El trile, al parecer, se había inventado
en Inglaterra durante el siglo XVIII, y pronto saltó el océano y
se hizo muy popular en Estados Unidos. Taylor lo practicaba en
las calles de Leadville; el chantaje de Jeff consistía en sentarse a
su lado y comenzar a denunciar sus trampas ante la gente, hasta
obligar a Taylor a recoger sus trastos y largarse. De modo que,
en poco tiempo, al viejo no le quedó otro remedio que pactar
con Jeff o matarle. Pactó. Y el muchacho aprendió los trucos del
trile, conocido entonces como el soap game (juego del jabón).
Allí nació su apodo de «Soapy», que le acompañó el resto de su
vida. En una traducción literal, Jefferson «Soapy» Smith sería
Jefferson «Jabonoso» Smith; pero lo más exacto, en castellano,
sería traducirlo como Jefferson «Trili» Smith.

También aprendió el manejo de los naipes y se decía que
muy pocos llegaron a manejar la baraja como él para colocar las
cartas en el orden que deseaba. Y curtió toda una filosofía sobre
su oficio: «Yo no soy un jugador —decía—. El jugador apuesta
su dinero intentando ganar el de otro. Sin embargo, cuando
yo apuesto dinero, es seguro que gano». O bien, en un tono más
místico, esta otra reflexión: «Un jugador es alguien que ilustra
la locura de la avaricia; es un sacerdote no ordenado que predica
sobre la volubilidad de la fortuna y sobre cómo convertir la
duda en certeza» Meses después de comenzar a hacerse rico, se casó con una
corista, Anna Neilson, a la que retiró a San Luis y de la que tuvo
cinco hijos. Siempre los matuvo lejos de él, haciéndoles ocasionales
visitas mientras vagaba de ciudad en ciudad robando a la
gente.

En Creede aparecieron minas de plata y allí se trasladó en
1892. Abrió su propio casino. No existía autoridad ninguna y el
gang dominante lo dirigía un tal Bob Ford, ni más ni menos que
el hombre que había matado, disparándole por la espalda, al legendario
Jesse James. Una canción popular, que todavía canta
Bruce Springsteen, le calificaba como «ese sucio pequeño co-
barde». Mucho más hábil que él, Soapy se hizo con el control de
Denver en pocas semanas. Acabó por designar incluso al jefe
de policía, el famoso pistolero Bat Masterson, un buen amigo
suyo. También tuvo relación con otro pistolero y jugador de leyenda,
Wyatt Earp, el del duelo del O.K. Corral que hemos visto
encarnar en el cine, entre otros, a Henry Fonda, Burt Lancaster
y Kevin Costner.

A Bob Ford lo mató en un duelo, unos meses después de la
llegada de Soapy, un hombre llamado Edward Kelly, pariente lejano
de Jesse James. Con su oratoria convincente, Soapy logró
arrebatárselo a una multitud cuando iba a lincharlo; en el juicio
que siguió, Kelly fue absuelto. Soapy controlaba el jurado y, durante
los días siguientes, se rumoreó que el pistolero trabajaba a
sueldo suyo.

En 1893 regresó de nuevo a Denver, en donde permaneció
hasta 1897. Ya contaba con una nutrida banda de seguidores;
entre los más fieles se encontraban el «Reverendo» Charles Bowers,
Slim Jim Foster y Van B. Tripp. En Denver le conocía y le
temía todo el mundo. Tenía un aura de hombre generoso, gentil
y duro, la perfecta imagen del hombre de frontera, triunfador y
arriesgado, admirado por muchos hombres respetables y siempre
pisando la raya del delito. De esa época data el verso que le
dedicó el rapsoda Billy DeVere.

