Cuentos urbanos: El inventor (XXVII) - El extraño visitante


 

La mañana del día 28 de diciembre rompió nublada y con un viento desapacible, proveniente de la cordillera del interior. La normalidad había vuelto a la ciudad, pero aún eran visibles las señales de los sucesos pasados, tanto en Cimavilla como en el recinto de la Universidad Laboral. Todo el mundo se preguntaba cómo iba a acabar esa cuestión. Lo cierto era que muy poca gente se pronunciaba en condena de quienes habían puesto en jaque a la nación. Había culpables, y la justicia iría a por ellos. Pero el mundo entero clamaba por el indulto de quienes sólo habían querido hacer un mundo mejor, pese a lo notorio de su fracaso.

 

El coronel Bertin no había podido pegar ojo en toda la noche. Su conciencia le predisponía a temer todo lo peor. Había torturado a un hombre indefenso, haciéndose acreedor a un castigo ejemplar. Era inadmisible que en un estado de derecho se practicaran esas atrocidades de tiempos oscuros. El coronel lo sabía bien, y no podía por menos de autocondenarse y execrar de lo que había hecho.

 

Esa misma mañana estaba llamado a comparecer, por orden del mismo Delegado del Gobierno, en la Plaza Mayor, junto a las puertas del Ayuntamiento, en el centro neurálgico de Cimavilla. Se acicaló lo que sus nervios le permitieron, y se puso su uniforme de gala; el fin de su carrera habría de sorprenderle en su mejor disposición.

 

Apenas si tomó una taza de café. No intercambió palabra con nadie, salvo las órdenes justas para disponer que le trasladaran a Cimavilla en automóvil. Mientras iba por la carretera, fue consciente de la eficacia con que sus hombres habían ocupado los edificios de la Universidad Laboral. Unos errantes impactos de lluvia difuminaron la imagen en los vidrios del automóvil. Al coronel Bertin le sabía el aliento extremadamente amargo, como si le acometieran ganas de vomitar.

 

***

 

La Plaza Mayor estaba abarrotada de gente, pero por todo su ámbito cundía un silencio de expectación. Un repentino viento racheado había barrido las nubes matinales, y brillaba un espléndido sol de invierno. Todos los que de algún modo habían participado en los sucesos de los días anteriores, se encontraban apiñados dentro del perímetro de la plaza. Y nadie sabía qué o a quién estaban esperando.

 

Barrientos estaba al lado de Guzmán de Arteaga, en una afectada pose de firmes. A  lo largo de la noche, en las dependencias de la Antigua Pescadería Municipal, había estrechado vínculos con tan singular personaje. No había conseguido sacarle la información relativa a cómo había obrado el milagro de los cielos, pero cada vez que abría la boca, sus palabras llevaban el sello de lo inolvidable; ahora sus ojos engafados estaban pendientes de un rostro en la multitud… La bonita cara de Irene Vegas, el verdadero amor de su vida.

 

Los cabecillas del 15-M estaban muy cerca de donde ellos se encontraban. Jerónimo Ortega tenía pintada la tragedia en sus marchitas facciones. Una vez más, la fraternidad de los pueblos había acabado ahogada por los negros tentáculos de las instituciones políticas. El Estado no era más que un juguete en manos de los gestores de turno, buscando siempre el beneficio propio a despecho del colectivo.

 

En el lugar también estaban reunidos los que se consideraban víctimas de las revueltas: los participantes del simposio de marras, los miembros de la corporación municipal, los funcionarios del Ayuntamiento y el párroco de la iglesia de San Pedro Apóstol. Todos tenían algo que decir en este embolado. Todos tenían algo que acusar y también que perdonar. La vida estaba configurada de esta forma: donde había una víctima se precisaba de un verdugo para sojuzgar a los agresores.

 

Había llovido algo por la zona del mar. Aún quedaban gotas suspendidas en el aire, como un fino polvo de niebla. Por eso los rayos del sol, despuntando entre los claros de las nubes, tuvieron parte a dibujar sobre las alturas de Cimavilla un bello arco de colores, como tratando de influir en los ánimos pesimistas de los circunstantes. Todo se creía perdido, pero la esperanza aún podría sustentarse de nuevo.

 

Sobre el centro de la plaza, se había armado un estrado que tenía semejes de patíbulo. Incluso se había dispuesto un equipo de megafonía con dos inmensos altavoces. Nadie sabía a qué respondían tales preparativos, y la expectación era suma.

 

El coronel Bertin, embutido en su traje de gala, se puso a fumar nerviosamente. Barrientos le miraba con el rabillo del ojo, como cubriéndole de reproches con su silencio. Mientras tanto, Guzmán de Arteaga e Irene se adoraban con la mirada. No muy lejos de donde estaban, se encontraban los padres de ella; su hija sana y salva, pese a que el hecho de encontrarse entre las filas de los detenidos no presagiaba nada bueno en principio. Gijón y el resto del mundo estaban pendientes de Cimavilla. Las cámaras de televisión y los micrófonos de las emisoras de radio estaban listos para empezar a retransmitir.

 

Por la ancha cavidad que se había abierto en las nubes, se derramó una andanada de sol que impactó en las calles del viejo barrio. Guzmán de Arteaga apartó brevemente la mirada de su amada. Se quedó con los ojos fijos en el suelo, abismado en pensamientos ineluctables. Quiso volverse del tamaño de una hormiga para andar por un camino diferente, para llegar al lado de Irene sin que nadie se lo impidiera, para empezar la vida de nuevo y recuperar los años que había perdido en tan absurda soledad. Miraba el suelo con la ilusión de levantar unos nuevos cimientos para su existencia.

 

De repente, un murmullo cundió por toda la multitud allí congregada. Guzmán de Arteaga alzó la mirada, volvió a dirigirla hacia donde Irene estaba y descubrió que ella estaba mirando hacia donde todo el mundo lo hacía.

 

Alguien se abría paso entre el apiñamiento de gente. Sus zapatos de suela claveteada resonaban en el pavimento de la plaza, si bien con un sonido atenuado por tanta concentración de muchedumbre. Se trataba de un hombre ya mayor, de altura mermada, vestido de negros ropajes, con un sombrero de fieltro a juego, y que llevaba caladas unas impenetrables gafas de sol. Lucía en su rostro una canosa perilla.

 

Nadie le impidió acceder a la plataforma del estrado. El sol creaba aureola a su poco majestuosa presencia. Tanteó brevemente el micrófono para comprobar su correcto funcionamiento. Luego dirigió una mirada en semicírculo. El silencio se tornó aún más espeso. Todos estaban pendientes de las palabras que habría de pronunciar a continuación. Y no tardó en complacerles.

 

—Buenos días.

 

Su voz tenía un incontestable deje de autoridad, similar a un tañido de campanas. En el púlpito de una catedral hubiera creado un efecto prodigioso, como si la voz que oyera Moisés en la zarza se hubiera materializado nuevamente. No hubo quien fuera capaz de contestarle.

 

Guzmán de Arteaga, de ordinario tan inmutable en toda cuestión que no afectase a su sentimiento por Irene, notó que se le erizaban los cabellos. Presentía que ese hombre misterioso era portador de algunas palabras que le atañían particularmente. Sus presentimientos nunca habían estado tan atinados como en esta ocasión.

 

—Vengo a poner término a las conmociones que se han desatado aquí los últimos días —reanudó su plática el hombre misterioso.

 

Algunas risas y chasquidos se escucharon del lado de la multitud. No era de fácil resolución el problema allí planteado.

 

CONTINUARÁ…

 

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

 

 



 


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