A mi amada
 
     Nicolás, cuando enfadaba a sus padres, era encerrado en una habitación oscura donde se le privaba de la cena y de ver la televisión hasta que, muy tarde, le abrían la puerta para que fuera al dormitorio a acostarse. Mientras permanecía en aquel cuarto, afligido por la hostilidad de sus padres, temeroso de la oscuridad, abrumado por el silencio y el abandono que respiraba allí, se sentía tan lejos del resto del mundo que pensaba que no había nadie tan extraño como él. En aquella habitación sombría, sus pensamientos, que sus padres pensaban que serían de contrición, iban conformando su auténtica identidad, el fundamento más básico de su alma.
     El sufrimiento de aquellas noches se convirtió en su designio, su razón para seguir siendo él, su esperanza, su luz interior. La soledad que sentía en aquella habitación era infinita pero era allí donde podía ver más claramente lo que le diferenciaba de los demás, lo que él era en esencia. Allí añoró vivamente, sumido en la mayor impotencia, la calidez de un corazón al mismo tiempo que sedimentaba un resentimiento que lo hacía impenetrable para el resto del mundo.
     Si hubiera cedido a los prejuicios de sus padres, al dejar la niñez, se habría convertido en una persona autoritaria y fría, pero su conciencia estaba demasiado castigada y acabó siendo un muchacho sensible y de una extremada timidez porque se consideraba, en cierto modo, excluido del mundo de los fuertes, tan ajenos a todos los escrúpulos que experimentaba él a la hora de la acción.
     Al comienzo de su juventud, un rencor profundo le alejaba del resto de los mortales y solo en la lectura de poemas aliviaba su sed de afecto y solidaridad. Culpaba a la humanidad entera de algo que no entendía qué era y no era otra cosa que la soledad que le hizo sentir el castigo correctivo de sus padres en aquella habitación oscura de su infancia, ya casi olvidado por él y tenido por algo irrelevante. Se sentía tan lejos de los demás y tan despreciado, al mismo tiempo, por ellos que no encontraba más que diferencias en la comparación entre su naturaleza y la de los otros. Era tan diferente a todos, según su entender, que nada le podía unir al resto de los mortales. En realidad, se había instalado definitivamente en su habitación del castigo, en aquella habitación oscura a la que le relegaba su instinto de ser y su rebeldía.
     Seguía viviendo en casa de sus padres, quienes, como se encontraban en dificultades económicas y su mansión era espaciosa, alquilaban algunos de los cuartos a estudiantes universitarios. Nicolás se dedicaba a ayudar en las tareas de limpieza y de mantenimiento de las habitaciones alquiladas y en todo lo relacionado con el servicio a los inquilinos. Pero su devoción real era la Poesía y a ella se dedicaba cuando nadie le observaba, leyendo o componiendo angustiosos versos de soledad.
     Cuando contaba ya veintiocho años, al iniciarse el curso, tras escuchar cómo llamaban a la puerta, fue a abrir y, al hacerlo, contempló a una muchacha tan bella que se quedó deslumbrado. La muchacha deseaba alquilar una habitación allí porque había oído hablar de aquel sitio a una amiga. Él le dijo que no les quedaba ninguna libre pero su padre, que andaba por allí, le dijo que volviera a la tarde, que le tendrían una preparada. Nicolás no comprendió lo que su padre pretendía pero al instante este se lo aclaró: instalar a la chica en la habitación triste y sin ventanas que había servido para castigarle en su infancia y que ahora, por no quererla ningún inquilino, era la que sus padres habían designado para él. Ahora a él le tocaría dormir en el sofá del salón y, a cambio, a los ingresos por alquiler se añadiría una suma extra que venía muy bien a la economía familiar. La chica, que no había encontrado otro lugar mejor en el que residir, pese a que lo había buscado con afán, por estar ya ocupados en ese momento, se conformó con este.
