Cerca del Pont des Arts encontró ese banco solitario, junto a la orilla izquierda del Sena. Irene Lennie era argentina y como tal aquel rincón tenía para ella un marcado sentido ritual. El comienzo de "Rayuela", el escritor de las cejas muy juntas y pobladas. Las palomas de los tejados del Louvre traían el otoño en el filo de sus alas. Esa mañana había llovido torrencialmente, y extensos charcos de agua triste se distribuían a lo largo del embaldosado del Port des Saint Pères.
Lennie (no me llamen Irene, por favor) se reclinó para ver su rostro en el reflejo de un charco. Era una joven bonita y pizpireta, y llevaba sus cabellos de bronce recogidos bajo una boina parisina, tan verde como el verdor de su mirada o el hueco del río que el sol doraba a través del firmamento de nubes.

Lennie la vio. En la frontera entre dos charcos, abandonada sobre un racimo de hojas de plátano de sombra. Una simple libreta Moleskine, mojada por la lluvia o acaso por las lágrimas de una nostalgia remota.

Lennie la atrapó con dedos de pájaro. Algunas gotas grises se deslizaron desde la cubierta hasta el charco inmediato. Lennie vio cómo las ondas borraban su rostro en la durmiente superficie. Quitó la goma que mantenía cerradas las tapas de la libreta, y se puso a hojear.

Los renglones distorsionados por la humedad, los márgenes de las páginas abarquillados por el accidental abandono. Lennie tenía ganas de fumar, pero no era agradable sostener el pitillo con los dedos mojados. Su mirada descifró palabras, las comisuras de sus labios se articularon en un lento silabear. Sus pupilas se dilataron.

Vio a un niño que miraba por ventanas y tejados. Se formó la imagen de una luna estival alumbrando un páramo donde el viento se quejaba de tanta soledad. El esbozo de una cabellera tan bonita como la de Lennie, brillando en la distancia de una calle de una ciudad tan populosa como el mismo Paris.

Lennie sintió una brisa templando los pétalos de su corazón. ¿Quién ha escrito esto? ¿Dónde estás?

No figuraban fechas, pero el tiempo había dejado su pátina en las páginas y la tinta se había endurecido lo bastante como para resistir la corrosión del agua fría del otoño. Un sol y una montaña, un lago donde se espejaba una silueta que no estaba contenida en la realidad. El autor había crecido y decía llamarse Charles Landor, nombre inglés, aunque en sus letras mencionara campanarios y pueblos de España. Una vez estuvo en Roma, y atrapó dentro de una botella de Frascati un resol de la Piazza Navona; le hubiera gustado regalárselo a ella (no a la que leía la libreta). El tiempo se agazapaba en una nube de Hungría, y Landor seguía hablando de su soledad y del deseo de encontrar a la musa fugitiva.

A estas alturas, Lennie había perdido todo deseo de fumar. Percibía el frescor del aire y el cercano murmullo del río. Necesitaba que alguien la abrazara. Landor, ¿por qué no te sentás a mi lado?

Siguió enfrascada en la lectura. Poco a poco desapareció todo vestigio del otoño y soplaron en las cumbres los anuncios del buen tiempo. Lennie buscando a Landor por riscos y quebradas, por playas en la amanecida y jardines de poniente. Buscándole donde no pudiera encontrarle. Lennie amaba, como Landor había amado aquella presencia que por un segundo destellara en los melancólicos atrios de su vida. Lennie nunca le hubiera dado la espalda.

Las últimas páginas estaban desfiguradas por el agua, señal de que la tinta era reciente. La llama de los ojos verdes se tornó más sombría. ¿Me quedaré sin saber qué rumbo siguió la vida de Landor?
Mucho tiempo permaneció la libreta engarzada entre los dedos de la joven. La tarde fue declinando con su pujante séquito de sombras. En el río cabrilleaban las mariposas de luz que las farolas del Quai des Tuileries esparcían en el tablero del crepúsculo nuboso. Lennie sentía amor por lo ausente, imbuida por los sentimientos de Landor.

