Capítulo 6:
Gran duelo en la ciudad sin ley


En 1887, la casi recién nacida Skagway era una ciudad al margen
de las leyes, gobernada por la ambición y el pecado. Hoy, es
un parque temático organizado alrededor del recuerdo de los
días del oro y punto de destino de los grandes cruceros que hacen
durante el verano la ruta del Paso del Interior. En los meses
estivales, la calle principal y las adyacentes son un mero comercio,
con las casas de madera levantadas al estilo de un decorado
de Hollywood.

Los turistas deambulan de un lado a otro sin cesar
de comprar, o asisten a algún espectáculo musical sobre las
aventuras de los antiguos pistoleros, o almuerzan comida basura
en los cuatro o cinco espantosos restaurantes de la ciudad, o
esperan la salida del tren que lleva a las cumbres en donde están
los lagos en los que nace el Yukon, allá arriba, en la frontera con
Canadá. En invierno, la mayor parte de los comerciantes se largan
a Anchorage o a Vancouver, los llamativos decorados estilo
country de las fachadas de sus tiendas desaparecen y el sector
dedicado al turismo cierra puertas y ventanas. Los pocos habitantes
que quedan en la población se retiran hacia las calles más
alejadas del puerto, bajo la protección de las montañas.

Como sucede a menudo en Estados Unidos, la ficción camina
en Skagway al lado de la realidad. Es un país en el que
muchos niños no saben distinguir muy bien entre un grizzly y
el oso Yogui, lo cual supone un riesgo grande, porque el tal Yogui
canta y no ataca a los humanos, en tanto que el grizzly es
una bestia agresiva que ataca a veces, devora la carne humana
en ocasiones y de la que no hay noticia de que haya aprendido
a cantar.

En el fondo, las empresas de dibujos animados, comenzando
por Disney y Barbera, son en buena parte las responsables
del descerebramiento generalizado que se atribuye a una
parte de la sociedad americana, la menos culta. Skagway, clavada
en el extremo sur de Alaska, parece un buen ejemplo al caso.
Volviendo a la historia de la ciudad, hay que reseñar que,
durante los tres meses que siguieron a la llegada de los barcos
cargados de oro a San Francisco y Seattle, un miríada de seres
humanos desembarcó en los muelles de Skagway y en los de la
cercana Dyea, ciudad que hoy ha desaparecido por completo.

A los buscadores de oro les aguardaban allí avarientos vendedores
de suministros necesarios para el duro camino que les esperaba,
todos a precios desorbitados. «El dinero se iba como el agua a
través de un cedazo —contaba un periodista—. Los hombres
eran como lobos que se devoraban los unos a los otros.» Había
casinos en los que los viajeros podían perder el poco o mucho
dinero que llevaban encima, decenas de prostitutas con las que
olvidar por un rato sus penalidades, más de ochenta saloons
que almacenaban alcohol en cantidades oceánicas y bandidos,
como el lengendario Jefferson «Soapy» Smith, dispuestos a robar
a los incautos todo lo que poseían.

Pero lo peor de todo era la personalidad de los recién llegados.
La mayoría no habían salido en su vida de sus pueblos, no
conocían los climas fríos, no estaban físicamente en forma para
acometer los duros esfuerzos que les esperaban, ni habían escalado
montañas, ni sufrido los rigores de la intemperie o la escasez
de alimentos. Tappan Adney, un periodista que viajó con la
«estampida», escribiendo crónicas para el Harper’s Illustrated
Weekly de Nueva York, anotó en su diario el 21 de agosto de
1897: «El país entero se ha vuelto loco con el asunto del Klondike».

Y recogía el siguiente testimonio de un ingeniero californiano:
Jamás he visto a la gente actuar como lo hacen aquí. Casi todos
han perdido la cabeza y el sentido común. No he visto nunca
hombres comportarse de tal modo. No tienen ni la menor idea
de adónde van… Vienen de despachos y oficinas, no saben lo
que es ascender una montaña con peso sobre los hombros y no
están acostumbrados a ninguna tarea dura… Cada hombre va armado,
con revólveres e, incluso, fusiles de repetición. Son los
hombres con menos experiencia que nunca he encontrado en
ninguna parte y con más armas que en ninguna parte. Sería una
obra de caridad que la Policía Montada del Canadá se las quitase
en Dawson City antes de que empiecen a dispararse entre ellos.