Cuando las noticias del oro del Klondike llegaron a Denver,
Soapy supo de inmediato cuál era su próximo destino.
Jeff Soapy Smith tomó un barco en Seattle y, tras echar un vistazo
a Juneau y Wrangell para decidir si se instalaba en una de las
dos localidades, decidió seguir hasta Skagway, adonde llegó en
agosto de 1897, un mes después de que los dos barcos cargados
de oro del Klondike, el Excelsior y el Portland, atracaran en San
Francisco y Seattle. Fue una decisión acertada: en pocos días
acordó con Moore las condiciones para establecerse en la ciudad,
sus hombres llegaron un par de semanas después y, para fi-
nales de mes, inauguraba su primera sala de juego, a la que siguieron
otras en la vecina Dyea y en los altos del White Pass,
junto a la frontera canadiense. La Policía Montada del Canadá
ya había establecido sus aduanas y, sobre todo, controles muy
estrictos contra la delincuencia, de modo que Soapy no obtuvo
permiso para instalar sus negocios en el otro lado.

Sus actividades lucrativas marchaban viento en popa. En
octubre, ya le había limpiado todo su dinero en el casino de
Skagway a un misionero de la Iglesia anglicana que llegaba para
instalar un centro religioso en White Pass. El hombre tuvo que
volver a Seattle en busca de nuevos fondos y nunca más se supo
de él. Para acallar todo tipo de rumores, Soapy hizo donaciones
a otras iglesias instaladas ya en Skagway, dio dinero a los pastores
presbiterianos para construir un templo y cooperó en la fundación
de la primera asociación de ayuda a los necesitados de
Skagway.

Actuaba con celeridad y eficacia. Ese mismo octubre, puso
en marcha un sistema de espionaje propio que trabajaba en los
barcos que llegaban de Seattle y Vancouver. En las cubiertas de
los vapores, sus agentes averiguaban qué pasajeros venían con
sustanciosas cantidades de dinero en los bolsillos. Una vez en
tierra, otros hombres de Soapy los embaucaban con su verbo florido
—en especial el «Reverendo» Bowers—, los atraían al casino
y allí los cuprieres los desplumaban o el propio Soapy, si tenía
ganas, los arruinaba con el trile. A otros sencillamente se les
quitaba el dinero en la calle, por la noche, a punta de pistola.
En Skagway tan sólo existía un oficial de policía, un tal Taylor,
asistido por un ayudante. Pero ambos estaban a sueldo de
Soapy.

Su habilidad era pasmosa. En enero de 1898, un tabernero
al que tenía comprado para su servicio de espionaje, mató a un
hombre a tiros sin que el otro tuviera oportunidad de defenderse.
Con su afinada oratoria, Soapy logró impedir su linchamiento,
luego compró al jurado que lo juzgó y el asesino eludió la
cárcel y consiguió huir a Sitka. De inmediato, Soapy abrió una
suscripción para la viuda de la víctima del crimen, adelantando
él mismo una buena suma de dinero.

Soapy había desarrollado una refinada técnica de actuación
que casi parece el libro de instrucciones para un gángster. No se
mezclaba personalmente en los robos: su gente era quien los llevaba
a cabo, con una comisión para él del cincuenta por ciento.
Contaba con una disciplinada tropa de hombres armados a su
servicio. Cultivaba su imagen con la propaganda de periodistas
comprados por él, como Billy Saportas, del Alaska News, y Edward
Cahill, enviado especial del Examiner de San Francisco. Su
red de espionaje alcanzaba todos los rincones de la ciudad y del
puerto. Cuidaba con suma atención los núcleos básicos de la sociedad,
como la iglesia, los negocios, el trabajo y la caridad. Eso
sí, cuando entregaba una gran donación de dinero a una institución
religiosa o filantrópica, al día siguiente disponía todo
para que sus hombres se encargaran de recuperar la suma a
punta de revólver. Sin embargo, nadie podía acusar a Soapy de
estar mezclado, pues era el primero en poner el grito en el cielo
ante semejantes atropellos.

