Cuentos urbanos: Cecilia y el mundo (II) - El reencuentro



Durante los años siguientes la vi alguna vez caminando por las calles de Ciudad Real, y siempre me mostré prevenido para cambiarme de acera o hacerme el despistado. Una vez sentí que me llamaba la atención, pero, respaldándome en el hecho de llevar pinganillos, hice como si no la hubiera escuchado. Lo más íntimo de mi ser hubiera deseado decirle algo, acaso haberle dado un abrazo, pero tuvieron en mí más peso mis costumbres solitarias y mi carácter huraño y apocado. A veces perpetramos las acciones sin querer apercibirnos de que algún día pueden terminar pasándonos factura.

Creo que fue por el 2008 o el 2009, muchos años después de los hechos que he mencionado. Tuvieron que operarme de apendicitis y compartí en el Hospital General de Ciudad Real la habitación con un niño en edad escolar. Yo no tenía amigos ni familia que me cuidaran y llegué a envidiar las atenciones que prodigaban a mi joven vecino.

Siempre me había creído autosuficiente, y ahora sentí que todos mis esquemas vitales se derrumbaban; el amor que gozaba el niño me ocasionó un extraño desasosiego, y como no quería exteriorizarlo di en parapetarme tras una barrera de áspera indiferencia. Cuando comprendieron que yo no tenía ganas de entablar relaciones sociales, me ignoraron con la mayor delicadeza posible.

A los dos días ya habían cicatrizado las heridas de nuestras respectivas intervenciones quirúrgicas. Y fue cuando apareció quien menos me esperaba encontrar en lo que me restara de vida.

-¡Hola, soy Cecilia!

Si hubiera tenido tiempo de eclipsarme tras el embozo de la sábana, lo hubiera hecho sin pestañear. Pero su golpe de vista ya me había detectado.

-Vengo a daros clase, soy vuestra profesora de atención hospitalaria –dijo-. Realmente, vengo por Ángel, alumno de quinto de primaria en el Colegio Ferroviario. Nadie me avisó que iba a tener un alumno tan mayor –añadió refiriéndose a mí.

Yo no quería hablar con ella ni con nadie. Me hubiera gustado hallarme en medio de la soledad de un desierto. El cariño y la simpatía resultan dolorosos a las almas insociables. Creo que en ese momento enrojecí hasta la raíz del cabello.

-¿Y tú de qué curso eres alumno? –me preguntó, haciéndome obsequio de la más linda de sus sonrisas.

Apoyé el rostro en la almohada y ahogué un sollozo. El cariño de su voz me embriagaba, poniendo de relieve el mal uso que había hecho de mi vida alejándome de la cercanía de las personas. Una mano tan fina como la brisa que sopla en un prado se puso a acariciarme los pocos cabellos que me quedaban en la cabeza.

-¿Por qué estás tan solo, Jesús? Al Jesús del que hablan los Evangelios le gustaba estar rodeado de gente, y sobre todo de niños.

Me atreví a mirarla. Vi la claridad del cielo en sus ojos rebosantes de amor.

-Ya ves, Cecilia, un filósofo puede llegar a creerse autosuficiente.

-Pero necesitas ayuda, y yo también quiero que me ayudes.

-Cecilia, tú lo tienes todo. El mundo te adora.

Una bruma imperceptible recorrió la transparencia de su mirada. Su mano abandonó mis cabellos.

-¡Qué mala profesora soy! Ángel tiene que retomar sus trabajos del cole.

Viendo cómo ella le repasaba las matemáticas al niño, llegué a olvidarme del picor de mi herida apenas cicatrizada. Y soñé con que ella no estaba casada y su presencia en la habitación obedecía a mi solo deleite. Quise sentir que la amaba de todo corazón, pero el amor es un sentimiento fugaz en la mente de alguien avezado a filosofar sobre las más remotas sensaciones del alma humana.

