¡La vieja está muerta, y murió en Montevideo!- dije leyendo el obituario del periódico mientras desayunaba. No salía de mi sorpresa al releer aquel nombre que creí jamás iba a volver a escuchar.

-¿La vieja? ¿Qué vieja mamá?- preguntó mi hija, yo no podía responderle porque mi asombro no me lo permitía. Volví a mirar aquella página y efectivamente, no cabía duda alguna, era esa maldita vieja.

Fue hace dieciocho años, yo era moza de un café en San Telmo. Hacía menos de un año que vivía en Buenos Aires. Y ese fue mi único empleo fijo allí.

Durante semanas venían un grupo de jóvenes al café. Eran tres, a veces cuatro. Siempre pedían lo mismo, un cortado, dos medialunas y una trufa. Solo los veía, normalmente los atendía Laura, mi compañera.

Aquel viernes de noviembre Laura cayó en cama por amigdalitis, así que yo tenía que hacer el doble del trabajo. Llegaron los tres chicos de siempre pero esta vez el cuarto era un desconocido. Fui a atenderlos. Hicieron su pedido de costumbre, y cuando iba a retirarme escuché: -Señorita, disculpe pero yo no quiero el cortado. A mí me quita eso y me agrega un submarino, ¿Puede ser?- Era el nuevo. Asentí con la cabeza, cambié el pedido y fui a buscarlo.

Su voz era hermosa. No salía de mi mente, era muy grave y profunda, y lo que más recuerdo sus ojos, maravillosos, pequeños y del color del cielo.

-Mami, ¿Quién es la vieja que se ha muerto?- insistía mi hija, yo no podía salir de mis recuerdos. Seguía sin responderle. Mi marido llegó, se sentó a desayunar y me miró dándose cuenta de que algo extraño pasaba con la expresión de mi rostro.

-Papá, dice mamá que murió una vieja y no me quiere decir quién era, ¿Vos sabes de quien habla?- Adolfo negó con la cabeza tomando un sorbo de café.

-¿Quién murió Valeria?- me preguntó, yo volví a leer aquel nombre, se me escapó una carcajada, les dije que nadie, una persona que no importaba, que la conocí hace mucho, y nada más.

Me levanté de la mesa y me encerré en el baño, me senté en el suelo con el diario en la mano. Fue una sensación muy rara. Lloraba y reía, los recuerdos me golpeaban como olas bravas.

Después de aquella vez que serví un submarino en el café de San Telmo, él comenzó a venir frecuentemente, incluso sin sus amigos. Siempre por las dos medialunas, la trufa y el submarino.

Una noche salgo de trabajar y al doblar la esquina siento que me chistan, Sin estar segura que fuera para mí, miré a los lados y seguí caminando -Rubia, Moza, no sé, cómo te llames. Pará ahí-.La voz la reconocí al instante, y sin dejar de caminar me di vuelta para mirar. Él venía cerca, y casi corriendo- Frená que no te voy a robar- entonces me detuve y lo esperé.

Extendió su mano y me dijo:- Yo soy Daniel, mucho gusto, aunque creo que ya me conoces, ¿cierto?- Yo dije que si con la mirada, y sonreí. Estaba bastante nerviosa, tiendo a ser muy tímida y en mi imaginación ya había hablado tantas veces con él que no sabía que decir.

-¿Vos tendrás un nombre supongo no?- con la voz entre cortada solo dije:-Valeria.

Después de esa noche nos veíamos prácticamente todos los días. Salvo los sábados que él tenía que visitar a su madre a San Isidro.

Nunca había estado tan enamorada. Daniel era muy divertido, alegre, me hacia reír mucho, y por sobre todo muy caballero y educado.

Hoy si tuviera que dibujar su cara no sé si podría, no recuerdo los detalles, no tengo una foto, pero no olvido sus ojos.

Me levanté del suelo, me lavé la cara llena de lágrimas, y mi hija golpeó la puerta. Preguntando si estaba bien. Conteste de inmediato que sí, que no se preocupara y tomé el diario, lo apuñalé con el cepillo de dientes, y lo tiré a la basura.

Mi romance con Daniel iba perfectamente bien. Levábamos ocho meses juntos. Planeábamos venir a Montevideo para que conociera a mis padres, me dijo que ese fin de semana lo acompañara a ver a su mamá, que ella era la única familia que le quedaba.

Ese sábado a la mañana cuando vi donde vivía, me sentí ahogada. Si bien sabía que Daniel era ingeniero y tenía un buen trabajo nunca pensé que fuera para tanto. Me sentí disminuida. Al conocer a su madre, doña Etelvina, esa sensación fue peor,. Lo supe desde el primer momento. Me sonreía de un modo muy falso, observaba mis movimientos, hacía comentarios en voz baja y entre dientes. Fue un momento muy incómodo. Un antes y un después para Daniel y para mí.