Pero en Skagway había gentes honradas que detestaban a la
banda de Soapy; sobre todas ellas destacaba Frank Reid, el ingeniero
jefe de la ciudad, un hombre entrado ya en la cincuentena,
honrado, alto y fuerte, que había estudiado en la Universidad
de Michigan y combatido en las guerras indias de Oregón.
Tenía fama de no temer a nadie y de manejar muy bien las armas
de fuego.

El malo, como en Hollywood, tenía ya enfrente al bueno.
¿No suena toda esta historia verdadera a un western de ficción
de los años cincuenta?
Por esos días hubo varios tiroteos con muertos en la ciudad y en
las alturas de White Pass. Y hartos de las fechorías de Soapy, los
ciudadanos de Skagway, dirigidos por Frank Reid, formaron un
comité de 101 Voluntarios dispuestos a limpiar la población.

Las tropas federales de Dyea acudieron en su ayuda y muchos
de los bandidos se largaron temporalmente de Skagway. Soapy
se quedó.
Después de todo, él nunca daba la cara: otros hacían los trabajos
sucios por él. Los periodistas que tenía comprados se encargaban,
además, de hacer publicidad constante de sus «buenas
obras», y unos cuantos agentes de la ley colaboraban en
tapar sus fechorías. Al tiempo, contaba con un buen número de
fans en la ciudad, que le consideraban un benefactor. En un
alarde de desfachatez, llegó a apoyar una huelga de estibadores
en los muelles de Skagway, contribuyendo con su dinero al fondo
de resistencia. Los huelguistas ganaron la partida y él reforzó
su crédito popular. Casi puede decirse que la mitad de Skagway
lo miraba como a un dios y la otra como a un demonio.

Cuando el comité ciudadano dio un ultimátum a Soapy
para que se fuera de la población antes del fin de marzo, éste
respondió creando un comité propio, sostenido por 317 ciudadanos
y apoyado por «sus» periodistas a sueldo. Los 101 del
otro comité entraron en un período de confusión absoluta, se
dividieron y, al fin, el ejército decidió lavarse las manos y regresar
a Dyea. Skagway quedó en poder de Soapy y de los doscientos
y pico hombres que tenía empleados como espías, pistoleros,
cuprieres, taberneros, propagandistas o contrabandistas.
Era un rey sin corona, o «el rey de los tramposos», como lo llama
uno de sus biógrafos, la historiadora Jean G. Haigh.

En ese mes de abril aconteció una de las historias más siniestras
de su carrera. El día 3, en el tramo superior del Chilkoot
Trail, cuatro o cinco kilómetros por encima del Sheep Camp,
se produjo una avalancha de nieve que, en pocos segundos, sepultó
a un centenar de personas que se dirigían a la cumbre de
la montaña para emprender, cruzando los lagos y descendiendo
el Yukon, el duro viaje al Klondike. Murieron mas de sesenta.
En la tienda en donde se recogieron los cadáveres para proceder
a su indentificación, los hombres de Soapy robaron de cada
cuerpo congelado todo los objetos de valor que portaban, desde

dinero hasta joyas, e incluso prótesis dentales de oro. La audacia
del bandido no conocía límites.
En ese momento había en Skagway más de setenta salas de
juego, la mayoría controladas por Soapy. También monopolizaba
la venta de alcohol no autorizada por la ley. Pero ¿para qué
necesitaba Soapy autorización alguna si la ley la dictaba él?
Quienes han escrito sobre el forajido a partir de testimonios
de gentes que le conocieron, afirman que, en esa época, por
abril de 1898, se comportaba como un hombre envanecido y seguro
de sí, convencido de que su papel era el de benefactor y
protector de Skagway. Amaba el dinero, pero quería también la
gloria.
Sin embargo, la hora del duelo se acercaba. Corría el reloj
como en el filme Solo ante el peligro y la música de fondo iba subiendo
de tono y ritmo.