La riada fue tan súbita que las dos estaciones de Skagway y
Dyea apenas podían acomodar a aquella enorme cantidad de
gente. Las tiendas de campaña brotaron como champiñones de la
noche a la mañana. Los campamentos —llovía a menudo—
eran un barrizal. Y entre las gentes que intentaban organizarse
había multitud de perros, burros, mulas, vacas y caballos. Los
olores eran nauseabundos, las condiciones de higiene penosas,
las peleas frecuentes y el orden inexistente. Los indios bajaban
de sus poblados a ofrecerse como guías y porteadores para cruzar
los pasos de montaña a precios que no cesaban de subir conforme
llegaban más y más gentes ávidas de oro. A menudo, las
caballerías enloquecían y recorrían los campamentos derribando
tiendas y repartiendo coces a diestro y siniestro. Había muchas
mujeres, y no sólo prostitutas: la mayoría eran esposas de
buscadores. Los niños, sin embargo, eran muy pocos.

Cuando el joven London llegó a Dyea, el 7 de agosto de
1897, el caos señoreaba en la región. Todavía no había nacido
Walt Disney y la realidad se mostraba dura y terrible, aunque
los hombres tratasen de convertirla de alguna manera en ficción,
soñando cada uno con encontrar su particular El Dorado,
para hacerla más digerible.

Me alojé en el hotel Westmark, en la Tercera Avenida, muy cerca
de la estación y de Broadway Street, un hotel construido en
madera y de ambiente agradable. La primera mañana en la ciudad
soplaba un viento bastante frío desde las nevadas y altas
montañas que crecían a la espalda del puerto. Y el cielo tenía
pinta de ir a soltar sobre nosotros, en cualquier instante, un
chaparrón de lluvia helada.

Siempre que visito un nuevo lugar, intento buscar una librería
en la que encontrar información sobre la historia local.
Pregunté en la oficina de turismo y la respuesta de la funcionaria,
una dulce señora entrada en años, vestida de negro y con
una blanca cofia cercada de puntillas en la cabeza, me dejó perplejo:
—¿Busca una librería de Biblias?
—No, una de libros normales.
—La Biblia es el libro más normal de la historia. Lo lee todo
el mundo que yo conozco. Y es el mejor que se ha escrito.
—Quiero decir que busco libros que no sean religiosos.
—En ese caso, vaya a la Biblioteca. Pero, créame, dudo que
encuentre nada mejor que la Biblia…

Más tarde, deambulando por Skagway, Broadway Street
arriba, Main Street abajo, encontré un par de papelerías en donde
se vendían algunos textos sobre la ciudad. Compré unos pocos
que merecían la pena.

Y así conocí, más o menos, la historia de Skagway, una población
que nació como una pequeña estación comercial en
1887 y que continúa viva, nos guste o no, gracias al turismo de
cruceros y a la cultura Disney.

Antes de la llegada de los blancos, esta tierra, que es como un
codo doblado en el sur de Alaska, la habitaban los indios chilkoot,
chilkat y tagish, todos ellos pertenecientes a la familia
tlingit. De su lengua procede el nombre de la ciudad, ya que
Skagway es un vocablo derivado del término Skagus, como los
indios llamaban al viento del Norte, que siempre sopla con fuerza.
Y a fe que se trata de un nombre bien puesto, ya que la población
tiene una forma de tubo, cercada por el mar y las montañas,
y cuando se levantan vientos septentrionales, no sólo
hace un frío del demonio, sino que los sombreros y los paraguas
vuelan, e incluso, en ocasiones, los tejados de las casas.

Durante la década de los setenta y ochenta del siglo XIX, algunas
patrullas federales estadounidenses recorrieron la región
y pronto también las siguió la Policía Montada del Canadá. Era
una zona en disputa entre los dos países, pues las fronteras no
estaban aún claramente determinadas en lugares tan abruptos.

En 1887, el guía indio «Skookum» Jim Mason condujo hasta
la costa, viniendo desde las regiones del río Yukon, a un canadiense
llamado William Moore. Lo hizo a través de un paso
de montaña desconocido hasta entonces por los blancos, más
tarde bautizado como White Pass, que cobraría una enorme importancia
en plena «estampida» del Gold Rush. Moore tomó posesión
de 1.600 acres de terreno (unos 640.000 metros cuadrados)
y, pocos meses después, regresó con su hijo e instaló una
estación comercial junto a la playa, además de un muelle para el
atraque de barcos. Bautizó el lugar como Mooreville.

