2.-

 

…cayó al suelo rodando sobre el adoquinado de un extraño lugar. Lo que puede ver en aquel recinto de grandes y altas pilastras de mármol no le es familiar. Ante su vista se muestra un vasto edificio de columnas con fustes en forma de atlantes soportados por capiteles jónicos que se continúan con enrevesados frisos que se alejan hasta donde puede contemplar. Todo es de un intenso blanco que refleja una luz que penetra desde unas grandes claraboyas de cristales, repartidas de forma uniforme a lo largo del techo que muestra un despejado cielo violeta.

Sentado en el suelo de grandes losas de caliza desgastada, mira el entorno asombrado. No hay nadie ni escucha un mínimo ruido. Se alza y camina hacia el fondo mirando hacia todos lados en busca de alguien o algo. Pero no hay nada. Sólo los monstruosos atlantes de caliza que parecen contemplarle ominosos conforme avanza hacia el fondo. Con paso decidido lo traspasa.

Ante él se abre un ágora de gran tamaño, con todos los asientos vacíos. Es un recinto cerrado, de techo liso y pareces cubiertas de mosaicos de colores. Numerosas lámparas de bronce, en las que arde aceite que mantiene la sala en una variable luminosidad

--¿Dónde estoy? -- Se dice hablando con voz tenue pues se empieza a sentir angustiado.

Es consciente que necesita salir al exterior pues una intensa claustrofobia le embarga por momentos. Acelerando el paso sobrepasa otra puerta y sale a un colorido jardín. En él, una bella mujer le contempla desde un ara de piedra. Envuelta en un chitón de un tejido que nunca ha visto y que marcan sus agraciadas formas femeninas, calza unos borceguíes dorados, y muestra una exuberante cabellera color caoba que se agita ligeramente al mover la cabeza para examinarle:

--Perdonad, Señora, --se dirige con deferencia-- ¿Qué lugar es éste?

La dama sonríe mientras le observa con detenimiento antes de responder:

--¡Ah, los humanos! ¡Siempre preguntando, siempre inseguros! ¿No sabes dónde estás? ¿Y cómo es que has venido?

Andrés se encoge de hombros en una clara demostración de su desconocimiento de todo.

--No sé nada Señora, pero… aquí estoy. ¿Me podéis responder?

--Es un lugar con el que nunca te has atrevido a soñar. Y sin embargo, es el sitio en el que se van a cumplir tus sueños más recónditos y  más extraños. Serán  ensueños que son tan secretos en ti, que ni siquiera tú sabes de ellos.

--¿Qué sueños, Señora? ¿Quién sois vos? --Inquiere con respeto.

--Soy CIRCE,  la diosa de la magia con el mismo poder que Medea, con la que comparto todo lo que los humanos consideráis tan extraño como imposible. Por una vez, no te transformaré en un animal, como es mi costumbre. Has sido educado y no me has visto como hembra, sino como a una dama. Ni un solo pensamiento libidinoso te ha despertado mi belleza. Lo cual me atrae hacia ti.

Andrés queda en suspenso por unos instantes. Lo que ha dicho la diosa le hace observarla con interés masculino, cosa que no ha hecho hasta entonces. Pero el chiton suelto que lleva, y el peplo que la cubre hasta el cuello, no deja ver más que lo que siempre ha despertado su interés por las mujeres: la belleza del rostro y la expresión de éste. Y acepta que ambos son sublimes. Deteniéndose en sus atractivos y carnosos labios, siente que besarlos debe ser toda una epopeya digna de ser recordada por toda su vida.

--Sigues siendo un hombre distinto. Deseas besarme, lo que implica una delicadeza que te agradezco y mereces mi consideración. ¡Y la tendrás!

--Perdonad, Señora, mi atrevimiento de soñar con vuestros labios.

--No se pide perdón cuando no se ha ofendido. Si mis labios no te hubieran atraído, serías ya un animal como todos aquellos.

Indica señalando hacia un extenso parque en el que centenares de animales de todas las especies pacen y se pelean en confusa y silenciosa algarabía.

--Todos ellos me vieron como hembra y no como una dama. Eso les condenó a lo que serán para siempre. Pensarán como hombres, pero no dejaran de ser los animales en los que los he transformado. Ha sido su castigo por la lujuria que he despertado en ellos.

Andrés queda quieto, esperando a que ella continúe. Durante un momento, ambos se miran a los ojos y el humano sostiene su mirada. Nota que algo, una extraña vibración le recorre, y le enerva. Y acepta que siente una atracción imposible de dominar totalmente con su voluntad.

