Cuentos urbanos: La increíble aventura de los Fisgones (III) - Tommy Marner / La huida de Andersonville


El presidente logró por fin que lo admitieran al amparo de una tienda. Allí habitaba Tommy Marner, un joven muy afortunado en Andersonville; tenía permitido salir fuera del perímetro de la estacada para recoger leña, un raro privilegio que sólo les era concedido a los tullidos o a los dementes inofensivos. Tommy Marner había perdido la utilidad de la mano derecha al aplastársela la rueda de un carro que le cogió desmayado en el suelo, durante una de las escaramuzas con el ejército sudista.

 

-Me gustaba tocar el violín –le refería al presidente una tarde de septiembre que se puso a llover a mares, hallándose ambos bajo la exigua protección de la tienda-. Soñaba con darme a conocer en mi Chicago natal, en todos los estados de la Unión y hasta en el resto del planeta. Para ayudar a la economía familiar, me dedicaba a ordeñar vacas. Y los ratos que podía, practicaba con el violín. Quise ser el mejor, y al cabo del tiempo me di cuenta de que es necesario conformarse con lo que se es; mi modo de interpretar no pasaba de mediocre. Yo no tenía maestros que me guiaran ni podía permitírmelos. El paso de los años reveló lo fatuo de mi sueño. Y la rueda del carro me dejó los dedos gafos y anquilosados… Uno se atreve a soñar, creyendo que andará nuevos caminos. Y no, el camino es siempre el mismo, aunque la hierba crezca en los relejes y de vez en cuando broten algunas flores.

 

Tommy Marner guardó silencio. El rumor de la lluvia se acrecentaba al golpear el hule de la tienda.

 

-Algo similar me ocurrió a mí –dijo el presidente-. Aspiré a ser el mejor gobernante de mi país, y cada día nuevo ponía en claro mi mediocridad.

 

-Yo soy joven –repuso Tommy Marner-. Todavía puedo aspirar a una segunda oportunidad.

 

-Yo ya dejé de ser joven –manifestó el presidente-, y ahora mi única aspiración se basa en tener la humildad de ser consciente de mis errores.

 

El tifus comenzó a cebarse entre los habitantes del campo de prisioneros. Lo que pretendía ser arroyo, era el criadero de centenares de ratas. Quien poseía una manzana era propietario de un tesoro difícilmente apreciable. El infierno resollaba en el aire, en el agua cenagosa, en los cuerpos de los prisioneros… Se cometían atropellos y asesinatos por cuestiones baladíes. La vida era allí peor que la muerte.

 

El presidente se fue endureciendo poco a poco. Dejó de mostrarse aturdido y complaciente con sus compañeros de cautiverio. Si se hacía preciso airear los puños, no era de los que se echara atrás. Tenía el cuerpo lleno de cardenales por los golpes recibidos y de habones por las picaduras de los insectos. Casi siempre estaba hambriento, y sentía cómo poco a poco se le iban pudriendo los intestinos. Nunca dejó de pregonar su condición de presidente de un país lejano, y casi todos (incluido Tommy Marner) dieron en considerarle un pobre lunático.

 

Un día murió Lovejoy, el viejo soldado que acompañaba a Tommy Marner en sus salidas al bosque en busca de leña. El caso es que el joven convenció a los guardianes para que el presidente, quien había sentado plaza de loco, pudiera acompañarle fuera de la estacada, a fin de ayudarle a reunir haces de leña. Y el permiso les fue concedido.

 

Hicieron su primera salida juntos una tibia mañana de finales de octubre. Aunque el calendario ya anunciara los fríos del otoño, el cielo mostraba cierto resabio primaveral. En las ramas del cercano bosque trinaban los mirlos y las palomas torcaces. Tommy Marner hizo notar la presencia de una bandada de golondrinas; era muy religioso, y esta circunstancia reavivó sus emociones.

 

-Las golondrinas quitaron las espinas de la corona de Cristo –dijo mientras en sus ojos se propagaba el brillo de las lágrimas-. Me gustan las golondrinas.

