LOS PINOS DEL CONVENTO

 

        Me gustaba observar las orugas procesionarias que subían y bajaban de los dos pinos situados en la esquina del jardín del convento. Por muy tarde que fuera para llegar a la hora de coger el autobús que me llevaba hasta la oficina, siempre me detenía para mirar aquella retahíla de bichitos que, uno tras otro, desfilaban por la acera en larga fila como si de una procesión se tratara. De ahí su nombre, oruga procesionaria y mejor aún y nunca mejor dicho, porque procesionaban  (si es que se puede emplear esta palabra sin hacer añicos el diccionario) hasta los muros del convento  esquinado  en la calle.

        Yo era entonces muy joven, han pasado muchas etapas de mi vida desde esos días pero, por esas rarezas de la mente anciana que retrotrae escenas ya olvidadas, esta mañana de invierno, he recordado aquella secuencia de las orugas, los dos pinos viejos y el convento.

       Cuando pasaba frente al edificio, grande, hermoso, rodeado de un jardín de  dimensiones bastante extensas y aunque no excesivamente bien cuidado, lo suficiente para que no crecieran en él cardos ni hierbajos, al ver los balcones siempre  con las persianas cerradas, me asaltaba una profunda sensación de abandono, misterio y tristeza.

      De vez en cuando, una monja de hábito blanco y velo negro, regordeta, con las mejillas encendidas, coincidía con mi paso por la acera mientras ella regaba el jardín o recogía algo que yo nunca llegaba a ver a causa del impedimento de la verja de hierro que lo rodeaba. Ambas nos observábamos, yo intentaba comprender aquella reclusión extraña que apartaba a las personas del mundo, ella…, no sé; me hubiera gustado conocer su pensamiento. Me miraba con atención, a mí me parecía ver algo de rencor en su rostro, como si recriminara mi libertad y ese detalle me obligaba a preguntarme a mí misma si realmente Dios (si es que existía como ellas, las monjas, lo entendían) se sentiría satisfecho con aquella reclusión, aquel apartarse de la vida real, del mundo corriente en el que nos desenvolvíamos la mayoría de los mortales mientras resolvíamos problemas, afrontábamos dolores y sobrellevábamos  las dificultades diarias. ¿Acaso era mejor encerrarse en un hermoso edificio, cerrar balcones y puertas a cal y canto y olvidarse del mundo? De manera insólita volví a recordar a las orugas procesionarias. Allí estaban, se paseaban en largas hileras, una tras otra, para apoderarse de los pinos, construían sus nidos entre sus ramas y devoraban sus acículas, los mataban poco a poco sin que nadie se preocupara de ellos, los sucesos extramuros no eran importantes, sólo se debía rezar y esconderse del mundo. Me parecía una actitud tan absurda y egoísta que hasta llegué a creer que aquel Dios de las monjas del convento de la esquina, nunca podría ser el mío. Mi Dios era humano, comprensivo ante las imperfecciones, luchador como yo, triste en ocasiones pero dispuesto a seguir, a enfrentarse a todo, a vivir en aquel mundo auténtico, a no rendirse, nunca a ocultarse tras unos muros y dejar afuera los obstáculos y contrariedades. Aquello era esconder la cabeza debajo del ala para evitar enfrentarse a la realidad.

       Una mañana de primavera, con el primer frescor del día cuando el sol lucía en un adelanto del largo verano. Atravesé la carretera que me conducía hasta el convento, al llegar a la esquina y pararme a observar las orugas procesionarias, un coche negro, brillante, grande, se detuvo frente a la puerta de hierro del convento; del coche bajó una muchacha joven, pálida, acompañada de un hombre y una mujer que, sin saber el motivo exacto, tal vez por el parecido físico o el trato familiar desarrollado entre ellos, deduje eran sus padres. Un chófer uniformado, sacó una maleta del portaequipajes y se la entregó a la joven que la cogió entre sus manos como si en ella se encerrara el peso del mundo. Tras la verja, se encontraba la monja regordeta de mejillas enrojecidas, quitó el candado de la puerta para dejar paso a la muchacha que estaba siendo abrazada  por la pareja de mediana edad y, al atravesar la entrada, los miró con tristeza, luego envió una última mirada a la vida que se quedaba afuera, las lágrimas anegaban sus ojos. No pude evitar pensar que aquellas lágrimas eran el cerrojo que le echaba al mundo y sentí una profunda pena por ella.

      La monja regordeta me miró con cara de triunfo, yo continué mi camino hacia el autobús con cuidado de no pisar ninguna oruga procesionaria. - MAGDA

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