Circe sonríe antes de proseguir:

--¿Qué es lo que más deseas en tu vida? Pídelo, que te lo concederé.

Andrés comprende que no sabe qué puede pedir. No ha tenido nunca una ambición clara hacia nada.  Con decisión, indica:

--Dadme lo que vos creáis más oportuno y adecuado para mí.

Circe en silencio le contempla. Andrés siente que ella ha penetrado en su cerebro y lo recorre despacio, en una búsqueda que nota pero no puede evitar. Al cabo, indica:

--Haré de ti un mago muy especial. Se que no abusarás del poder que te voy a conceder. Dominarás la magia real, avanzarás en el esoterismo, como lo llamáis en la tierra, no te aprovecharas de ello salvo para ayudar a los que más lo necesiten, y es la seguridad de ese buen uso de las prerrogativas que te daré, lo que me anima a hacerlo.

--Gracias Señora, pero no tenéis que darme nada, pues nada os he pedido, sólo que me dijerais dónde estoy.

--¿Todavía no lo habéis adivinado?

Andrés queda callado. La idea que tiene no se atreve a expresarla, pues le parece que es tan posible como imposible al mismo tiempo.

--Lo habéis pensado con acierto. Sí, esto es el Olimpo, y estáis en mi palacio. Habéis venido por el camino de la magia, y en el reino de la magia os encontráis. Y magia os llevaréis.

--Gracias Señora. Pero no os molestéis por mí. Sólo soy un humano que desea volver a la Tierra. Además, ¿qué podría ofreceros a cambio?

--Tampoco os he pedido nada, lo que deseo, lo tomaré llegado el momento.

Andrés hace un gesto de aceptación y añade:

--Tomad lo que creáis oportuno. Todo es vuestro.

--Lo haré, podéis estar seguro --indica con unas manifiestas carcajadas.

--Acercaos. Mi mano os concederá los dones que deseo daros.

Andrés se acerca y ella coloca su mano sobre la cabeza mientras le mira a los ojos con una mirada que no acaba de entender. Después, cogiéndolo por el cuello, lo acerca a su rostro y le besa con pasión en los labios. Andrés se sorprende del hecho, de la húmeda lengua que ha penetrado en su boca y la ha recorrido por unos instantes que le han parecido eternos.

--No me equivoqué. Ya tienes tus dones. Ahora tú tendrás que concederme los tuyos. Llevo tanto tiempo en el celibato, que ya hasta he olvidado las sensaciones, el sabor de las caricias y los mimos, el fulgurante momento de la máxima caricia, y la ternura que sé me vas a dar, antes y después.

Andrés queda en silencio. Ha entendido a la perfección lo que quiere Circe. Por unos instantes duda de querer hacerlo. Su eterna barrera defensiva se interpone.

Circe, con una clara sonrisa le contempla en silencio, mientras observa y vive las dudas que hay en el interior del humano. Es esa lucha que observa en él, y que conoce desde que le vio, un incentivo más que exacerba su deseo de tomarlo.

--No lo dudes. Hasta tú sabes lo que deseo. Ven, ¡sígueme!

Y Circe coge su mano, lo besa de nuevo, y le conduce hasta penetrar en el palacio que hay en un extremo del exuberante jardín.

Y ya en el interior, Circe suelta el cíngulo que sujeta el chitón y deja caer el peplo. Andrés contempla parpadeando la divina belleza que se encontraba oculta bajo los ropajes. Enardecido, se acerca a ella y la abraza con fuerza, buscando sus labios, acariciando con mimo y ternura su espalda, tan suave como el mejor de los terciopelos, tan calida como el amor mismo.

Y ella le lleva hasta el lecho que ocupa el centro del gran dormitorio. Andrés se libera de la ropa y se echa a su lado y mientras la besa en un húmedo contacto que nunca va a acabar. Sus manos, plenas de mimo, con un tacto que le llena como correspondencia de placer, recorre su cuerpo en un movimiento que no deja nada del cuerpo de la diosa sin el suave roce que sale de lo más profundo de su alma.

Circe hace lo mismo y le acaricia con manos sabias y ambos, durante largo rato se recrean en los placeres previos a una unión que con lentitud les sumergirá en el éxtasis de la mayor pasión y deleite que una diosa y un humano pueden conseguir: la máxima caricia.

Durante horas y días, en una sucesión de espíritus y cuerpos, plenos de ternura y pasión, ambos viven la comunión que sus almas, humana y divina, han decidido compartir.

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