     En los meses sucesivos, Nicolás incubó una secreta pasión por aquella muchacha. Todos sus versos, más emotivos que nunca, los dedicaba ahora a hablar de su ardiente devoción por ella, que escondía de todos, incluso del objeto de esta, porque se creía incapaz de salvar el abismo que le separaba de la humanidad y sentía que estaba condenado a amar sin ser jamás correspondido. Pero no era posible vivir el amor de esta manera sin sentir un hondo desgarro interior y, no pudiendo ocultar más su tempestad interior, cierto día, al cruzarse con ella en el pasillo, le dijo:
     -Escribo poemas. Me gustaría que los leyeras. Quizá te gusten.
     -¡Me encantará! -respondió ella alegremente, sorprendida de que aquel hombre tan profundamente reservado y silencioso se mostrara repentinamente abierto a ella.
     Esa noche, Nicolás le entregó cuantos poemas había escrito sobre ella. Ella le dijo que los iba a leer en ese mismo momento pero él dijo que tenía que hacer y le dijo que escucharía su parecer al día siguiente; en realidad su timidez profunda le hacía imposible quedarse junto a ella mientras leía sus apasionados versos.
     La muchacha, mientras pasaba sus ojos por aquellos versos, sintió su corazón embargado por una emoción subyugante y dolorosa. Le recordaban su propia desazón interior, el ansia de amor siempre insatisfecha que la atormentaba a veces, la aflicción que le hacía sentir el ser objeto del interés de los demás tan solo por su belleza externa, tan codiciada por toda mujer pero que, al fin, nadie estimaba en mucho. Había en la sinceridad de aquellos poemas tanto de su propio corazón que se sorprendió de que pudiera haber otro ser tan afín y que sintiera de forma tan parecida a ella. Los poemas hablaban de un infinito deseo de ser amado, de la desolación de verse convertido en un objeto despreciado por los demás, de la horrible sensación de aislamiento, de desesperación, de añoranza del otro, de todo aquello que el poeta había vivido en aquella habitación y ahora ella, desde ese mismo lugar, hallaba en aquellos versos cuanto la hacía diferente a todos los demás.
     Nicolás había querido reflejar en esos poemas su más peculiar forma de sentir, no creía que la muchacha que amaba los comprendiera pero, en el gesto de dárselos a leer, veía la única manera de aliviar sus ansias insatisfechas de amor. Al día siguiente, cuando la volvió a ver, advirtió una gran palidez en su rostro.
     -Son buenos... -se limitó a decirle.
     En los días sucesivos, ella apenas salía de su habitación sin que hubiera motivo para ello en apariencia. Nicolás se vio presa de la agonía más intensa, deseaba el amor de aquella mujer desesperadamente, olvidó todo su temor y, en medio de la más intensa ansiedad, llamó a la puerta de la muchacha una tarde. Ella abrió y vio que sus ojos mostraban temor, recelo, rencor, anhelo insatisfecho de afecto, culpa, determinación. Él la amó en ese momento más que nunca, aquellos ojos lo expresaban a él, remedaban lo más hondo de sí mismo, miró detrás de ella y contempló la habitación en la que se habían forjado los sentimientos que esos ojos le mostraban, recordó la oscuridad que había respirado en su infancia en aquel mismo lugar, la insoportable soledad, la nostalgia infinita de un corazón que le amara, todo eso lo estaba viendo ahora en aquella mirada de la muchacha. Inmensamente enternecido, llevó sus manos a las mejillas de la chica y le dijo:
     -Te quiero, bien mío, yo sí te quiero...
     -Tus poemas me han herido -dijo ella-. Creía que nadie más que yo se sentía así, me has desgarrado el corazón.
     El llenó entonces de besos el rostro de ella y le dijo conmovido:
     -Tranquila, mi bien, ya no estás sola, me tienes a mí, para toda la vida, ya ha pasado todo. Es esta habitación tan oscura la que ha tenido la culpa.
     Los poemas de Nicolás fueron publicados años después bajo el título "La habitación que nos une".

http://cuentosdepensamientoylibertad.blogspot.com.es/

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