Un sonido rompió la monotonía de la corriente del río. Ruedas de un carrito de supermercado atestado de trastos viejos, talmente el equipaje de un mendigo. El hombre que lo empujaba era alto, con barba encanecida, iba muy mal vestido y estaba tocado con un sombrero de forma y color indefinidos. Detuvo el carrito y se abocó hacia donde Lennie se encontraba. Sus ojos estaban pintados de anochecer.

-Mi libreta -dijo con una voz desarmada, una voz que buscaba el refugio de la soledad.

Lennie tenía el corazón desbocado. Le había hablado en lengua española.

-¿Vos sos Charles Landor?

El hombre retrocedió un paso. Miró con más detenimiento a la joven. Pareció reconocerla. Como a causa de un recuerdo que de pronto le asaltara, su cuerpo harapiento trepidó cual los juncos ante el látigo del viento.

-Así me hacía llamar cuando era joven.

-¿Vos escribiste esta libreta?

-La vida la escribió en mi lugar.

Ella se atrevió a traspasar la turbidez de los ojos del mendigo. Y sí, él había escrito algo que era comparable a la vida en su singular magnificencia. La joven descubrió lo que suponía sentir algo distinto y placentero.

-¿Vos sos Charles Landor? -repitió la pregunta de manera inconsciente.


-¿Me devuelves la libreta? -pidió él, tendiéndole la mano-. Estuve sentado en este banco y se me cayó sin darme cuenta.

Lennie se la dio, aun teniendo la sensación de que se desprendía de una joya preciosa. La sonrisa de Landor se perdió entre sus espesos y desflecados bigotes. Y no reflexionó: arrojó la libreta a los aires anochecidos. La libreta dibujó una parábola y desapareció en el turbulento seno del río.

-¿Por qué lo has hecho? -preguntó Lennie con los ojos hechos ascuas.

-No es necesario aferrarse al recuerdo de lo que no se tuvo y ahora se tiene -respondió Landor con la mirada refugiada en su propia ignominia.

Y ya no dijo más. Se dio la vuelta, encaminándose al carrito que contenía sus posesiones materiales en este mundo. El último despojo de luz diurna palpitó en lo alto de la cúpula del Instituto de Francia. Las campanas de la catedral Notre-Dame despidieron el día con la gozosa ovación de su metal. Un encaje de niebla de río comenzó a desdibujar los contornos de la cercana isla de la Cité.

Lennie vio cómo Landor, arrastrando su carrito, se iba alejando hacia el Quai Malaquais, dejando a un lado el entramado metálico del Pont des Arts. Una farola alumbró con brumosa nitidez las espaldas del mendigo. A continuación, si no lo evitaba, él ya no estaría en su campo visible. Y nadie más en este mundo podría escribir otra libreta como la que flotaba entre las ondas del Sena. ¡No lo dejes escapar, no seas boluda!

Lennie le fue a los alcances, corriendo como el viento de los litorales. Aguardó un momento para recuperar el aliento. La mirada de Landor ya no era turbia; estaba aclarada por la esperanza que se iba cumpliendo.

-Decime, ¿qué ponía en las últimas hojas de la libreta, ésas que no pude leer? -le inquirió ella.

Landor se llevó la mano al pecho. Le dolía de tanta emoción. Acto seguido, mirando a Lennie con ciega devoción, le dijo:

-Allí estaba escrito lo único que tú y yo podemos acabar de escribir.

Estuvieron unos segundos sin decirse nada. Luego las letras, las palabras que aún debían ser escritas, se volvieron abrazos de un gozo inexpresable.

El jardinero de las nubes.
http://eljardinerodelasnubes.blogspot.com/

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Comentario por Ismael Lorenzo el octubre 3, 2010 a las 6:15am
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