Por amor a un hombre, de Jack London



Cuando a John Thornton se le helaron los pies el pasado diciembre, sus compañeros le acomodaron lo mejor que pudierony le dejaron que se recuperase, continuando ellos río arriba para hacer una balsa de troncos serrados e ir hasta Dawson. Aún cojeaba ligeramente cuando rescató a Buck, pero con el constante tiempo cálido hasta superó aquella cojera. Y allí, tumbado en la orilla del río en los largos días de primavera, viendo correr el agua, escuchando perezosamente el canto de los pájaros y el zumbido de la naturaleza, Buck lentamente recuperó sus fuerzas.

Un descanso viene muy bien después de recorrer tres mil millas, y hay que admitir que Buck se volvió perezoso mientras cicatrizaban sus heridas, sus músculos engordaban y la carne volvía a cubrir sus huesos. Por eso, todos holgazaneaban -Buck, John Thornton, y Skeet y Nig-, esperando que llegara la balsa que los llevaría río abajo hasta Dawson. Skeet era una pequeña setter irlandesa, que se hizo amiga de Buck enseguida, quien medio muerto, fue incapaz de resistir sus avances. Ella poseía la cualidad de médico que poseen algunos perros; al igual que la madre gata limpia a sus hijos, así lavó y limpió las heridas de Buck. Regularmente, cada mañana después de terminar su desayuno, llevaba a cabo una tarea que se había impuesto, hasta que él empezó a buscar su ayuda tanto como la de Thornton. Nig, igual de amigable, aunque lo demostraba menos, era un enorme perro negro, medio sabueso medio galgo escocés, con ojos sonrientes y un buen humor sin límite.

Para sorpresa de Buck estos perros no se mostraban celosos. Parecían compartir la amabilidad y la envergadura de John Thornton. A medida que Buck iba fortaleciéndose, le iban engatusando para que se distrajera en ridículos juegos, a los que el propio Thornton no podía resistirse, y a su manera Buck se dedicó a retozar durante su convalecencia y a iniciar una nueva existencia. El amor, el verdadero amor apasionado, era suyo por primera vez. Nunca lo había experimentado en casa del juez Miller en el valle de Santa Clara, bañado por el sol. Cazar y trampear con los hijos del juez era una relación de trabajo; con los nietos del juez, una especie de guardia pomposa, y con este mismo, una especie de amistad solemne y digna. Pero un amor febril y abrasador, que era adoración, que era locura, tuvo que ser John Thornton quien lo despertase.



Aquel hombre le había salvado la vida, lo cual suponía mucho; pero todavía más, era el amo ideal. Otros hombres cuidaban del bienestar de sus perros desde un punto de vista del deber y del negocio; él cuidaba del bienestar de los suyos como si fueran sus propios hijos, porque no podía remediarlo. Y aún más: nunca se olvidó de un amable saludo o de una palabra de ánimo, ni de sentarse a conversar largamente, lo cual les encantaba a él y a ellos.

Tenía una forma de tomar entre sus manos bruscamente la cabeza de Buck y de dejar reposar en ella la suya, de moverla de un lado para otro, mientras le decía insultos cariñosos, que para el perro eran palabras de amor. Buck no conocía mayor felicidad que esos bruscos abrazos y el murmullo de esos juramentos, y en cada tirón le parecía que su corazón se le iba a salir del cuerpo de lo extasiado que se sentía. Y cuando, al soltarlo, saltaba a los pies de él, sonriente, los ojos llenos de expresión, su garganta vibrante de inarticulados sonidos, y se quedaba quieto, John Thornton exclamaba con reverencia "¡Dios! ¡Puedes hacerlo todo menos hablar!".

Buck ponía una expresión tan amorosa que se diría que le dolía. Solía tomar en su boca la mano de Thornton y la cerraba con tanta fuerza que en la carne quedaba durante algún tiempo la señal de sus dientes. Y a la vez que Buck interpretaba los juramentos como palabras amorosas, el hombre entendía esos falsos mordiscos como mimos.

Sin embargo, la mayor parte del tiempo Buck expresaba su amor adorándole. Aunque se volvía loco de alegría cuando Thornton lo tocaba o le hablaba, no buscaba esas muestras de cariño. Al contrario que Skeet, que estaba acostumbrado a meter su morro bajo la mano de Thornton y rozarle suavemente hasta que lo acariciaba, o Nig, que se acercaba y posaba su gran cabeza sobre la rodilla de aquél, Buck se contentaba con adorarle a distancia.

Se quedaba horas, ansioso, alerta, a los pies de Thornton, mirándole a la cara, recreándose en ella, estudiándola, siguiendo con el mayor interés cada efímera expresión, cada movimiento o cambio de rasgos.O, si el azar así lo quería, tumbado más lejos, a un lado o detrás, observando la silueta del hombre y los ocasionales movimientos de su cuerpo.Y a menudo era tal la comunión en la que vivían que la fuerza de la mirada de Buck hacía que John Thornton se volviera y le devolviera la mirada, sin hablar, con el corazón brillándole en los ojos, como a Buck.

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