Lógicamente, luego de Homero, Benoit y otros, conocía la fascinante historia de la última descendiente de los atlantes naufragada en el desierto de Argel, tan bella e inteligente como Hypatia de Alejandria. Había partido de España en su busca con la única compañía de un poemario y un libro de cuentos. Tenía veinte abriles, la cabeza llena de letras y el corazón henchido de misterios.
Un corpulento targui me hizo señas: la Señora de la Ciudad de los Inmortales condescendía en admitirme. Lo seguí a través de un dédalo de corredores tallados en la propia montaña que desembocaron en un inmenso recinto, cuya seguridad estaba resguardada por gigantescas puertas ornamentadas.
Esperamos a que saliera un discreto funcionario, todo alabanzas y zalemas, y luego fui introducido sin mucha ceremonia al recinto.
Era exactamente como la describían, solo que más bella y majestuosa. Avancé con paso inseguro, sintiéndome torpe e insignificante. A medida que me acercaba al enjoyado trono, mis expectativas iban menguando poco a poco, y aunque entonces entendía poco de mujeres, me pareció que a ella le ocurría otro tanto. Finalmente, nos contemplamos cara a cara: Antinea, descendiente de Cleopatra Selene, hija de Cleopatra y Marco Antonio. Antinea, la Inmortal.
—He leído tus escritos. Me agradan sobremanera, escriba —habló la reina. En su voz sonaban cascabeles, aunque pensé en serpientes. Mi orgullo se resintió un tanto, a pesar de hallarme frente a una leyenda.
—Ansiaba conocerte, mi señora —contesté, sintiéndome perdido.
—No eres el único, aunque no has venido por mi belleza.
Callé. Mi cerebro se hallaba disperso, mi atención puesta en las fatídicas estatuas de oricalco del fastuoso salón. Cada figura correspondía a uno de sus amantes, una legión de silentes admiradores inmortalizada bajo el metal. Tragué saliva, temiendo convertirme yo también en un dorado fantasma.
—No te mueve la lujuria: buscas mi secreto de la inmortalidad.
Miré sus labios moverse, sin escucharla. Ya no tenía sentido negarlo: ella sabía.
—Es verdad, Antinea, aunque no como piensas.
—También lo sé, no debes temer. Buscas la verdadera inmortalidad, aquella que trascenderá tu envoltura carnal en la forma de leyenda. Tu nombre será venerado, y tus letras se volverán cánticos de gloria a la cultura humana.
Bajó la voz, tan dulce como definitiva.
–Quédate unos días: en mi biblioteca hallarás todo lo que buscas y más, sólo si guardas mi secreto —dijo, guiñando un ojo.
Cumplió con su palabra, y me despidió con la cortesía adecuada, como a un pariente lejano que incomoda pero debe soportarse. Volví a mis letras, sabiendo que nada sería como antes, con su despedida aun resonando en mis oídos:
—Adiós, Borges. Te aseguro que serás inmortal.