En ciudad nadie, la ciudad de La rabia, todos estamos enfermos. En estas páginas la victoria nunca llegará, sólo la muerte. La única aproximación a un concepto victorioso se originará entre las palpitaciones cada vez más recurrentes de la poesía, de la buena poesía, la del inconforme, la de la locura, la del humor corrosivo, la de la incertidumbre, la del miedo, la que se negó a la tradición y escarbó en la mierda, y se encontró, la que pulula en las venas de la sangre caliente, la de este libro…

Rabia; hablar alrededor de esta palabra que semánticamente ya nos recrea un universo de emocionalidades que lindan con el resentimiento y la irritabilidad, definitivamente debe estar acompañado de lo que la produce. En los versos de sombras y abismos se desmontan las categorías que nos ha vendido la cultura a partir de otras que nos ha amputado. Lo que dejamos pasar y era importante, y que ya no se nos muestra porque aquello que se nos ha impuesto ha llegado a remplazarlo todo: el mundo de las superficies y de las banalidades, el mundo con el que muchos quisiéramos limpiarnos el culo. La respuesta a esa imposición subyace en este reguero de tinta: la poesía que se nos incrusta en los ojos, este afirmado y genial panfleto literario, no de simple lugar común, para este país sin memoria que en muchas de estas páginas se nos dibuja histórica y geográficamente definido por la barbarie. Ya no la cifra, ya no la noticia inmediatista, sino el lugar, lugar que se transfigura de un espacio físico a un lugar de la memoria y de la conciencia que propende por ser colectivo. Es La rabia también, una radiografía nacional, de imaginario, de lo que es el blanco nefasto y el negro sabor. Los contrastes de mi gente en el verso en prosa de Rabiarte. Una voz que denuncia la cultura de la religión y de un dios intoxicado de heroína que al sobredosificarse hace tiempo que ha empezado el apocalipsis, los estragos de mi país ya son parte de su fiesta libertina.

Nuestros personajes históricos bailan en baldosas de sangre y muchos de los poemas que componen este volumen son el tributo a una memoria masacrada. No obstante, y definitivamente, aquí la rabia invierte su acepción semántica, es una rabia distinta, que se alimenta de las sombras para iluminar, la poesía no ha dejado nunca der ser ese candil del ciego por sus ríos interiores. Aquí la rabia deviene arte y al hacerlo no obedece ya a la magra significación cotidiana y/o circunstancial con la que la relacionamos. Aquí la rabia se transforma, se metamorfosea y se quita el disfraz de lo aciago para impactar con exuberancia.

Asimismo, el lector cumplirá una cita en los cafés de ciudad nadie, en sus sitios de encuentro; sus paradojas, su estatismo y su uso actual que ya no parece ser nada literario, a lo sumo, una cerveza. Todo el periplo acompañado de una constante exploración por excelentes juegos intertextuales, esa suerte de puentes hacia otros escenarios donde imperan los epígrafes certeros y permanentes, la música, la náusea, la inconformidad, la nada, en últimas, la literatura, y también por la proyección de este libro apuntado como bala luminosa a lectores cargados de categorías en las que sobresale el descontento y la aberración hacia aquellos a los que el statu quo terminó por acomodar.

Los poemas de Rabiarte son impetuosos, contestatarios, decididamente necesarios. Pululan por ellos la tinta certera de una sola palabra para nombrar la imagen, el buen registro rock que danza en el verso, maravilloso tributo a las voces muertas de una generación que se levantó a punta de riffs y de piedrecitas pateadas en alquitranes incendiados de infinito, la semántica cuya potencia nos dibuja de manera transparente este mundo de homo-merdas, los excesos, esas múltiples posibilidades si trabajas con las palabras, las blasfemias evidentes, libertarias, honestas, verdaderas, y otra vez Bogotá, sus repetidas percepciones, nuestro fascinante lugar de enunciación.

No obstante, es este libro también un grito para que la espada de Damocles no caiga jamás del techo sobre las cunas cargadas de vida, porque que la esperanza ya no parece querer ser nombrada en las proyecciones de un mañana que parece no querer existir.

La desmitificación de la edad para hacernos inmortales es ahora la nostalgia, el recuerdo. Hoy somos otros, hoy escribimos, sin ansiedad, sin permanencia, pero afirmados. El suicidio es el sello de originalidad que otros se llevaron a la tumba, quizá hoy ya carezca de sentido apuntarnos a la cabeza. Profetas enlagunados, eso somos.

La escritura de Javier Moyano nos deja impregnados de una extrañeza y de unas reflexiones parecidas a las que se te quedan después de cometer las acciones que luego deploraste. También está poblada del misterio, nunca antes descubierto, que encierran los chicles bajo las mesas, además de esa idea de sacar el recuerdo de la cerveza, la colilla debajo de la cama que una vez amamos, y vivir, aquí, donde el rock habita y la calle nos consume.

 Mauricio Palomo - Bogotá - Colombia