Se trata de un libro único, personal, de una inusual fuerza expresiva, en el que con sugestiva maestría Alexis enfoca la mirada del lector hacia una realidad que a veces nos negamos a ver: la vida diaria de los inmigrantes en Europa, especialmente los inmigrantes africanos [...] Consigue Alexis a través de sus versos algo reservado tan sólo a la alta poesía: unir la contundencia del mensaje con una extraordinaria sensibilidad lírica y una precisión asombrosa a la hora de trazar imágenes que golpean con fuerza lo más profundo de nuestra conciencia. (Raquel Lanseros, poeta, España).

"Son frecuentes en este libro, comprometido y solidario, una ternura sin afectación, una firmeza sin agresividad y una seguridad sin prepotencia [...] Se ha convertido en uno de mis libros de cabecera. Ya para siempre". (Enrique Gracia Trinidad, poeta, España).

DE 'UN DÍA CUALQUIERA DEL VENDEDOR DE GAFAS'

(CASA-MUSEO TOMÁS MORALES, POESÍA, 2010.)

Un día cualquiera del vendedor de gafas

A las diez de la mañana

el negro vende gafas de sol, cinturones de piel,

tallas artísticas con pezones y cuernos.

A las dos de la tarde el negro vende ébano bembón,

collares bendecidos por lejanos orishas.

Con la mirada perdida en algún punto de la otredad,

solo, en cuclillas, el negro vende.

Salió de África un lunes de peces ciegos

y maderos enmohecidos por la luna, un lunes agrio;

salió apoyado en el hombro de otros potenciales vendedores

de gafas de sol, cinturones y tallas.

Dejó una casa enorme, con rascacielos verdes,

con gigantescos animales domésticos.

Dejó una mujer rodeada de anafes,

cacerolas de barro y ojitos redondos y ahuecados

como las antiguas monedas de veinticinco pesetas.

A las seis de la tarde el negro vende collares y amuletos.

A las diez de la noche el negro vende pedacitos de música.

Vende envuelto en trapos multicolores

y con los dientes blancos.

Vende a la vez que sueña

con papeles que legalicen su rubor,

o con goles que lo rediman de visitar el mercadillo.

El negro tiene los ojos hinchados de mirar sin ver,

y los tímpanos carcomidos por palabras esdrújulas,

y la lengua deforme.

Por eso los niños se ríen

cuando lo escuchan proponer “cinturrones”.

Por eso casi nadie compra sus mercancías.

Por eso, incluso, molesta el tono oscuro de la palabra “gafas”.

Por eso, incluso, los pequeños comerciantes lo denuncian.

Por eso, incluso, abundan policías y traficantes de indigencia.

A las doce de la noche el negro cuenta las monedas que tiene.

Las gafas que le quedan. Los cinturones.

Los senos y los cuernos de madera.

A las doce de la noche se supone que los orishas despiertan

y toda África bulle entre tambores y danzas tribales.

Pero a las doce y cinco minutos de la noche

el negro cae dormido sobre su propia sombra,

entre su mercancía.

Cae dormido con los ojos redondos y ahuecados

como antiguas monedas de veinticinco pesetas,

ojos que no le sirven para nada en la época del euro.

“Quiero vivir más de 45 años”

Da Diallo acaba de ser rescatado del mar. Su lancha chocó contra el pesquero al que se había acercado para pedir agua y gasolina. No parece afectado por la muerte de su hermano mayor, cuyo cadáver se halla a solo unos metros. Cuando un voluntario de la Media Luna Roja le pregunta por qué quiere ir a Europa, responde: “Quiero vivir más de 45 años”. (Tomás Bártulo, El País Semanal, 16 de abril de 2006, p. 53)

¿Y dónde está el poema?

¿En sus párpados mohosos como tablas náufragas?

¿En el vidrio molido de su orina reciente?

¿En las lejanas costas de Nuadibú,

en las chabolas letrinosas de Nuakshot?

¿Dónde está el poema?

Buscamos, como arqueólogos desesperados,

los restos del poema entre las rocas,

pero sólo encontramos los ojos de Da Diallo,

que sólo ve los restos del cayuco,

que sólo ve la furia de las olas,

que sólo ven el cadáver de un niño de 44 años.

¿Dónde está el poema, dónde se habrá metido?

Seguramente, el agua reblandeció sus partes,

oxidó sus signos más visibles,

y nos queda tan solo la escena del crimen,

el cadáver del poema, pero no su cuerpo.

De todos modos, convencidos de la importancia del poema,

continuamos buscando, buceamos con cámaras de vídeo,

cámaras fotográficas, bolígrafos, lápices,

SMS, emails, sonidos guturales, canciones de protesta,

con toda la parafernalia de la voz

buscamos el poema, sus huellas, sus restos,

pero sólo hallamos los ojos de Da Diallo, comidos por el frío,

salpicados de arena en una vanguardista instalación del miedo.