Entre los años 1894 y 1895, los primeros buscadores empezaron
a llegar al lugar. Moore les indicó el camino hacia el paso
de montaña y ellos se adentraron en la región de los lagos y en
la cuenca del Yukon, tras cruzar el White Pass. En 1886 se halló
un importante yacimiento de oro junto al Yukon, en un establecimiento
que se llamó Fortymile, y en 1894, otro importante en
Circle City. Pero estaban muy al norte y sus descubridores habían
hecho la ruta alternativa al Chilkoot y el White Pass, esto
es, entraron desde el puerto de Saint Michael, en el mar de Bering,
y siguieron sus prospecciones río arriba. Fortymile y Circle
City quedaban más al norte del Klondike.

Algunos de los que empezaron a cruzar por el White Pass
dieron con pequeños filones en varios tributarios del río, como
el Stewart y el Pelly. Pero el gran descubrimiento llegó en agos-
to de 1896, cuando George Carmack, su esposa india, Kate, y
sus cuñados también indios Skookum Jim y Tagish Charlie dieron
con un imponente yacimiento en un arroyuelo llamado
Rabbit Creek, afluente del río Klondike, que a su vez era tributario
del Yukon.

La vida cambió en Mooreville. El primer barco de buscadores,
el Queen, llegó en julio de 1897. Y le siguieron muchos
otros. A finales de año, había ya ocho mil personas en el lugar y
Frank Reid, el inspector ingeniero encargado de la medición y
registro de Mooreville, rebautizó la población como Skagway. A
Moore, por más que intentó resistirse, las autoridades federales
le expropiaron todo el territorio del que había tomado posesión
diez años antes, sin que recibiese un solo dólar a cambio. Y a
cuatro millas de Skagway, en donde había otra pequeña estación
comercial junto al último brazo del canal de Lynn, surgió una
nueva ciudad, Dyea.

Allí empezaba otra senda que llevaba a los
lagos de las montañas, conocida como Chilkoot Trail.
En 1898 había ya varios periódicos en Skagway, así como
bares, lupanares, una iglesia, casas de juego, almacenes y todo
cuanto era natural que surgiera en una ciudad de paso hacia el
oro prometido. Ese año comenzó la construcción del ferrocarril
para ascender hasta el White Pass. Para prevenir el bandidaje,
un destacamento del ejército americano se instaló en Dyea.

En 1899, el trazado del ferrocarril que llevaba al White Pass
quedó concluido y, en pocos meses, al hacerse ya innecesaria la
senda de Chilkoot, Dyea languideció, agonizó y murió, sin dejar
otro rastro que algunas de las vigas que sostenían sus muelles.
Muy poco después, la fiebre del oro del Klondike comenzó
también a hacer crisis, agotados sus yacimientos, y el Gold Rush
continuó, tomando una nueva dirección: hacia Nome, al norte
de las costas de Alaska que dan frente a Siberia, en cuyas playas
aparecían inmensas cantidades de oro.

Moore recuperó en 1902 parte de los terrenos que le habían
arrebatado, unos doscientos cuarenta mil metros cuadrados. Era
de justicia, aunque ya no le servían de mucho. No obstante, se
había hecho rico con la explotación del muelle de una milla de
largo que construyó justo cuando comenzaba a llegar a Skagway
la riada de gente.

Finalmente, la disputa fronteriza entre Canadá y Estados
Unidos se cerró a favor de los segundos en 1903.
Skagway sobrevivió a duras penas, hasta que el turismo insufló
nuevas energías a la ciudad.

Al amanecer habían llegado tres grandes barcos repletos de turistas
y casi no se podía andar por las calles comerciales de
Skagway. Saqué mi billete de tren al White Pass para dos días
después y seguí deambulando por la ciudad.
Es penoso caminar por un parque temático y no tener ganas
de comprar nada, pero en mi caminata encontré algo curioso en
Broadway Street: un antiguo prostíbulo, The Red Onion, convertido
en museo. No creo que exista en otro lugar del mundo
un burdel que se explote como museo para el turismo anhelante
de sorpresas.