En ese abril de 1898, Soapy vio la ocasión de acrecentar su
fama, al estallar la guerra hispano-norteamericana en Filipinas
y Cuba. De inmediato se autonombró capitán de la Compañía A
del Primer Regimiento de la Guardia Nacional de Alaska. Repartió
uniformes entre algunos de sus hombres y abrió una oficina
de alistamiento de voluntarios para las Filipinas. El ardor
patriótico recorrió Skagway y numerosos mineros que iban a dirigirse
al Klondike decidieron posponer sus planes y marchar a
la guerra en defensa de la patria. Soapy organizó un servicio de
revisión médica en una tienda de campaña sobre la que ondeaba
la bandera de las barras y las estrellas. Y mientras un supuesto
médico examinaba el estado de salud de los voluntarios, los
hombres de Soapy registraban sus ropas y se llevaban todo
cuanto de valor había en sus bolsillos. Al que protestaba, lo
arrojaban a la calle en paños menores.

No obstante, era el héroe de la ciudad. El 1 de mayo organizó
un desfile patriótico. Y marchó en un caballo blanco al
frente de sus tropas al grito de «¡Recordad el Maine!» (navío
americano hundido por una explosión en La Habana, lo que
desató la guerra de Cuba). Para cerrar la fiesta, los hombres de
Soapy ahorcaron y luego quemaron un muñeco que representaba
al general Weyler, la máxima autoridad militar española en la
isla de Cuba. Unos días después, el secretario de Guerra de
EE.UU. le envió una carta agradeciéndole la formación del cuerpo
de voluntarios, aunque rechazó la oferta de sus servicios.
Soapy hizo enmarcar y colgar en la sala principal de su parlor la
misiva que llegó de Washington.

Ya en el apogeo de su fama, figuró en la tribuna de oradores
junto al gobernador de Alaska en las celebraciones del Cuatro
de Julio. Menos de un año después de su llegada, era el amo de
la ciudad y también su símbolo, su figura más heroica.
Pero, como podría escribir un Marcial Lafuente Estefanía, el
tic-tac del reloj del destino se escuchaba con más fuerza mientras
Frank Reid engrasaba su revólver.

Cuando un hombre llega a extremos desorbitados de fama y poder,
es raro que no pierda el sentido común. Y Jefferson «Soapy»
Smith, que era tan prudente en las formas como audaz en los
objetivos, exultante de vanidad y en el apogeo de su éxito en ese
mes de julio de 1898, se convirtió en un personaje trágico de la
noche a la mañana. A él le gustaba recitar ante sus hombres, de
vez en cuando y para hacer notar su formación shakesperiana,
una frase de la que se sentía orgulloso: «Hay un tiempo para trabajar,
un tiempo para jugar y un tiempo para morir». Había trabajado
relativamente, jugado mucho a caballo ganador, engañado
cuanto había podido y, pese a todo ello, seguía vivo. Quizás
presentía que llegaba su hora final.

Unos meses antes, cuando un tribunal local le acusó de
arrastrar a la gente al juego para arruinarla, se defendió de una
manera tan perversa como llena de sofismas. «En mis salas de
apuestas —dijo—, un jugador nunca gana. Todos lo saben al
entrar. Pero aprenden una lección profunda, consiguen una ex-
periencia de gran valor. ¡Me considero un gran benefactor! Conozco
a muchos que han renunciado al juego, se han curado de
la avaricia y restaurado su salud mental gracias a mi tratamiento.
El elogio, y no la censura, tendría que ser mi premio.»

Dejó a la gente estupefacta con su discurso y ninguno de los
asistentes fue capaz de replicarle. ¿Qué puedes decirle a alguien
que asegura que el mejor tratamiento contra el juego es arruinar
al jugador, un argumento tan malévolo y extravagante como
aconsejar a un condenado al paredón que se pegue un tiro en el
momento en que está ante el pelotón de fusilamiento.
El 7 de julio, tres días después del gran desfile del Día de la Independencia,
llegó a Skagway un minero que había logrado una
gran fortuna en el Klondike, un canadiense llamado J. D. Stewart
que traía una bolsa con pepitas de oro por valor de veintiocho
mil dólares. Era el primero que regresaba de Dawson
City tras el deshielo de las aguas del Yukon. Y también era el
primer minero que buscaba el retorno por la ruta más corta de
Whitehorse, White Pass y Skagway, desdeñando el más cómodo,
pero mucho más largo viaje desde el puerto de Saint Michael,
en el mar de Bering.