No está el poema, pero sí su imagen.

No está el poema, pero sí su hermenéutica salvaje.

Da Diallo estuvo meses entrenando para nadar bien.

Da Diallo nada de forma tan sublime que ahora es

la única parte del poema visible, su parte plástica.

Decepcionados, los convocados para el levantamiento del poema

nos conformamos con un único verso:

“Quiero vivir más de 45 años”,

un raro verso de trece sílabas

—nada frecuente en estas costas—

puesto en la boca de alguien

que no sabía, evidentemente, matemáticas.

Argel en agosto

Un mar de jabas de nailon negras, preñadas de aire,

a los pies de unos niños que juegan al fútbol.

Estamos en Argel,

bajo la blanca luz de las tres de la tarde.

Un mar de jabas de nailon rotas, colgando de la hierba.

Niñas y niños saludan desde las ventanas.

Dos adolescentes se ofrecen como guías

de este barrio sin pérdida,

de esta explanada llena de mariposas asustadas.

Al fondo, un almacén con pintadas en árabe.

Junto a nosotros, a nuestro alrededor,

el olor del cilantro y el jengibre.

Uno de los adolescente es Ammón,

dueño de un largo alfabeto gestual

y de una risa pícara y salvaje.

Ammón nada en el mar de nailon negro

como un pez conocido.

Pero a nosotros nos deslumbra la luz,

nos enceguece el polvo.

Telas de todos los colores cruzan a nuestro lado.

Sandalias de todos los tamaños nos persiguen.

Alfombras que no saben volar penden de los balcones.

Ammón traduce nuestra sed, mal interpreta nuestro hambre.

Ammón tiene catorce años y un tío en Algeciras.

Ammón tiene los dedos de los pies sucios y un hermano poeta.

Nosotros somos torpes, ingenuamente malos,

más infelices que una jaba de nailon agujereada por la hierba.

Estamos en Argel con zapatos del Corte Inglés.

Estamos en Argel con relojes de pila.

Estamos en Argel con gafas oscuras.

Estamos en Argel con cámaras digitales.

Estamos en Argel con violentos recuerdos de niños degollados.

Estamos en Argel y nos negamos a comer lechuga.

Estamos en Argel compadeciendo a las muchachas.

Estamos en Argel bebiendo Coca-Cola.

Estamos en Argel pensando en el hachís.

Estamos en Argel recordando qasidas y moaxajas.

Estamos en Argel perdidos,

descalzos, desnudos, temerosos,

rogándole a este adolescente que nos diga

la edad de las alfombras,

la afinación real de los laúdes.

Pero nada es posible.

Mucho menos ahora que Ammón

acepta una gorra de béisbol y dice “gracias”,

como si comprendiera.

El viento sopla, levanta polvo,

envuelve a Ammón y se lo lleva lejos.

De los balcones se desprenden las alfombras más tristes.

En las ventanas los rostros infantiles se apagan.

Ahora somos reclusos incomunicados en medio de la hierba,

a las tres de la tarde, bajo la luz blanca de Argel,

en una ciénaga de jabas negras preñadas de aire.

La mejor hora para ir a Carrefour...

A las tres de la tarde las cajeras

se turnan para tomar café (o ir al servicio).

De pronto, mudas, con los ojos,

las bocas y las cajas abiertas,

miran entrar a un grupo de cadáveres.

Los ven coger los carros de la compra,

descalzos, con la ropa mojada

y manchada de arena. No tienen ojos,

sino peces nerviosos en las cuencas vacías.

No tienen voz, sino un gritillo lánguido,

como de tabla rota.

Unos son negros, otros verdes, otros azules,

la mayoría color travertino.

Tranquilos, los cadáveres se dispersan

por los departamentos.

Una cadáver embarazada va,

apoyándose en otra,

a ver la ropa de bebé.

Los hombres van, de tres en tres,

a escoger frutas,

pantalones, electrodomésticos.

Todo normal, hasta la frialdad

del cantante de moda por los altavoces.

Entre los cadáveres no hay ninguno que fume.

Sólo uno bebe alcohol.

Y un tercero sabía que existía el látex.

“Son más de quince”,

piensa la muchacha de la caja número 1.

“Son más de treinta”,

piensa la muchacha de la caja número 2.

“Son cientos, miles, cientos de miles”,

piensan las muchachas de las cajas 3 a la 8.

“Son negros”, piensan las muchachas de la 9 a la 15.

“Son muertos”, piensan las muchachas de las 16 a la 22.

“Son jóvenes”, piensa la muchacha de la 23.

“Son negros muertos jóvenes”, piensan todas,

y continúan mirándolos.

Los cadáveres deambulan por Carrefour,

llenan los carros de panes y peces,

de latas, frutas, ropa sport, confituras.