La planta baja del local era un bar en donde servían cervezas
y espantosa comida basura en forma de pizzas y hamburguesas.
La de arriba la ocupaba el antiguo lupanar. En realidad
sólo consistía en cuatro habitaciones con su obligatoria cama,
algunas fotos de antiguas meretrices y mobiliario de la época,
con prendas de ropa interior femenina echadas aquí y allá sobre
los sillones o las almohadas de los lechos. La visita costaba cinco
dólares, guiada por una señorita ataviada de manera acorde con
el entorno; a los turistas nos regalaban una liga roja y negra
con el tíquet de entrada.

Ese día me uní a un grupo formado por unas veinticinco
personas, en su mayoría matrimonios de mediana edad y seis o
siete niños, que recorría las habitaciones tras la señorita disfrazada
de ramera de época. Me llamaba la atención que, en un
país tan puritano como Estados Unidos, la gente llevara a los niños
a una casa de prostitutas en la que la guía explicaba con
exactitud los precios que se cobraban por el rito y en qué lugares
de la casa, y cómo y durante cuánto tiempo, se procedía al
acto sexual. Como la chica-guía era graciosa, los mayores reíamos
jubilosos y los niños también. Los hombres se intercambiaban
guiños unos con otros cuando la muchacha contaba algo
que podía resultar picante.

Lo mejor llegó cuando, ya terminando la visita, la señorita
nos colocó en círculo alrededor de ella y preguntó:
—A ver, ¿cuál es la primera norma para una chica de burdel?
—Cobrar —respondió de inmediato una gruesa cuarentona,
de mejillas naranjo-rosáceas como melocotones.
—¡Bravo, bravo! —exclamó la guía—. ¿Y el peor error de
una prostituta?
—¡Enamorarse! —respondió con prontitud la misma
mujer.
—¡Ajá!, ya veo que conoce usted bien el negocio.
Todos rieron y el marido y los pequeños hijos más que nadie.
Los melocotones de las mejillas de la mujer maduraron de
pronto.

Salí del antiguo prostíbulo y me dirigí a la Segunda Avenida,
en busca del lugar en donde estuvo la casa de juegos y bebidas
de Jefferson «Soapy» Smith, el más grande bandido de la
historia de Skagway. El Jeff Smith Parlour, el principal de los salones de copas y juego
que fueron propiedad de Soapy, no es más que una casucha
larga, de fachada gris, sobre cuyo tejado asoma una ennegrecida
chimenea metálica. Bien apretadas, calculé que cabrían dentro
no mucho más de treinta personas.

Es todo lo contrario de lo que uno imagina que pudieron ser
aquellos saloons con numerosas
mesas, largo mostrador de bebidas, chicas de can-can, jugadores
ataviados con chalecos vistosos, pistoleros en las esquinas,
lámparas de lágrimas y escalinatas por las que descendía
Ann Margret con su ajustado corsé, liguero negro, medias de
malla y tacón alto. Por alguna razón que no me explico, es el
único lugar histórico de Skagway que no han convertido en un
museo.

Tampoco me explico cómo Hollywood no ha llevado al cine
la historia de este célebre forajido, mientras que ha convertido
en figuras legendarias a personajes como Wyatt Earp, Will Bill
Hickok, John Wesley Hardin, Pat Garrett, Calamity Jane, Billy el
Niño, Jesse James o Doc Holiday, por poner unos pocos ejemplos.
Jeff «Soapy» Smith hizo méritos sobrados para figurar al
lado de tan ilustres nombres en el friso de los héroes villanos de
la historia de la frontera, cuyo último capítulo se escribió en
Alaska.

Un historiador dijo de él que tenía «los ojos de un poeta y
la barba de Mefistófeles». Y un vate llamado Billy DeVere le dedicó
en 1893 una oda, cuando Soapy Smith ya era un redomado
tramposo en los casinos. Un estracto de la letra, que he traducido
libremente, decía:
Todo cuanto de Jeff puedo decir
es que no existe hoy un hombre como él.
No digo bueno en el sentido que vosotros decís,
no es religioso; no, no lo es.
Es sincero consigo,
con sus amigos lo es.
No te abandona,
ni flaquea, ni es débil, no.
Puedo decir, sé lo que digo,
que siempre ayuda a quien le quiere bien.
Y aquí le agradezco, como se ve,
la gentileza que me mostró.

Smith, halagado, pagó mil dólares al vate. Después de todo,
en aquellos días, las historias rimadas corrían de boca en boca y
se cantaban en forma de baladas y, antes que un periódico, a
cualquiera le hacían famoso, virtuoso y valiente los versos populares
escritos por los que en la frontera llamaban tramp poets,
y también los folletines con dibujos, un antecedente del cómic.