La escuché susurrándole, cuando ya estaba por irme:- Nene vos estás mal de la cabeza, no tiene educación no sabemos ni si tiene familia ni siquiera es argentina que uno pueda ver de dónde salió, esa mesera, ¿Es una broma? Si es, una bien mala, no podes decirme que dejaste a Adelita para quedarte con una mocita de café.

Salimos en silencio. Y de ahí en más nuestra relación cambió mucho, La madre comenzó a exigirle que fuera sábados y domingos. Algún viernes también lo llamaba. Ambos sabíamos que me odiaba, pero no lo hablábamos.

Me llevó el día en que la vieja cumplía años. Fue horrible. Allí estaba la tal Adelita. Estirada, refinada, hablaba como una papa caliente le ocupara la boca, y se reía a penas como pidiendo permiso.

Claro que tenían más invitados, pero Adelita era la de honor. Etelvina me hizo todos los desprecios que pudo, Daniel trataba de hacerme sentir cómoda, pero era casi imposible.

Luego de ese momento pasaron tres meses. No sabía nada de la maldita vieja. Volvimos a estar como antes. Nuestro amor iba perfectamente. Me regaló un anillo de compromiso y me dijo que no necesitaba a su madre para tomar decisiones.

Un lunes cuando estaba por irme al café apareció la vieja, me tomó de un brazo sorpresivamente y me dijo – Mire mijita, quiero que lo deje tranquilo a mi hijo, ¿Por qué se cree que no ha ido en tanto tiempo por mi casa? Ya no quiero que la tengan de boba, acá tiene, y no haga mucha cosa para meterse en el medio, al final se perjudica usted solita sino.- y se fue, pero antes me dio un sobre, tenia pasajes para volver a Montevideo, y una tarjeta de invitación al casamiento de Daniel y Adelita.

Tomé el primer barco y volví a casa. Nunca más pise suelo argentino. Volví con Adolfo, mi noviecito de la infancia y en menos de dos meses me casé, luego nació la nena.

Volví a tomar el diario que había tirado a la basura. A pesar de mis intensos golpes con el cepillo el nombre estaba intacto, parece que ni la muerte podía con esa vieja. Ahí esteba en cada uno de mis peores recuerdos. Ella era todo lo que Daniel y yo nunca fuimos.

Cuando mi hija tenía unos catorce años fui una tarde con ella al cine y me encontré con Laura, mi ex compañera de trabajo que estaba de vacaciones por aquí

-¡Valeria! No lo puedo creer, ¿Dónde estabas? Te desapareciste totalmente, el jefe hasta pensó que te había pasado algo grave. Daniel te buscó meses. Nunca supimos que te pasó.- Le pedí a mi hija que fuera a comprar algo para comer, y a solas con Laura le resumí la historia.

-¿Me estás jodiendo Valeria? ¡Eso no es verdad! Daniel no se casó con nadie, creo que ni hasta el día de hoy, te digo que creo, porque hace un tiempo que no lo veo, ni sé si estará o no en Buenos Aires. Y la tal Adelita, sí, esa la conozco, está en pareja hace años, con Pablo, no sé si te acordarás que Daniel venía con tres amigos, bueno uno de esos tres es Pablo. ¿Te acordás de esos? La vieja te metió un cuento. Es más Adelita tiene tres chicos, estoy segura de eso. Pero no se comprometió nunca con Daniel, a demás, no sé, la vieja habrá mandado a hacer una tarjeta para vos, que se yo. Tenías que averiguar más antes de salir corriendo así, tonta.

Yo en ese momento no supe que decirle a Laura. Todo era tan extraño y confuso. Sentí que el aire era espeso, pesado , y no podía entrar a mi cuerpo. Mi nena llegó, me despedí de Laura y fui a la cola del cine, sin salir de mi sorpresa.

Ya está. Salgo del baño con el diario en la mano y voy a la cocina, lo quemo sin dejar de observarlo. Adolfo y mi hija me miran asombrados, pero yo estoy decidida por lo menos a destruir el nombre de la vieja esa.

-¿Estás bien mami?- me doy vuelta y la abrazo diciéndole que sí.

No sé porque ese nombre me trajo tantos recuerdos, tantas preguntas a mi cabeza ¿Porqué murió aquí?, ¿Me habrá venido a buscar Daniel?, ¿Supo lo que hizo su madre? Nunca lo voy a saber.

Será porque lo que vino a mi mente al leer ese nombre, en realidad fue la vieja esa, porque a Daniel no lo he olvidado nunca, siempre lo tengo presente, en especial cuando miro los ojos de mi hija, Daniela, esos ojos hermosos, pequeños y del color del cielo.

 

Cuento seleccionado para ser publicado en página argentina barriada.com.ar

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