No hablan con nadie. Y nadie habla con ellos.

Sólo las cajeras observan, atónitas,

cómo pasan por caja sin pagar,

desdentados y frágiles,

y se alejan hacia los botes

que los aguardan en el aparcamiento.

“Es increíble cómo ha avanzado

el mar en los últimos años”,

comenta la muchacha de la caja número 24.

“Sí, es increíble”, repiten a coro las demás,

y se quejan de haberle puesto sal

en vez de azúcar al café, y sonríen.

Reflexiones de siesta

Estamos tan acostumbrados a ver África

en los documentales de La 2, en colores,

que nos asustamos de ver al vendedor de gafas

siempre en blanco y negro.

Estamos tan acostumbrados

a los festivales de música étnica

que nos asustamos de los camerunenses

que tocan en el Metro.

Estamos tan acostumbrados a ver tetas famélicas

y niños fideiformes en los documentales de La 2

que nos asustamos de las tetas famélicas

y los niños fideiformes de las otras cadenas.

Estamos tan acostumbrados a donar

un euro diario para el Tercer Mundo

que nos asustamos si las gafas de sol

cuestan seis euros.

Estamos tan acostumbrados

a ver a los xenófobos y a los skinheads en colores

que apenas nos conmueve la violencia cercana,

en blanco y negro.

Tenía razón el brujo de la tribu

I

El vendedor de gafas se acuesta en su cortijo

sobre una lona fría, tapado con la manta

que Cáritas le dio; se acuerda de su hijo,

tiene ganas de hablar con Dios pero se aguanta.

Al vendedor de gafas ya el brujo se lo dijo:

“no siempre crece bien árbol que se transplanta”,

cuando lo vio lanzarse al mar sin rumbo fijo.

Por eso a veces llora; por eso cuando canta

o golpea el yembé siente que África entera

se revuelve en su sangre cimarrona, salvaje.

Huele a sudor ahumado. A pan duro. A estrecheces.

Se arrebuja en la manta, habla en sueños, se altera.

El vendedor de gafas ha dado un solo viaje

que repite una vez y otra vez y otras veces...

II

El vendedor de gafas duerme con gafas puestas.

Triple nocturnidad: noche óptica y cutánea

sumándose a la cálida noche mediterránea.

Sombra en la sombra con la sombra a cuestas.

El vendedor de gafas —según varias encuestas

entre gruesas marujas de sonrisa espontánea

y granjeros que llevan de forma simultánea

reciedumbre en la voz, la piel y las respuestas—

es un hombre tranquilo, no molesta, no riñe,

es negro pero limpio; vende gafas y punto.

¿Que duerme con las gafas? Normal que se encariñe.

¿Que duerme sobre el suelo? No sé, no le pregunto.

¿Que a veces pasa hambre? Yo también cuando fiñe.

¿Que si somos racistas? ¿No ve que andamos juntos?

III

El vendedor de gafas odia el invernadero

(por eso vende gafas, no recoge hortalizas).

Lleva siempre una gorra y sandalias de cuero.

Siente que lo persiguen miradas fronterizas.

Tiene manos enormes —manos de bongosero—,

tiene dos piernas largas que parecen macizas.

Para alquilar un piso no le basta el dinero,

ni el blancor de los dientes, ni las uñas mestizas.

El vendedor de gafas malvive en un cortijo,

duerme con gafas puestas, sueña que es deportado,

llora en el locutorio cuando habla con su hijo,

aunque nadie le compre, no parece enfadado.

El vendedor de gafas tiene un trabajo fijo,

un miedo fijo, un fijo silencio esperanzado.

Última excursión de Yusuf y Fátima

El pequeño Yusuf se levanta a las seis de la mañana,

desayuna, le da un beso a su madre

y sale al encuentro de la pequeña Fátima.

Tomados de la mano,

entran por la boca de una largo túnel

que los lleva hasta Ceuta.

Lo atraviesan a gatas,

descansando cada doscientos metros,

compartiendo el oxígeno con los roedores.

Cuando llegan a Ceuta,

Yusuf y Fátima se sacuden la ropa,

estiran las piernas,

y comparten una manzana que Fátima

lleva en una bolsa negra.

El resto del día piden y venden por la calles ceutíes,

entre semáforos y peatones apurados.

Así llevan dos años. Tal vez tres.

Pero hoy, jueves 12 de agosto,

al llegar al final de su túnel lo encuentran tapiado.

Y las cámaras de la televisión delante.

Y los guardias civiles mirándolos.

Para colmo, a Fátima se le ha caído la manzana

y las ratas se escurren silenciosas,

mordisqueando los trozos.

Dos ratas marroquíes que pasan sin problemas

entre las piernas de los guardias y los periodistas.

