pecho. Al notarlo, parpadeó varias veces. Cuando volvió a mirar la fotografía de su padre, vio restablecidos el peinado, la sonrisa y la alegría de sus ojos verdes.

Se levantó con sigilo, indeciso ante aquel misterio. Se arrodilló junto al retrato y lo observó de cerca. Acarició el marco, que no había tocado desde que lo ubicara debajo del televisor. Su tacto era suave, parecía que la madera le acariciaba a él. Tanto se acercó a la foto que llegó a tocar con su nariz la nariz puntiaguda de su padre, casi igual que la suya. Cuanto más observaba, más forzada le resultaba su sonrisa y más falsos sus ojos. Era la típica expresión electoralista de un candidato a la presidencia del Gobierno. Esa foto se la tomó después de un discurso en Madrid, pocos días antes de su muerte. Alfonso recordaba la fecha: el 13 de marzo de 1984. Ese día se celebró el Campeonato de Natación Infantil de Zaragoza, en el que terminó en segunda posición. Su padre se disculpó por teléfono horas más tarde por no haber podido acudir al sueño de su hijo. Alfonso no volvió a nadar.

Decidió coger la foto y llevársela para ocultar en ella su tristeza. La agarró por el extremo superior izquierdo y trató de levantarla. Pesaba mucho, tanto que no pudo moverla ni un centímetro. Lo intentó con las dos manos, con todas sus fuerzas, apoyándose en las piernas para hacer palanca… pero no hubo manera de moverla ni un centímetro. Ahora la sonrisa de su padre se burlaba de él.

Volvió a sentarse en el sofá, jadeante y perplejo. Aquello era ridículo. Cuando puso el retrato de su padre debajo del televisor, no recordaba que le hubiese costado el menor esfuerzo. ¿Acaso la foto se había ido llenando con toda su desdicha? ¿Era ése el motivo de su peso inhumano?

Alfonso fue a lavarse las manos al cuarto de baño. Mientras se limpiaba, sentía el ojo escrutador de su padre atravesando las paredes, vigilándolo. No podía seguir viviendo con él, o lo que restaba de él. Cogió el Nokia y llamó a Guillermo. Le dijo que tenía un problema grave, que necesitaba su fuerza física. Guillermo apareció en menos de diez minutos.

-¿Qué pasa, Alfonso?

-Se trata de mi padre. No quiero seguir viviendo con él. Quiero desprenderme de su recuerdo.

-¿Cómo dices?

-Por favor, coge la fotografía de mi padre, la que está debajo de la televisión. Cógela y sácala de aquí.

-Pero esa foto es muy importante para ti. ¿Estás seguro de que…?

-Hazlo, por favor.

-Espera. ¿Me has llamado sólo para eso? Podías hacerlo sin mi ayuda. ¿Seguro que estás bien?

-Sí. Pero yo no puedo moverla. Me pesa demasiado.

-Eso es absurdo, Alfonso. Una foto no pesa dos toneladas.

-Esta foto sí. Lo he intentado de todas las maneras. Quizá entre los dos podamos…

Guillermo lanzó un suspiro impaciente y se acercó al retrato. Lo levantó sin el menos esfuerzo.

-¿Lo ves? No pesa nada. Toma, cógela.

Sin que tuviera tiempo de reaccionar, Guillermo le lanzó la foto a Alfonso, que estaba a un metro escaso de distancia. Alfonso trató de atraparla, pero en cuanto uno solo de sus dedos entró en contacto con la madera, se hundió ante su peso. Cayó al suelo de espaldas y se retorció, tratando en vano de levantar la foto y enderezarse. Parecía al borde de la asfixia cuando Guillermo, asombrado y horrorizado, le arrancó la fotografía de los dedos.

-¿Qué demonios…?

-Te dije que pesaba demasiado.

Alfonso se levantó del suelo y, mientras recuperaba la respiración, miró la imagen de su padre con un miedo reverencial.

-Tenemos que deshacernos de ella. Tírala por la ventana. ¡Ahora mismo! 

No tuvo que repetírselo. Guillermo abrió la ventana y arrojó la foto en dirección a la calle de abajo, lo más lejos que pudo. Era un día ventoso, y el aire se la llevó en pleno vuelto. Fue golpeando las paredes del edificio contiguo antes de perderse, como si quisiera dejar una señal. La madera chirriaba con violencia, enfrentada al ladrillo. Después de unos segundos que se prolongaron hasta lo indecible, dejaron de verla y oírla.

-Ya pasó, Alfonso. Ya pasó.

Guillermo lo envolvió en un abrazo todavía más fuerte del que le había dado cuando le regaló su viaje a Miami. Después de las muestras de afecto, Alfonso fue al baño para lavarse las manos. Mientras lo hacía, se sintió observado de nuevo. Pero no como antes, desde una posición externa. Sentía que lo observaban desde dentro, como si tuviera dos ojos verdes y una sonrisa siniestra en su intestino.    

 

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