'Frank Sinatra, el cantante', por Andrés Calamaro

Frank Sinatra ES el siglo veinte de la misma forma en que lo es el «Apolo XI» llegando a la Luna. En parábola cursi, pero merecida, digamos que Sinatra también llegó a la Luna y allí se quedó a vivir. Una perfecta combinación de persona y cantante. Frío, templado y caliente

Caramba, ¡Frank! Todos intentamos cantar como Frank Sinatra, incluso sabiendo que es imposible hacerlo así de templado y afinado. Miles de personas en los karaokes del planeta, orquestas variopintas, cantantes de todos los géneros, imitadores y distintos. Todos prueban con los clásicos de Sinatra, aquellos que él interpretó y a los que otorgó cuerpo, algunos escritos especialmente para Ojos Azules por los mejores compositores de su era, otros elegidos con mayor o menor fortuna para engrosar un abrumador repertorio de unas 1.300 canciones grabadas.

A mí el que me gusta es el Sinatra de finales de los años cincuenta y el de los sesenta; el que se reinventó como crooner definitivo y adulto, el que impuso su sello en su propio sello, promotor de unas grabaciones conceptuales, arriesgadas, híbridas y definitivas. El periodo que incluye sus grandes discos con Count Basie, Tom Jobim o Duke Ellington. El otoño del gran Frank Sinatra; después de sus episodios en el cine, después de sus páginas sentimentales, alguna probablemente dolorosa. Un Sinatra que había sobrevivido a la convivencia con un tal Elvis Presley, que daba batalla a la invasión británica pop y a los sonidos psicodélicos.

Precrepuscular en su cuarta década, convive con lo mejor del jazz, con el rock’n’roll fundacional, con el blues de Chicago, con Bob Dylan (que le dedicó recientemente un sensibilísimo homenaje en forma de disco), con Beatles y Rolling Stones. Dicen que un artista se impone sobre sus pares si vive lo suficiente, una razón empírica que puede discutirse considerando a los breves Jimi Hendrix o James Dean, pero que confirman otros como Miles Davies o el propio Frank. Ocurre que Sinatra, después de renunciar (o de verse obligado a renunciar) a un estatus de celebridad que le permitió estrellato, impunidad y privilegios, volvió al ruedo con más clase, mejorado como cantante, dirigiendo los destinos de su propia obra, soportando con dignidad ocasionales fracasos discográficos, pero celebrando algunos de sus éxitos más importantes y probablemente eternos.

Se dio el gusto de ser «artista residente» en Las Vegas, conformando el mito -sospechado de certero- de que un intérprete necesita las trasnoches para ejercer de cantor auténtico de terciopelo áspero, con matices de bebida añeja en las cuerdas vocales, teoría que revalidan los maestros del cante jerezano, que se ofrecen a la juerga auténtica con una fidelidad que convierten en arte profundo y orgullo de España. Hay claves para descubrir al Sinatra («placeres adultos» más que los ya tópicos «placeres culpables»), pero servidor no sería capaz de revelarlas todas. Soy un ocasional pero leal seguidor de Frank. Aprendí a escucharlo gracias a la guía humana de Daniel Zamora, en las furgonetas que cruzaban España llevando a Los Rodríguez por sus puntos cardinales.

Daniel, entre citas de León Felipe y Fernando Arrabal (a quien elogiaba por su exabrupto en televisión), sabía elegir momento y música para construir un maridaje perfecto en la carretera. Gracias a su guía llena de sensibilidad sobre el universo de El Cantante pude descubrir lo mejor del legado de este monumento humano nacido en Nueva Jersey, en Hoboken, frente la isla de Manhattan. Incluso el cine le guarda un sitio aconsejable merced a «El hombre del brazo de oro», drama de drogas y jazz de Otto Preminger, que le valió una nominación para el Oscar al mejor actor. Detalle que honra a Sinatra es su loable intento por adaptarse a los sonidos contemporáneos sin exagerar. Como si grabar bossa nova con Jobim y clásicos estándar con Duke Ellington no constituyese ya suficiente prueba de fortaleza musical, se adentró discretamente en sonidos que podrían considerarse pop, acompañado por guitarras y órgano Hammond, con algunos aciertos y oportuna prudencia.

De ese repertorio sobresale «Cycles», una formidable canción melancólica, en donde se lo escucha hondo y adecuado (publicada en España en el álbum «Mi razón de vivir»). Anecdótica es su versión del «Something» de los Beatles, que sirve como medalla al mérito para los fabulosos de Liverpool más que para la gloria bendita de Sinatra en persona. Antes del telón de sus sonados dúos, aquellos discos crepusculares donde se emparejó en el aire digital con crooners contemporáneos, realizó la que probablemente sea su última grabación «clásica».

En una suerte de declaración geográfica de principios, el hombre que había cantado a New York y a Chicago, a Londres y a París, graba su disco otoñal definitivo, el vital y vitalicio «L. A. is my Lady». Frank fue un hombre pegado a un vaso de bourbon y al humo de un cigarro. Así transitó las décadas, emocionando con elegancia, apoyándose en la sombra de un micrófono dorado, volviendo para cantarle a la modernidad desde el Madison Garden, en una especie de ring (él solo y en el centro de la escena) cuando ya las décadas avanzaban de los setenta hacia los primerísimos años ochenta. Sinatra tenía color vocal y fraseo, cualidades que distinguen a los mejores intérpretes. También es el perfecto ejemplo del italoamericano (hombre blanco) que se atreve con canciones cantadas por virtuosos de la gran música negra, como James Brown y Aretha Franklin.

Es el caso de «That’s life», que podría (y debería) ser el himno adecuado para recordar a Sinatra, quizás incluso por encima del inmortal «My way», himno al adulto egoísta que hizo suyo con una maestría digna de una deidad mundana. Un charme propio y único. Una perfección interpretativa que junto con su carisma, antipático pero irrompible, ayuda a que lo recordemos en estas navidades de su centenario.

Probablemente sea, por simbolismo y calidad, el cantante más excepcional del siglo XX, con permiso de otros, que también merecen la eternidad del canto, arte que vuela libre para alegrar los corazones de todos y desatar las lágrimas que la emoción hecha canción provoca. Ci vediamo, Francesco!

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