Luis Luján
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Escritor, Lector, Bibliotecario
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Biografía en pocas palabras
Nació el 27 de agosto de 1953 en Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos, Argentina. Es Bibliotecario Documentalista. Poeta y narrador.
Libros editados: “Entre Ríos al sur”. Cuento, Editorial Amaru, Bs. As. 1994. –en coautoría con Honorio Casaretto- “A pesar de todo”, Poesía, Ediciones del Clé Paraná, 1996. “Muerto el Pedro se acabó la rabia”, Cuento, Editorial Tierra del Sur, Bs. As, 2005, "Ceibas, tierra grandiosa - Crónicas del País de los Matreros", Ensayo, Ediciones del Clé, Paraná, 2007.

Cuentitos de la infancia

Risas de caballo

La escuela siempre fue un mundo lejano al que sólo se llegaba de a caballo. Leguas de pasto, cardos, piedra y hondonadas, que aparecían como relojes de arena acostados en una sucesión de tiempo largo. De espacios a lomo de caballo y de mirar el horizonte como un sueño fácil de tocar.
Este caballo no descansa, inventa fantasías aladas, movimientos de pájaros en su mirar derecho. Cada tarde, a última hora, queda encerrado en un corral para que al otro día, mis ocho años puedan ponerle un bozal, un freno, un cuero de oveja, treparlo como a un árbol y salir para la escuela. Pero a la mañana siguiente, el tobiano, el inventor de pájaros, no está en el corral. ¿Será posible? No fue una. Fueron cien. Mil veces que el tobiano escapó de ese corral. A las seis, cuando aclaraba, yo iba a buscarlo, con esos fríos que hacía antes, de alpargatas, bombachas y guardapolvo y no estaba. Alambrado de siete hilos y la tranquera cerrada, sólo que fuera mágico podría salir, y era. Porque allá se veía el tobiano, al fondo del campito, en el rincón más alejado, lo más tranquilo. Y ahí van mis ocho años con el bozal al hombro, a campo traviesa, en busca del travieso. El campo, un mar de agua helada y verde, y el tobiano como dormido. Estoy a dos metros y ni se entera. Me acerco sigiloso y con modales extremos. A medio metro, el pingo huye. Sale con una estampida. Risas de caballo, aire que golpea la cara y el alma. Allá iré, a la otra esquina, la más distante, a buscar al maldito. Allí continúa el sueño de ser pájaro. Y otra vez el rocío como una lluvia de abajo. Otra vez la seda y el amor para un caballo brujo. Pero ¿cómo salió del corral? No había manera de que saltara el alambrado si a la escuela tardaba dos horas de matungo y viejo. ¿Abriría la puerta para ir a jugar? Hasta hoy me desvela. El tobiano, maestro de la fuga. Cuando la luna aparecía, sólo por ver un caballo con vuelo en la mirada.

Regreso

El camino subía y bajaba las cuchillas como una gran culebra que nunca estaba quieta, o como una lengua de lagarto sobre el pasto.
Al mediodía regresábamos de la escuela, ciegos en la perplejidad del sol, sin destino cierto. A esa hora el campo desaparecía y sólo quedaba esa lengua que era el camino. ¿Llegaríamos a casa? ¿Volveríamos mañana a la escuela? Todo era apariencia mientras duraba el galope. Sólo era de creer el polvo detrás de los caballos. Esa tierra que no respetaba su ley, porque quedaba una, dos o tres horas suspendida. A lo lejos el camino parecía de agua. Los caballos, a fuerza de la costumbre galopaban, ciegos también de sol y de polvo. Y llegaban a las casas en el instinto de la sombra.
El camino nunca era el mismo de un día para el otro. Donde ayer era todo verde y parejo, hoy era una barranca o un abismo de junco; donde era una margarita, hoy era un cardo o un ceibo. Por eso nunca fue plácido el viaje a lomo de caballo. Donde ayer se ocultaba la comadreja, hoy era vuelo y silbido de perdiz y la espantada del tobiano. Caída en picada, tierra en la boca y revuelque, la mixtura genial: cuadernos, cascotes y el rebenque como si nada; la regla partida en tres pedazos, goma y lápiz, lágrima y sudor de cara al suelo. Es linda la arena pa´ comerla, che. Y nunca más saber dónde caímos.
Lo que siempre estuvo fue el molino, por suerte, en la curva, a mitad del recorrido. Ahí llegábamos cuando el sol nos había resecado la mirada y los sesos. ¿Cómo podía salir agua tan fría de una tierra tan caliente? Esas cosas que no se entienden. Abajo del chorro cristalino, bombeado por el soplo de Dios, nos pasábamos la vida. Boca arriba para el agua, hasta hartarnos y que el camino haga lo que quiera, que siga o que se quede, según el antojo del lagarto o de la culebra. Que baje o que suba, que sostenga la arena o que la quite en la huella que inventamos para acercar la eternidad de aquella escuela.

Como una musiquita...