Los comerciantes de la ciudad le recibieron con los brazos
abiertos. Se estaban enriqueciendo con la ruta de ida, la de los
buscadores de oro que se dirigían al Klondike. Pero si se abría
una ruta de vuelta, del Klondike a Skagway, la riqueza se multiplicaría,
ya que los mineros del retorno vendrían cargados de
oro, como Stewart.

El hombre se hinchó a copas. Y pese a que numerosos comerciantes
de la ciudad le avisaron sobre el peligro de los bandidos
de Soapy, uno de ellos logró embaucarle en un saloon y
convencerle de que el cambio del oro por billetes de banco sería
mucho más favorable para él si lo realizaba en el parlor de Jeff
«Soapy» Smith.
Al día siguiente, Stewart se dirigió al local del forajido car-
gado con su saco repleto de oro. Los ladrones le llevaron a una
habitación trasera y pesaron el mineral, negociaron, establecieron
un acuerdo justo para ambas partes, un apretón de manos…
Y en ese instante, un hombre de la banda de Soapy, fingiéndose
borracho, entró en la sala, tomó el saco como si gastase una broma
y salió corriendo a la calle. Stewart, tras unos momentos de
duda, salió tras él. Pero una vez al aire libre, otro grupo de hombres
de Soapy le rodearon, impidiendo que siguiera corriendo,
preguntándole si estaba borracho o qué demonios le ocurría.
Minutos más tarde, estaba solo en Broadway Street, sin un solo
dólar en el bolsillo y con su oro esfumado.

De inmediato, Stewart fue a ver al comisario Taylor, uno de
los hombres a sueldo de Soapy. El marshall, mientras cenaba, le
dijo que no podía hacer nada ante la falta de pruebas y, sardónico,
le recomendó que volviera al Klondike a intentar labrarse
una nueva fortuna.

Desesperado, a la siguiente mañana, Stewart comenzó a recorrer
los comercios de la ciudad y a explicar su historia. Y el
escándalo empezó a crecer. Y no porque los hombres de negocios
tuvieran piedad de aquel hombre, pues la piedad no existía
en esa parte del mundo por aquellos días, sino porque calibraron
el perjuicio que el suceso les podía acarrear: si la historia de
Stewart llegaba a Dawson City, ningún minero regresaría con su
oro por la ruta de Skagway, sino que se irían por Saint Michael,
y la prosperidad de la ciudad se vería seriamente dañada en
aquel verano en el que se prometía una lluvia de pepitas de oro
traídas del Klondike.

¿Qué hacer para conseguir la devolución del dinero a Stewart?
Sólo quedaba un hombre capaz de enfrentarse a tan
arriesgado y espinoso asunto: Frank Reid.
Las manecillas del reloj seguían andando.
Frank Reid percibió que, en pocas horas, la mayoría de los habitantes
de Skagway habían mudado su opinión y se posiciona-
ban en contra de Soapy. El héroe de pronto resultaba ser una lacra,
por mor de los negocios. Pero Soapy, encumbrado y vanidoso
como nunca, no percibía la realidad del cambio.