En cuanto al golfo del que nos ocupamos, tenía muy claro
que debía labrarse una leyenda de bandido generoso, una figura
que siempre gusta a la gente, grandes y pequeños, mujeres y
hombres. Cual Robin Hood o Luis Candelas, Jeff robaba a los ricos,
en el imaginario popular, para dárselo a los pobres, cuando
en realidad timaba, extorsionaba y limpiaba los bolsillos a todo
el que podía y no repartía beneficios nada más que con sus compinches.
Jefferson Randolph Smith nació en Georgia, en noviembre de
1860; era el mayor de cuatro hermanos e hijo de un abogado sureño,
propietario de una explotación algodonera.
A pesar de que la guerra de Secesión obligó al padre a liberar a sus esclavos negros
y ocuparse directamente de la finca con mucho mayor costo,
Jeff recibió una educación esmerada hasta los quince años.
Durante toda su vida presumió de recitar mejor que sus maestros
los hexámetros homéricos y de saber de memoria largos párrafos
de las obras de Shakespeare. Siempre mantuvo sus exquisitos
modales, escondiendo su alma de rufián bajo un acento
suave sureño y un rico vocabulario. Nunca dejó de vestir con
traje y corbata, de cubrirse con costosos sombreros y de exhibir,
bajo la chaqueta, un chaleco sobre el que cruzaba la cadena de
un reloj de oro. Era muy consciente de la forma en que debía
de escribir su leyenda. Y lo primero que tenía que cuidar al detalle
era su apariencia de caballero del Sur.

En 1876, su padre se arruinó y se hundió en el alcoholismo.
La familia se trasladó a Texas y la madre de Jeff abrió un hotel,
en el que el chico trabajó como recepcionista. Poco después
abandonó la empresa familiar y encontró empleo en un almacén,
lo que le proporcionó un buen salario. Pero su ambición
era superior a su afán por construirse una vida estable. Y se con-
trató como vaquero en una de las grandes manadas de ganado
vacuno que partían, por el Chilholm Trail, desde Texas hacia el
Oeste.

Le gustó la vida errante de aquel mundo que estaba surgiendo
en las praderas y, sobre todo, acudir a las ciudades que
de pronto nacían de la nada y crecían a toda velocidad en número
de pobladores, hasta convertirse, casi de la noche a la mañana,
en metrópolis de varias decenas de miles de habitantes. La
razón no solía ser otra que el descubrimiento de oro o plata. A
las riadas de buscadores que se lanzaban en pos de fortuna les
seguían una tropa de ladrones, prostitutas, dueños de negocios
de fortuna y taberneros. Los últimos en presentarse eran siempre
los encargados de la ley y el orden. Y, en ocasiones, ni siquieran
habían llegado cuando los filones habían sido ya exprimidos
y la gente estaba haciendo las maletas para marcharse
con la música y el revólver a otra parte.

El Oeste de aquellos primeros días podía parecerse a una
gran sabana africana: aparecían manadas de herbívoros, y a las
pocas semanas se plantaban en el lugar los depredadores y los
carroñeros para darse el festín. Cuando las manadas languidecían,
los leones, las hienas y los buitres se iban en busca de otro
cazadero. Jeff Smith optó por tener el papel de los depredadores.
Era mucho menos trabajoso y llevaba menos tiempo meter la
mano en el bolsillo de un minero afortunado que dedicarse a cavar
o a darle al cedazo durante meses.

Se instaló en Denver en 1879, cuando la plata apareció en
Colorado, después de haber vagado durante unos años por Texas.
Por allí andaban Calimity Jane, que tenía dos grandes aficiones:
cazar búfalos si asomaban las manadas y ejercer de prostituta
cuando escaseaban los rumiantes; y Will Bill Hickock,
reputado jugador y un pistolero al que pocos osaban enfrentarse;
y Doc Holiday, un médico tísico que, dos días antes de la
llegada de Jeff, había matado a dos hombres en un duelo a revólver.
Jeff se buscó la vida de inmediato. Se arrimó a un famoso
trilero, Old Man Taylor, y, chantajeándole, consiguió que le enseñara
los trucos del juego.

Continúa en: Capítulo 6 — 2da. Parte:

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