Cuando la enfermera vino a curarme, no le ofrecí mi peor mirada como hiciera la primera vez. El encuentro con Cecilia me había apaciguado bastante. Y entonces me acució la curiosidad de saber qué habría sido de su trayectoria en la política y cuál era la causa de que ella, siempre tan activa y diligente, hubiera escogido ese tranquilo destino de atención hospitalaria.

A la mañana siguiente, ya pude levantarme y me topé de pies a boca con Cecilia, justo cuando me disponía a dar una vuelta por el pasillo.

-¡Vaya, Jesús, pronto volverás a casa!

-La casa siempre me está esperando –glosé con empaque filosófico-, más de lo que yo la espero.

-Eres incorregible –me riñó cariñosamente-. Siempre sacándole punta a todo.

Me acometió una especie de mareo. Mi cuerpo aún no estaba preparado para fuertes emociones, y Cecilia me las producía en grado sumo. Volví dentro de la habitación y me dejé caer en el sillón de escay. Cecilia, Ángel y su familia me miraban con ojos preocupados.

-¿Te sientes bien? –me preguntó ella.

-Pocas veces me he sentido mejor, aunque me fallen las fuerzas y me aprieten los dolores.

Tomé algo de cena porque ella me insistió. Sus atenciones me abrumaban; sabía que por estar conmigo estaba quitándose una buena parte del tiempo que dedicaba a sus hijos. Deseaba quedarme a solas para poner en claro todas las impresiones que estaban asaltando mi mente. Al final hubo de irse, y yo me replegué en las confusiones de mi pensamiento.

Los puntos me habían cicatrizado. El doctor que me visitó por la mañana me aseguró que en un par de días estaría listo para firmarme el alta. Ángel, mi joven compañero de habitación, tenía para más tiempo porque uno de los puntos se le había infectado.

Cecilia se presentó al filo del mediodía. Me pareció comprobar que su rostro estaba un poco más marchito que la víspera.

-¿No has dormido bien? –no pude por menos de preguntarle.

-Ya dormiré mejor –respondió con un extraño centelleo en sus pupilas.

-Mañana o pasado me darán el alta.

-¡Cuánto me alegro, Jesús! ¿Te reincorporarás al instituto enseguida?

-Eso haré. Pero no creo que me echen en falta allí.

-Yo te he echado mucho de menos todo este tiempo.

-Tú eres de lo que no hay, una especie en vías de extinción.

El brillo de sus pupilas se resolvió finalmente en lágrimas lentas y apacibles.

Solitario charco en la arena,

nube de pájaros,

mi vida derramada en la soledad de la tierra.

No permitió que yo fuera testigo de sus emociones, y, sin decirme palabra, abandonó la habitación.

Me di cuenta de lo poco que había podido averiguar de su vida durante los años que había dejado de tener noticias suyas. Decidí, en consecuencia, preguntarle directamente sobre este particular.

Pero ese día ya no apareció por la habitación, y el siguiente me dieron el alta y seguía sin verla. Tuve que dejar la habitación; le pedí a Ángel que se despidiese de ella de mi parte.

Regresé a mi trabajo, y no podía retirar su imagen de mis mientes. Y alguna vez soñaba con sus lágrimas empapando la tierra.

Un día no pude resistir más la incertidumbre y me personé en el hospital, al objeto de entrevistarme con ella. Acudí al Servicio de Atención al Paciente con mi petición.

-Ya no está aquí –dijo la señorita que me atendió.

-¿Dónde ha ido? –pregunté con irreprimible ansiedad.

-Esa información cae dentro de la protección de datos.

-¡Necesito saber de ella! –me alteré-. ¿No lo entiende?

-Lo siento, tendrá que averiguarlo por sus propios medios. Nosotros tenemos prohibido revelar información clasificada.

Abandoné la oficina hecho una furia.

Me sentí tan frustrado que diputé mi interés por simple nadería. El apego a los semejantes no está exento de ciertas frustraciones. Mi vida solitaria, si bien privada de emociones, quedaba muy a trasmano del sufrimiento nacido de las relaciones humanas.

Dejé, pues, que el tiempo transcurriera y que el olvido actuase como anestésico de mis sentimientos.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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