Reid llamó a los federales de Dyea, que se presentaron en
Skagway en algo más de una hora. Una multitud envalentonada
y en buena parte armada, cercó entonces el casino de Soapy y le
conminó a salir. Jeff comenzó a beber whisky, a pesar de que no
solía hacerlo casi nunca. Algunos de sus hombres le aconsejaron
entregar el dinero de Stewart y él respondió, ya borracho: «A
quien vuelva a hablarme de devolver ese oro le corto las orejas».
Terminó la botella y salió a la calle con un rifle. Insultó a la
multitud, pero nadie se movió. Alguien le dijo que tenía de plazo
hasta las cuatro de la tarde para reembolsarle a Stewart lo que
le pertenecía. «En otro caso, habrá jaleo», añadió. Y Soapy respondió:
«Eso es, precisamente, lo que estoy buscando: jaleo».
Reid no estaba entre la multitud, sino que esperaba en los
muelles.

Algunos de los hombres de Soapy comenzaron a escapar del
pueblo hacia las montañas, mientras él regresaba a su guarida y
seguía bebiendo. Los ciudadanos se dirigieron a los muelles
para preparar una asamblea y decidir qué hacer con el bandido.
Entonces Soapy tomó la iniciativa y salió del casino, con
una pequeña pistola Remington escondida en su manga y un
Colt-45 en el bolsillo. Se echó un rifle Winchester 30-30 al
hombro y comenzó a caminar hacia los muelles. Tripp, Slim,
Bowers y otros compinches intentaron detenerlo. «Si quieres
que te maten, sigue adelante», le dijo Johny Clancy, uno de
ellos. «Mejor dejadme solo», respondió antes de seguir su marcha.
Los otros buscaron sus caballos y se alejaron al galope de
Skagway.

Llegó al muelle. En la entrada, distinguió a un hombre apartado
de los otros. Era Frank Reid. La escena, según los historiadores,
fue como sigue:
—Maldito seas, Reid —dijo Soapy—; tú eres la causa de
todos mis problemas. Debí de haberme librado de ti hace tres
meses.

Se acercaron el uno al otro, hasta casi rozarse, frente a frente.
Soapy alzó su Winchester hacia la cabeza de Reid. Reid, entonces,
en un movimiento rápido de su mano izquierda, dio un
golpe al fusil, desviando la boca del cañón hacia el suelo, mientras
que su mano derecha sacaba un revólver de seis tiros de la
cartuchera del cinto.

En ese instante, Soapy tuvo un ataque de pánico.
—¡No dispares! —suplicó—. ¡Por el amor de Dios, no dispares!
Reid apretó el gatillo y el detonador no funcionó. Soapy
alzó entonces el rifle levemente y disparó: la bala atravesó el
vientre de Reid a la altura de la pelvis. Pero Reid logró disparar
dos veces. Una de las balas alcanzó de lleno el corazón de Soapy,
mientras que la otra se alojó en su pierna izquierda.

Los dos hombres cayeron al suelo casi al mismo tiempo:
Soapy, muerto al instante; Reid, alcanzado por la primera bala
en un punto vital. «¡Estoy malherido —gritó a la gente que corría
en su socorro—, pero le di al hijo de perra!»
Mientras Reid fue trasladado de urgencia al hospital, el cadáver
de Soapy permaneció toda la noche abandonado junto al
muelle.

La historia concluyó con la detención de todos los miembros de
la banda de Soapy. Los últimos, Tripp, Bowers y Foster, cerca
de White Pass. La Real Policía Montada del Canadá no les había
permitido cruzar y huir hacia el Yukon.
La leyenda aporta este diálogo entre el «Reverendo» Bowers
y Tripp:
—Me voy a entregar —dijo el segundo cuando ya estaban
rodeados.
—Nos colgarán si lo hacemos —replicó Bowers.
—Deberían habernos colgado hace veinte años —concluyó
Tripp.

La misma noche del día del duelo en los muelles, el 8 de julio,
en un arcón del casino de Soapy apareció el oro de Stewart, que
le fue devuelto. Sólo faltaban unos seiscientos dólares.
En cuanto al dinero que contenía la caja fuerte de Soapy, no
pasaba de los quinientos dólares. Sin embargo, su familia, en el
lejano San Luis, vivía rodeada de respetabilidad y disfrutando de
abundancia de dinero y lujos.