Cuando llegó el circo trajo alegría para durar y ya no fueron tan importantes los juegos o los sueños. El Circo era como tener un sueño de verdad o como tener todos los sueños juntos, como tocarlos. De noche era el circo; de día, sólo una carpa terrosa; un camión destartalado de la segunda guerra; un Impala un poco más nuevo, pero también destruido; una casilla de pobreza rodante, y una cantidad de caños, cajones, bolsos, hierros, lonas, baúles y el gran cartel: “Circo Pabellón Variedades".
Bajo la carpa el cielo era diferente y los hombres y mujeres que de día eran gente, a la noche, eran estrellas. Aladas secuencias en ojos donde todo era nuevo.
Por aquellos tiempos, estos circos pobres recorrían el país y les costaba tanto moverse de un lado a otro, que inventaron el Circo Criollo. El espectáculo tenía dos partes. En la primera, se desplegaban los números tradicionales del circo y en la segunda, el teatro. Los trapecistas, payasos y malabaristas eran también los actores. Esta organización les permitía quedarse más tiempo en cada lugar, ya que todos los fines de semana estrenaban una obra.
La noche del debut, Juan Moreira daría que hablar. La gente llegó temprano. Desde los altavoces la música alegraba. En el trasfondo, los artistas ultimaban los detalles. A las ocho, un locutor mago abrió la función. Vestía un traje con lentejuelas y una galera de donde sacó dos palomas, ante el griterío de nosotros y el asombro de los mayores. Las palomas volaron rasantes en dirección a los camarines. Luego, el locutor presentó al trapecista, un poco viejo y panzón, que trepó por una soga hasta el aparato volante. Y así se sucedieron dos payasos sin ganas, una morena, equilibrista de alambre en la altura de la carpa, un faquir traslúcido, y otros números nostálgicos. Cuando se había cumplido una hora y media, la voz profesional anunció la finalización de la primera parte. Pasado el intermedio, se apagaron las luces y apareció en escena Juan Moreira. Todo marchó bien hasta que Moreira se trenzó a muerte con el sargento Chirino. Se desató una tormenta de cuchillos y ponchos en la noche. Por momentos, un silencio profundo y después, los gritos en la platea. Esa noche, Chirino mataría a Moreira como siempre, por la espalda.
Pasado el tiempo, el circo se marchó y sólo quedó una marca en el baldío. Una ausencia redonda para extrañar. Una alegría que se fue y esas ganas de que estuviera siempre y así, como una musiquita por las noches…

Renuncia

Gracias a la Maestra conocí la poesía, aunque en ese momento, no me di cuenta. El hecho de acostumbrarme a sus gritos, esa manera de maltratar el aire, me ayudó a descubrir la ventana. Ya existía pero no para mí. Sólo veía en el aula la mirada de águila de la Señorita. Y cuando por fin me habitué a esa nariz en cara de pájaro, cuando por dentro le perdí el miedo, comencé a mirar a través de la ventana. El sol pasaba a desgano entre la ramazón de un eucalipto. Los rayos inmaduros me tocaron y supe, sin conocer la palabra, lo que era la emoción. A las ocho de la mañana salían mis ojos en busca del sol. A veces el águila me sorprendía cuando el vidrio había quedado atrás y yo trepaba el gran árbol. En otras ocasiones, un grito desentonado volteaba el pizarrón y yo volvía del eucalipto con sol en las manos y ocupaba mi banco. ¿Será que tan poco sirven las matemáticas cuando hay en la escuela una ventana y un árbol? ¿Será que nunca le sirvió a la Señorita Lucrecia graznar como un pájaro desvergonzado y horrible? ¿Será que el sol en el árbol llama desde afuera? Las águilas siempre cazan de día, había enseñado la Maestra esa mañana. Nunca hubiera imaginado que un águila pretendiera cazar el sol. A la Señorita Lucrecia le molestaba el sol, la ventana y el árbol. Ese día me descubrió. Tenés el sol en las manos, me dijo, y fue suficiente. Salí por la ventana pero no fui al árbol. Metros más allá esperaba mi caballo. El águila, en vuelo desprolijo, rayó la clase, pero no pudo salir del aula. Renegué de las ciencias y de las matemáticas y como premio a esa renuncia, aún conservo el sol en mis manos.

Marejada

La lluvia caía lenta y persistente. Las gotas, como infinitos cuchillos de filosa redondez, cortaban la opacidad de los árboles y mostraban su nuevo color.
Nos habían contado que Sarmiento siempre fue a la escuela, con lluvia, viento o lo que fuera, y entonces nosotros íbamos y no nos paraban las inclemencias del tiempo. Mirábamos la lluvia desde arriba del caballo y desde abajo de la capa brasilera como algo que sucedía en otro tiempo y en otro lugar.
Ese día divisamos, al fondo de la calle ancha, un río creciente de vacas y novillos, una marejada de ojos superpuestos que avanzaban por cientos, camino al matadero. La tropa era interminable, y nosotros paramos a un costado del camino y esperamos que pasara.
Algunos animales se resistían presintiendo que más allá de la tarde, en corrales de madera, encontrarían un final no convenido. Los troperos, con sombreros de alas caídas, arriaban con la ayuda de perros y caballos conocedores del oficio.
Después retomamos el camino, desconocido ahora, molido por tanta pisada de tanta vaca y pingoviejo. La lluvia continuaba sin ganas y sin pausas, sabíamos que así, caída como al descuido, podía durar siglos, esos siglos que existen en la niñez y duran para siempre.



Comentario (1 comentario)

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A las 8:14pm del marzo 27, 2009, Creatividad Internacional dijo...
Luis, bienvenido a esta red de literatura y cine. Esperamos que te pueda ayudar en tus proyectos.

Saludos, Ismael Lorenz, Director Asociado

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