Quizá aquí me sienta más libre de volcar. Quizá por eso, por ser un sitio lleno de seres rebosantes de sensibilidad, he sentido cierta libertad para volar y dejar que las palabras brotaran renacientes, testigos de un proceso duro y terrible.

Hace tres meses salí del pozo del maltrato psicológico y físico. No admitiré el término violencia machista, porque no lo fue. En mi caso, mantuve una relación con un sociópata. He convivido cuatro años con una persona que padece una sociopatía manifiesta, violenta, declarada. Un ser carente de emociones, que encontraba el placer en la tortura psicológica, en la humillación, en el desprecio... No entraré en la sordidez, que cualquiera puede imaginar. 

Llegué a sentir que mi psique se suicidaba lentamente, mientras mi cuerpo se consumía, mientras moría como una planta en el desierto.

No soy una víctima. Tengo pendiente un juicio contra este ser, con la maldición de pasar por un proceso aterrador de peritajes para demostrar su efecto. No soy una víctima porque lo fui, pero no quiero pasar mi vida, el resto de mi vida, con esta especie de condena, de estigma de "mujer maltratada". Ese estigma parece condenarte a ser considerada desequilibrada de por vida.

No estoy loca. Nadie está a salvo de la acción de un ser así, y un sociópata puede ser tanto hombre como mujer.  

Mi delito fue ser "demasiado buena", según mi psicoterapeuta. Ser demasiado buena te condena a intentar ayudar siempre, a volcarte, a proteger.

Mi delito fue nacer en una época equivocada en la que la sociopatía es demasiado frecuente y bien vista. En esta época la bondad es un defecto, algo de lo que desconfiar y lo entiendo: en una era en la que nadie hace nada por los demás sin esperar algo a cambio parece una mentira. 

Conviví con un enfermo que carecía de emociones, un parásito absoluto, un ser que ejercía una crueldad abominable con los ojos cubiertos de un hielo inerte. Pero soy yo la tratada como desequilibrada, como loca. 

Reivindico mi derecho a ser feliz, a ser tratada como ser humano y no como un ser infectado de una niebla de terror permanente. Nunca quise ayudas económicas, ni siquiera quería denunciar por miedo, por querer simplemente ser feliz y rehacer una vida que merezco vivir plenamente por fin. 

Pero esta nube infecta. 

¿Cómo explicar ausencias en un trabajo por esta razón? Lo padecí a nivel laboral, hasta que perdí mi trabajo. Se sumó la incertidumbre de un posible tumor en el pecho, un bulto extraño que probablemente sea psicosomático, pero que precisará cirugía. Y me da igual, aunque nadie lo crea.

Incluso me planteé la posibilidad de un cáncer y no me preocupaba siquiera una mastectomía. Siempre he considerado cada marca, cada cicatriz, cada arruga, una parte de la belleza del ser humano, porque muestran su sendero vital y no hay nada más bello y más inherente a la individualidad ni a su consideración como ser especial que esas marcas que le definen.

Pero no soy una víctima. Soy una mujer que lucha por vivir, por ser feliz, por poder hacer de su vida lo que siempre amó desde la infancia. Una mujer que fue anulada desde niña en sus sueños, en su personalidad, algo que he recuperado hace poco, tras más de treinta años encerrada en mi mundo particular de fantasía, de sueños escritos.

Soy una mujer que ama en plenitud, que lucha por lo que ama, que no tiene miedo ni quiere volver a temer ser como es.

Porque mi vida la forjé yo misma a costa de mi propia personalidad. A base de muchas caídas y levantamientos, y rebeldías contra mí misma.

Porque mi vida es como la vida de cualquier ser vivo: única y preciosa.

Porque no soy una estadística ni el número de una colección.

Porque amo mis patas de gallo y cada cicatriz de mi piel, forjadas todas con lucha y tesón, con sacrificio y entrega.

Porque doy gracias a cada golpe, a cada insulto, a cada puñetazo en mi cabeza, pues gracias a ellos por fin conseguí despertar y sacar el coraje de defenderme como persona, como mujer, como la niña que fui y nunca se pudo defender, como la mujer que creció y no se defendió, como la mujer que soy y sí lo hizo y lo seguirá haciendo.

Gracias a todo eso soy quien soy y no me arrepiento.

He conocido el amor y lucho por su realidad. Algo que nació breve, aunque mantengo la esperanza. Pero por unos días en los que he vivido el amor en plenitud, el amor real, el amor más limpio y puro, el más valioso, ese que raramente se presenta en la vida de la mayoría de las personas, por ese amor volvería a vivir cada golpe que la vida me ha hecho pasar, volvería a vivir la misma vida, cada caída, cada desprecio.

Por ese amor aún seguiré esperando, porque merece la pena. 

Sólo me abruma pensar que se pueda dejar pasar algo tan inmenso.

Porque nunca lo tuve. Y cuando un ser nunca ha comido un plato de sopa caliente, sabe apreciar una mesa plena de alimento.

Y yo nunca despreciaré ni dejaré pasar la oportunidad de ser feliz. Ya no.