La mayoría de los cómplices de Soapy fueron juzgados en Sitka.
Les cayeron penas de cárcel de entre uno y tres años. El marshall
Taylor y el periodista Saportas fueron liberados por falta de
pruebas, pero se les expulsó para siempre de Skagway.
Los pastores de las iglesias metodista y baptista de Skagway se
negaron a oficiar el funeral de Soapy. Sólo aceptó hacerlo el
ministro presbiteriano, quizás, entre otras cosas, porque Soapy
había financiado meses antes la construcción de su templo.
Como responso, eligió un fragmento del libro bíblico Proverbios:
«Dios agradece los favores corteses —leyó—; pero el
camino de la trasgresión es duro». Y añadió: «Lamentamos
que, en la carrera de uno que vivió entre nosotros, haya muy
poco que podamos mirar hoy como bueno o heroico». De haberlo
escuchado, Soapy hubiese disparado un tiro al reverendo
Sinclair.

Al funeral, antes del entierro, sólo asistieron tres abogados,
un miembro del comité de ciudadanos y la última amante del
forajido. A su término, la mujer se dirigió al muelle para embarcarse
camino de Seattle. Los nuevos agentes de la policía la
hicieron descender del barco cuando estaba a punto de partir,
pero le permitieron salir en el siguiente trasbordador…, después
de confiscarle los tres mil dólares que llevaba encima.
Jefferson «Soapy» Smith fue enterrado el 15 de julio en una sencilla
tumba del cementerio de las afueras de la ciudad, donde
comienza la senda que lleva al White Pass. Cerca corre un arroyo
y, junto al agua, se tienden las traviesas de la línea del ferrocarril,
inaugurado meses después de la muerte del bandido.

Mientras era sepultado en soledad, a Reid le operaban en el
hospital, en un desesperado intento por salvarle la vida. Fue
inútil. Murió el día 20 a causa de la herida en el vientre.
Su entierro, días después, fue el más multitudinario de la
historia de Skagway, con más de mil personas despidiendo al
héroe de la ciudad. Se le erigió un momumento con una placa
que decía: «Dio su vida por el honor de Skagway».
Alquilé un viejo pick-up en una extraña tienda en la que vendían
chicles, revistas viejas, discos de vinilo, reproducciones de
antiguas fotos del Gold Rush y otras cuantas chucherías por el
estilo. El chico que atendía, un chaval melenudo de pantalones
desgastados y aretes de plata en las orejas y las narices, se excusó
señalando que el vehículo no era automático, sino de marchas,
y que no tenía otro disponible en ese momento. A mí me
pareció que era el único que poseía y que quizás ni siquiera era
de alquiler, sino del empleado, que aprovechaba para ganarse
unos dólares. Me pidió cincuenta dólares por dos días de alquiler
y acepté. Al tiempo de entregarme las llaves, apuntó en un
papel un número de teléfono:
—Si pincha, me llama. Es que sólo tenemos un gato y lo
guardo aquí para cualquier emergencia.
Sospecho que el gato no existía.

El cementerio se encontraba al final de la ciudad. A esa hora
no había nadie en el lugar. Las tumbas se diseminaban en una
pequeña colina cuya falda formaba una cuesta leve y, en lo alto,
la vegetación era tan densa que parecía un pedazo de selva amazónica,
con lianas colgando de los árboles y copas tan repletas
de ramas y de hojas que apenas quedaba hueco para que pasara
la luz del día.
La tumba de Reid era fácil de encontrar, puesto que tenía
pretensiones de mansoles. Se alza más o menos en el centro del
camposanto y consiste en una suerte de columna recia de unos
tres o cuatro metros de altura.