 

El presidente respiró a pleno pulmón el vivificante aire del pinar. Le encantaba la serena fragancia a resina que el calor del sol estaba transfundiendo. Allí reinaba la libertad, lejos de las interminables podredumbres de Andersonville. Le habían dejado salir para recoger leña; a todos los locos les permitían salir. Él estaba en un tiempo y en un mundo que no le pertenecían. Su afán de fisgón le había conducido al interior de la casita de muñecas, y de allí traspasó los umbrales del infierno. La sangre se aceleró en sus venas. Quería ser libre.

 

-¿Dónde vas, presidente?

 

Tommy Marner asistió atónito al comienzo de su huida. El presidente había dejado caer su hacha, y, sacando fuerzas de flaqueza e investido de la dignidad de su cargo, saltó entre matas de espino y vadeó los hilos de agua que buscaban su cauce en la otoñada. “¡Voy a ser libre!”, pregonaban su pecho y sus piernas. Dejó de oír los gritos de Tommy Marner. Penetró en un bosque de alerces. Escuchó a cierta distancia el silbato de un tren. Llegó a la vía, y sus pies, calzados con botas roñosas, pisaron los astillados durmientes. ¿Cuál es el sentido que conduce a la liberación? ¿Dónde está mi hogar y las montañas de mi patria?

 

Su estómago empezó a quejarse de hambre; trató de aplacarlo con algunas nueces y piñones que encontró en las inmediaciones de la vía. La tarde fue cayendo. Los rayos mortecinos acentuaban el rojo otoñal de las hojas de los robles; el terreno era rico en minerales de hierro.

 

Entre las colinas comenzaron a escucharse ladridos de perros rastreadores. El presidente notó que le acometían desagradables escalofríos.

 

-¡Aparece, casita, condúceme de nuevo a mi patria!

 

Haciendo acopio de sus mermadas fuerzas, coronó una loma erizada de abetos. Entre los resquicios de las ramas divisó en lontananza las construcciones de una ciudad que a todas señas aparentaba ser Americus. El viento levantaba terrales en los llanos colindantes a la vía férrea. ¿Hacia dónde huir? Los aullidos de los sabuesos se hacían cada vez más cercanos. ¿Cómo podría despistarlos? A no mucho espacio de allí, corría la cinta de plata del río Sweetwater. ¿Las aguas borrarían su rastro? Sea como fuere, se trataba de su única alternativa de evasión. Como pudo, se allegó a la orilla, tapizada por juncos y hojas secas del otoño.

 

-¡Aparece, casita, aparece, por favor!

 

Se introdujo en la corriente de agua, que aún albergaba la tibieza del verano. Una pequeña culebra dibujaba espirales en el cauce. El presidente sintió un amago de repugnancia, lo que no impidió que iniciara los primeros movimientos natatorios.

 

De repente, notó que algo pasaba silbándole los oídos. Miró en sentido oeste, hacia la otra orilla, y distinguió en la loma inmediata un francotirador, flanqueado por una jauría de perros aullantes. Los rastreadores le habían localizado. Las balas no dejaban de silbar a su alrededor, causando pavorosas salpicaduras en la superficie del agua. Detectó cerca de allí el tronco caído de un roble, podrido por la acción de la humedad, y nadó a su encuentro, en busca de refugio, bajo la cada vez más terrible amenaza de las balas.

 

Por medios casi milagrosos, consiguió parapetarse tras el tronco. Aun así las balas seguían impactando en las proximidades. Se acurrucó contra el tronco y empezó a sentir un pánico que no es para descrito. Cerró los ojos. De sus labios se escapaban gemidos de terror.

 

Sus perseguidores botaron una barca, y, antes de que se alojaran en el paisaje las penumbras del atardecer, ya habían alcanzado su refugio.

 

-¿Adónde creías ir, yanqui de mierda?

 

-Vas a pagar caro el revuelo que nos has causado.

 

El presidente abrió los ojos. Un enérgico culatazo en su frente le privó del sentido.

 

CONTINUARÁ…

 

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


http://eljardinerodelasnubes.blogspot.com/

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