A Susana Escarabajal Magaña 

     Juan era un lector infatigable. Soñaba con que, en algún libro, encontraría no solo el secreto de la vida sino la libertad y la felicidad absolutas. Era una idea un tanto ilusa pero la tenía desde niño y la razón del adulto no se la había podido hacer desarraigar de su espíritu entregado a la fantasía vívida. Cuando sus libros fueron tantos que no le cabían en las estanterías que tenía, decidió que compraría una nueva mucho más grande para sustituir a las demás. No tomó medidas, fue a la tienda de muebles olvidado de ese detalle. Cuando vio una estantería con grabados que recordaban las obras de Lovecraft, se enamoró de ella y sin dudar un instante pidió que la llevaran a su domicilio. La estantería fue desmontada, transportada e introducida en casa de Juan pero, cuando fue montada de nuevo para colocarla en el lugar elegido, se descubrió que tenía más altura que el techo de la casa.
     Los empleados le dijeron, entonces, que se la iban a llevar pero Juan, encaprichado de la estantería, les pidió que la dejaran, que se la quedaba a pesar de que era demasiado grande pues estaba convencido de que había una forma de solucionarlo, solo tenía que pensar en ello durante unos días. Los empleados, convencidos de que Juan era un loco, decidieron no replicarle nada y se marcharon.
     Juan, desde un principio, creyó que la solución al problema llegaría pensando con detenimiento. Tenía que haber algún detalle de algún tipo en el que no había pensado todavía. Debía haber olvidado algo. Algo escapaba a su espíritu y, mientras no descubriera lo que era, la estantería seguiría desmontada en su estudio y siendo objeto de su preocupación. Había descartado muy pronto la opción de construir el techo a una altura mayor pues eso requeriría un gasto económico desproporcionado, también desde el principio se negaba a que a la estantería le fuera seccionado un trozo a la medida de la altura que le sobraba ya fuera por arriba o por abajo o el centro pues esta mutilación acabaría con su fascinadora belleza. Cavar el suelo y hacerlo más bajo quizá fuera más económico pero no consideraba proporcionada medida tan drástica.
     Cuando estas medidas materiales obvias fueron rechazadas, no se detuvo, sintió que en algún lugar escondido de su mente, le aguardaba un secreto que le revelaría la manera de superar las dificultades y hacerse con sus deseos. Pero, cuando se ponía a elucubrar sobre ello, no se veía más que a sí mismo, minuto tras minuto, oprimido por la inquietante presencia de aquella incógnita. Cada mañana al despertar, volvía a su mente el problema de la estantería. Por una parte, ansiaba desprenderse lo antes posible de él. Pero, por otra, sentía un impulso irrefrenable de entregarse a la indagación de aquel enigma, de observarse a sí mismo, en medio de aquella impotencia, entre fascinado y horrorizado, intentando comprender por qué su techo no daba cabida a su estantería.
     A veces incluso miraba los grabados de la madera del mueble, creyendo que, en sus horribles figuras, encontraría la salida a su martirio y otras veces miraba hacia su infancia y al resto de su vida, como si en sus recuerdos más íntimos estuviera la respuesta. Dejó de frecuentar el trato social, apenas salía más que para las necesidades más vitales. Aunque no pasaba de ser un absurdo capricho, su obsesión por la estantería se acabó convirtiendo en su único interés, en el centro absoluto de su pensamiento. Veía ahora su techo como una amenaza a su libertad, hubiera deseado vivir en un mundo sin techos, con el infinito como límite, con la posibilidad de ser absolutamente feliz, de gozar de un manantial absoluto de luz para su existencia. Pero miraba a su techo y lo veía tan macizo, tan opaco, tan cercano a su cabeza, que se desesperaba y se entregaba a su interminable elucubración y contemplación de sí.
     Vagaba horas y horas después del trabajo caminando mientras fumaba de un lado a otro de su estudio, cada vez más hastiado, con la sensación de estar abriendo un abismo en su propio interior buscando una libertad que cada vez se encontraba más lejos. Su mente pasaba una y otra vez por las mismas cuestiones, las que no admitían solución alguna, las que entraban dentro de la categoría de lo imposible y, aunque no encontraba avance alguno en ellas, eran lo primero que venía a su cabeza cuando tenía espacio para abrirse con desembarazo a la contemplación de su conciencia.
     Podría haber perdido el juicio, aislado como estaba de todos y en medio de estas extrañas reflexiones, pero no se vuelve loco quien no quiere y un día, repasando los grabados de la estantería, creyó verse a sí mismo reflejado en ellos en la figura de un hombre con vestiduras talares que sujetaba un libro en lo alto y tenía un brazo alzado, como declamando una invocación, más adelante aparecían dos seres alados ante él y a continuación era transportado por los aires y en la última imagen era arrojado contra la tierra, el natural elemento de los seres humanos y el impacto contra el suelo le hacía perder la vida.
     De pronto, vio claro que su libertad no se la estaba quitando el techo sino la estantería, llamó a la tienda de muebles y pidió que se la llevaran. Había sabido comprender que no la necesitaba, que la sola fuerza de su capricho le había entregado al mal y al sufrimiento. Para siempre ya consideró como verosímil que el corazón no necesita de las cosas imposibles y que la felicidad consiste en aceptar que ya ha llegado y no en alcanzar sueños fragosos.

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