La de Soapy queda escondida en un rincón umbrío, rodeada
por una cerca liviana de alambre, y no es más que una estela
de mármol con los datos del huésped que ocupa el agujero bajo
la piedra. Lo extraño es que tenía flores frescas.
Di un paseo breve por el cementerio. Casi todos eran sepulcros
de 1898-1899 y, una buena parte, de gente muy joven. Más
arriba, en la zona devorada por la maleza, encontré estelas con
los nombres borrados y agujeros bajo las losas rotas. Aquella
huesa mostraba un melancólico escenario de olvido y desolación.
¿Quiénes llorarían alguna vez por aquellos muertos que ya
nadie podría reconocer?

Volví al hotel a guardar mi pesada cámara de fotos, antes de
irme a cenar, y aparqué mal el coche. Quiero decir que lo arrimé
a la acera de una esquina próxima a mi hospedaje, porque
en Skagway los coches son muy poco numerosos y uno los deja
casi en donde quiere.

Pero al salir, cinco minutos después, había un tipo enorme
uniformado de negro, con el cinturón lleno de cartucheras y varias
fundas en las que guardaba una enorme pistola, un cuchillo,
un fusil corto, un aparato de radio y una cachiporra. En el
pecho, la antena de un teléfono celular sobresalía de su vaina. El
policía tomaba nota de mi matrícula en un cuaderno.
—Lo ha aparcado en sitio incorrecto —dijo secamente
cuando me acerqué.
—No me he fijado, hay tantos sitios…
—Las esquinas son peligrosas. Puede llegar otro coche y no
ver el suyo. Y eso provocaría un accidente. Le va a costar ochenta
dólares.
—Soy turista.
—Y a mí qué me importa lo que usted sea… ¿En su país
aparcan en las esquinas? Más le vale ir ahora mismo a comisaría
y pagarlos. En caso contrario, cuando abandone Estados Unidos,
el ordenador le detectará en cualquier frontera. Y tendrá
que pagar un tanto por ciento más por el retraso en el pago. Mi
deber es informarle, pero haga usted lo que le venga en gana.

No había mucho que discutir ante un tipo tan grande y armado
hasta los dientes. Me acerqué a la estación policial, junto
a los muelles, y pagué al contado a una agente entrada en años,
fondona, morenota y simpática.
—¡Qué pena! —me dijo con una sonrisa llena de conmiseración.
Por la noche, arranqué una página del periódico en la que
aparecía el rostro del presidente George Bush II. Y lo dejé junto
al rollo de papel higiénico de la taza del váter. Reconozco que
no fue muy ingenioso, pero en aquel momento me consoló algo
de la pérdida de mis ochenta dólares.
Pero al día siguiente, por la mañana, vi que las mujeres de la
limpieza eran latinas. ¡A quién iba a dolerle la imagen de Bush
junto al retrete! Hay venganzas que no llevan a parte alguna.

Fin del Capítulo 6 — 'Gran duelo en la ciudad sin ley'. de ‘El río de la luz’, Javier Reverte, Plaza & Janés

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Ismael Lorenzo

En este libro recién publicado 'Amigos en Tiempos Difíciles', Ismael Lorenzo describe las vicisitudes y pérdidas sufridas por la estafa que condujo a una orden judicial de desalojo y como muchos volvieron la espalda pero aparecieron otros

AMIGOS EN TIEMPOS DIFICILES

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PREMIO LITERARIO 'REINALDO ARENAS, DE CREATIVIDAD INTERNACIONAL 2023'

En el 2023, su 9va versión, el ganador ha sido Carlos Fidel Borjas.

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Libros de Ismael Lorenzo

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Ismael Lorenzo

‘Años de sobrevivencia’, es la continuación de las memorias comenzadas en ‘Una historia que no tiene fin', y donde se agregan relatos relacionados a su vida de escritor y a su obra 

Años de sobrevivencia

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Madame Carranza

Renée Pietracconi

La novela basada en hechos reales relatados por Josefina, tía abuela de Renée y añadiendo un poco de ficción para atraparnos en historias dentro de historia

Madame Carranza

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Casa Azul Ediciones

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