D.E.P. Inmigrante Nº. 2

"Europa no quiere noirs muertos en sus playas, ¿eh? Mejor noirs muertos ici” (Tomás Bártulo, El País Semanal, 16 de abril de 2006, p. 53)

Nicho 72. Cal y cemento.

Medialuna de sombra sobre un jarrón

con varias flores secas.

Sobre el nicho, asomados al vacío,

el escuálido silencio del ciprés y alguna nube.

Rayados en la pared, al fondo,

una cruz y tres letras.

Bajo las letras, el nombre del cadáver:

“Inmigrante Nº. 2”.

Y la noticia llega a Nuadibú,

a Cité Snmin, a Kairane,

a Nuakshot, a Marrakesh, a Ceuta,

al tronco de un baobab milenario,

al pico de un buitre congolés,

al cuero de un yembé maliense,

a un anafe encendido,

al marfil de dos colmillos curvos,

al piojo de un mamífero sagrado,

a los oídos de la madre del Inmigrante número 1.

Y la madre del inmigrante número 1

no puede creerlo,

no quiere aceptarlo,

y se lo comenta a la madre del inmigrante número 5.

Y la madre del inmigrante número 5,

no puede creerlo, ¡pero cómo es posible!,

si ella había visto al inmigrante numero 2 hacía una semana.

Y se lo dice a la madre del inmigrante número 13.

Y la madre del inmigrante número 13 a la del 24.

Y ésta a la del 30. Y ésta a la del 59.

Y ésta a la del 120. Y ésta, doblada de dolor,

a la madre del inmigrante número X,

que ya no puede más, y se arrastra,

y llega a la puerta de un kimbo sombrío

y escarba con sus uñas delante de la puerta,

araña con sus lágrimas en la pared de tablas,

rasga con sus gritos las vasijas de barro y tizne sempiterno.

Todos contienen la respiración.

Todos saben que allí vive,

desde hace muchos años,

la abuela del inmigrante número 111.

La esposa del inmigrante número 34.

La tía del inmigrante número 75.

La hermana del inmigrante número 18.

La prima del inmigrante número 61.

La madre del inmigrante número 2,

esa misma, la pobre,

que ahora tendría que cambiar las flores del jarrón

y llorar agua de mar sobre esta parte del poema,

que reduce una cifra el espanto sin nombre.

Hace sólo dos años…

Hace sólo dos años María Dolores ponía

copas toda la noche por treinta y seis euros.

Pero llegaron las ecuatorianas

y comenzaron a ponerlas por quince.

Hace sólo dos años Marujita hacía

la limpieza del bloque por seis euros la hora.

Pero llegaron las subsaharianas

y comenzaron a limpiar por tres.

Hace sólo dos años nos tocaba

cruzarnos con un negro cada cinco manzanas,

pero ahora en la cafetería de Paco,

“la de toda la vida”,

tocamos en el desayuno a tres per cápita.

Suculentas ventajas

Pensándolo bien,

vender gafas no es tan mal oficio.

Otros andan y desandan cargados de alfombras

por las costas del Mediterráneo;

en los años sesenta hubo andaluces

cargados de cemento por las calles de Zürich,

actualmente hay lituanos cargados de armas en Marbella,

saharauis cargados de nostalgia en Rabat y en Órgiva,

guineanas cargadas de bombillas en Madrid,

yonquis cargados de agujas desechables,

gitanos cargados de rechazo,

cubanos cargados de incertidumbre,

hindúes cargados de exotismo,

paquistaníes cargados de sospechas.

No, no puedo quejarme.

Todos los días aparecen cadáveres entre las rocas;

todas las noches duermen en las aceras

niños tapados con periódicos,

protegidos del frío con fotos de otros niños que tiritan.

No, no puedo quejarme.

Las gafas no pesan,

las gafas no matan,

las gafas no contagian enfermedades,

las gafas no afectan a la higiene,

las gafas no son armas peligrosas.

Es cierto que ennegrecen la visión del mundo,

que enceguecen un poco, pero no es para tanto.

Además, yo no molesto a nadie.

Llego a una plaza, o a la Estación de Trenes,

despliego mi escaparate móvil en cualquier esquina,

y los transeúntes se detienen o no,

compran o no, es asunto suyo.

No puedo quejarme.

En África estaría peor.

En el fondo del estrecho estaría peor.

En un ingenio azucarero del siglo XIX estaría peor.

En una plantación algodonera del sur de California estaría peor.

Si fuera una mujer estaría peor.

Si fuera una mujer negra vendedora de gafas estaría peor.

Si fuera una mujer negra vendedora de gafas

y con dos hijos pequeños estaría peor.

Si fuera una mujer negra vendedora de gafas

con dos hijos pequeños y sin papeles estaría peor.

No, no puedo quejarme.

No se puede ser negro, pobre, inmigrante

y al mismo tiempo, malagradecido.

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